Alférez
Madrid, 31 de agosto de 1947
Año I, número 7
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Kaputt

No puede asegurarse si ha existido en la vida colectiva de los hombres siempre, desde que éstos aparecieron en la tierra, una constante de imbecilidad que hiciera a unos devorar con gula mental y fisiológica todos los residuos de maldad e indecencia que otros les sirvieran, lo que sí hay que afirmar, aunque nos pese y ante pruebas abrumadoras, es la presencia actual de esta imbecilidad con fuerza universal, capaz de dar carácter a futuras formas de vida y con intensidad sólo comparable a la vileza de los que la alimentan.

La esfera de influencia de este famélico e internacional soberano (lo único verdaderamente internacional de nuestro tiempo) se ha ido ampliando prodigiosamente en estos últimos años; no se ha detenido en barreras de ninguna especie y todos los costados de la sociedad, resignados o complacidos, han ido aceptando su yugo; sus funciones de nutrición y de relación se llenaban simultáneamente por la radio y la prensa y por estos otros bocados de más lenta, pero también más eficaz digestión, el folleto y el libro.

Kaputt es en esta última especie un excepcional indicador del momento culminante de esta afección mundial. Nos lo han traducido y presentado en España hace unos pocos meses, y sin duda tendrá éxito. Con este libro se llena para bastante tiempo el cupo de inmundicia que es capaz de digerir el mundo de que hablamos, y sobre este supuesto de la estupidez destinataria es hábil, muy hábil.

El estilo de su redacción está montado sobre dos columnas: la primera es un efectismo de reportaje cínico cuidadosamente elaborado y medido hasta los últimos límites de posible asimilación y credibilidad de todos los idiotas del mundo; singularmente expresivos en este aspecto son, por ejemplo, el episodio del ojo de cristal y el de Pavelich. El segundo puntal se arraiga en un mimético «axelmunthianismo», naturalista a veces y con profusos ribetes sentimentalones casi siempre, calculado también hábilmente en atención a la amplitud del público a que se destina; el autor sabe que el guiso así adobado podrá deleitar igual al «snob» de cualquier sociedad bien de la postguerra que a la más humilde de las mecanógrafas. Incluso cierta pesadez, cierta falta de interés, de que a veces se resiente el texto, no hace más que favorecerlo en su conjunto a los ojos de este tipo de lector, que siempre alimenta la sospecha de que la literatura buena le resulta un poco pesada.

En el fondo del invento de Malaparte hay otros dos importantes ingredientes: la traición y el resentimiento. Números atrás de Alférez se llamaba a la hora actual en la historia política del mundo, la de los ayudas de cámara; este libro nos suscita más bien la idea del parásito. Y no hace falta entrar en historias particulares, la de Malaparte, por ejemplo, autor de la Técnica del golpe de Estado, de Italia contra Europa y corresponsal de guerra con absoluta libertad de tránsito; no hace falta, porque la traición como profesión de fe individual se ha mostrado pródigamente como fruta del tiempo en todas las latitudes. Pero el resentimiento, este resentimiento de Malaparte, tiene calidades especiales. Es el resentimiento que afinca tan a menudo en el revolucionario medio, de cualquier signo que sea, pero vuelto sobre sí mismo, renegando de la revolución y empleándose en denigrar y envenenar todo lo que en algún tiempo le sirvió de modelo. Esto se exterioriza en la tónica general de todo el libro, pero sobre todo en el capítulo dedicado a Italia, en que además de despacharse en lo político contra sus antiguos camaradas, procura hacer notar cómo estaban cubiertos sobradamente determinados sectores de su vida social, que algún día, sin duda, fueron origen de resentimiento, haciendo culminar así en la princesa Colonna otra de las líneas tectónicas del libro, comenzada en el príncipe Eugenio de Suecia y continuada en las princesas Hohenzollern.

Es lástima que el privilegio que disfrutamos los españoles por ahora, de ausencia de los coros oficiales del momento, no sirva también para que los escaparates de nuestras librerías no se cubran diariamente de este engorde internacional para cretinos que es la literatura propagandística de postguerra. Sin embargo, es posible que exista alguna razón por nosotros ignorada para que esto suceda. Lo que resulta de verdad grave es la intervención de espontáneos españoles en hacer «peridant», por la parte une les toca, con estos productos de importación, intervención que supone el combinar la desvergüenza del que escribe y la estulticia del que devora. En el caso presente la colaboración editorial española ha sido realmente fervorosa.

Juan Ignacio Tena


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