Alférez
Madrid, 31 de agosto de 1947
Año I, número 7
[página 7]

La verdadera Gabriela

{«Antología», de Gabriela Mistral. Editora Zig-Zag. Santiago de Chile, 1946.}

... Ya no es aquella Gabriela que creíamos saber, aquella tremenda contralto melodramática, cuya imagen, aunque en vagas y rápidas lecturas, parecía tan definida: contando la trágica aventura del joven empleado de ferrocarriles y no terminando nunca de consumir en el fuego de su oriundez todo el lastre fin de siglo de prosaísmo romántico, de «gotas de hiel», de «íntima», de «amo, amor»; del filosofismo de «El pensador», de Rodin, o de aquel pedagogismo, mitad pintura de tesis social, mitad Giner de los Ríos de «La maestra rural» que Federico de Onís antologizó desde el principio para que nosotros siempre desconfiáramos de ella. Ya no es aquella Gabriela, aunque en esta antología, hecha por ella misma, la ternura le haga conservar alguna escoria –eliminando sabiamente, no obstante, los célebres «Sonetos de la muerte», y aunque haya un despistado prólogo de Edwards Matte, titulado «Poesía y periodismo» (!), y se conserve la ingenua pedantería de las molestísimas llamadas de pie de página y de la mitología más inesperada y de las alusiones bíblicas.

Ahora, la maravillosa nueva Gabriela ha llegado a tocar con su raíz el filón medular de la América española y sabe hablar de cosas, de cosas pequeñas, tibias, con una dulce y sabia ironía traída por el tiempo; ahora se ha enlazado en la gran columna vertebral andina de los poetas de veras, a los que ha empezado a parecerse como una más y quizá mejor el Rubén de los momentos puros, sin París y sin mandolinas; el Barba Jacob de «Los desposados de la muerte»; el balbuciente y trágico peruano César Vallejo, que cuenta Leopoldo Panero que «tenía tal cara de indio que parecía que iba disfrazado de indio»; el Neruda que hierve debajo de sus ropajes retóricos y políticos, y la vena lírica provinciana de la Argentina, desde el gaucho homérico –acaso más bien sofocleo– Martín Fierro hasta el Lugones de los recuerdos familiares en la «Oda a los ganados y las mieses».

La Gabriela Mistral de hoy a ninguno cede en sabia humildad para decir uno por uno los minúsculos objetos de que está hecha la vida. Desde el collado de sus años, como quien poco tiene apostado en el «vano ejercicio de la vida», sabe inclinarse con cariñosa ironía sobre lo mínimo. Así imagina en el «Recado de nacimiento, en Chile», a la hija de sus amigos en brazos de la madre:

... Le decía al bultito los Mismos primores,
que María la de las vacas y María la de las cabras;
«Conejo cimarrón», «suelta de talle...»
Y la niña gritaba, pidiéndole
volver donde estaba sin las estaciones...

Cuando abrió los ojos,
la besaron los monstruos arribados:
la tía Rosa, la «china», Juana,
dobladas como los grandes quillayes
sobre la perdiz de dos horas.

Y volvió a llorar despertando vecinos,
noticiando al barrio,
importante como la Armada Británica,
sin querer aplacarse hasta que todos hubiesen sabido...

Acunando un soñado hijo, las más hondas canciones de cuna han ido naciendo en ella. Implacablemente sola y en vela para siempre, sueña el sueño del imaginado niño («Sueño grande»):

... A ver si yo le aprendo
dormir que me olvidé,
y se lo aprende tanta
despierta cosa infiel.

...Y nos vamos durmiendo,
como de su merced,
de sobras de ese sueño,
hasta el amanecer...

Y aleccionando en el umbral del tiempo al niñito que llega, escribe «La cuenta-mundo», el catálogo de las bellezas de la tierra (el aire, la luz, el pinar, el agua, las estrellas, el fuego, &c.), que esperan la mano nueva que las acepte:

Niño pequeño, aparecido,
que no viniste y que llegaste,
te contaré lo que tenemos
y tomarás de nuestra parte.

... Se oyen cosas maravillosas
al tambor indio de la Tierra:
Se oye el fuego que sube y baja
buscando el cielo, y no sosiega.
Rueda y rueda, se oyen los ríos
en cascadas que no se cuentan.
Se oye mugir los animales;
se oye el hacha comer la selva.
Se oyen sonar telares indios.
Se oyen trillas, se oyen fiestas.

(¡Ah los estupendos, balanceantes encasílabos de Gabriela Mistral, que a mí, que esto escribo me han hecho aparecer como discípulo suyo sin saberlo!) En estos eneasílabos es donde a menudo recoge, vuelta a la luz de la infancia, el sabor de las canciones de corro, alterado el ritmo del viejo octosílabo de la niñez como si se hubiese introducido en medio del verso una palpitación, una punzada del corazón, que siente el vacío del tiempo ido. Nace así, por ejemplo, la balada.

Todas íbamos a ser reinas
de cuatro reinos sobre el mar:
Rosalía con Efigenia
y Lucila con Soledad...

Pero también sabe dejar lo tierno y humilde y mostrar una buena gracia inteligente, literaria, camino de otras responsabilidades raciales y telúricas. Hasta que alcanza la grave representación de sus poemas de «América» (Sol de trópico, Cordillera, El maíz, Mar Caribe, &c.). Nadie como ella había asumido toda la voz de su continente, de su tierra poderosa, reventante de sangre, madurada acuciosamente por el sol, inquieta y bullente, porque la mina inagotable de vieja vida que dormita en el subsuelo, en oscura comunión con la materia, como una raíz de árbol que palpa el sitio donde lo mineral se vuelve sustancia viva, ahora está desperezándose y se yergue soñolienta, con somnolencia de indio y con potencia fatal, incontenible, geológica, de cordillera que se alza en cuatro patas. Y canta al sol de América:

...Gentes quechuas y gentes mayas
te juramos lo que jurábamos.
De ti rodamos hacia el Tiempo
y subiremos a tu regazo;
de ti caímos en grumos de oro,
en vellón de oro desgajado,
y a ti entraremos, rectamente
según dijeron Incas Magos...

Con júbilo y devoción enviamos desde esta orilla un mínimo homenaje, que, como si todos los ofrecidos hasta ahora hubiesen sido para otra persona distinta, sale al encuentro de la nueva y verdadera Gabriela Mistral, de esta gigantesca voz de mujer que se ha vuelto a parir a sí misma, este árbol que con la plenitud ha metamorfoseado su hoja y su flor, enseñándonos qué desconocida era, en verdad, la que creíamos saber.

José Mª Valverde


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