Alférez
Madrid, 31 de julio de 1947
Año I, número 6
[página 8]

Radicalismo

Reconozcamos nuestra situación crítica. Estamos tocando ya el fondo de una decadencia prolongada y nos acucia el afán de comenzar a subir, de no seguir descendiendo. Nos rodean ruinas. Los edificios de la cultura, del pensamiento político y social, del concepto de la vida y del mundo, guarecedores del hombre en los últimos decenios, ya no ofrecen abrigo, tienen demasiadas resquebrajaduras. ¿Quién lo ha arruinado? El hombre mismo. Más de un siglo de crítica acerba y demoledora da su fruto. El resumen de muchos programas que gozaron de gran predicamento en la dirección del pensamiento, era únicamente negativo; apenas había un lema cuyo inicio no fuera un «anti». Y ha llegado el momento en que nos han dejado sin nada.

Pero en la nada, entre las ruinas, no pueden vivir mas que los muertos. El mundo no se resigna a la muerte, quiere vivir, porque siente aún en sus entrañas la fuerza del spiraculum vitae, que Dios infundió en la materia y que no se apagará sobre la tierra mientras el Creador no lo haga cesar. Hay que comenzar de nuevo: «Cuando las sociedades se desmoronan, exige la rectitud que, si se quieren restaurar, vuelvan a los principios que les dieron el ser» (León XIII). El grito de la juventud actual manifiesta unas capacidades creadoras y una energía constructiva decisivas. Es la hora del radicalismo sano.

La palabra radicalismo se ha cargado de sentido peyorativo, porque ha sido esgrimida por los revolucionarios destructores, que llegaban hasta los últimos extremos de la negación. Pero tiene otro sentido fecundo, cuando la revolución significa «re-evolución», un nuevo nacimiento y un desenvolvimiento bueno de los valores puros. Radicalismo constructor significa ir a buscar en las hondas raíces siempre sanas la regeneración del ser.

Es preciso pensar en abandonar la excesiva crítica, que atrae, sin duda, pero que nunca permite adelantar. Criticamos demasiado lo pretérito. Hay muchas cosas aprovechables en lo pasado, piedras sillares insubstituibles para cualquier edificio que queramos levantar, arcos bellísimos y columnas firmes. La ruina provino en gran parte por querer prescindir de esas piezas sólidas y centrales. Y, sobre todo, por haber querido poner otro cimiento distinto del que señaló San Pablo como puesto por Dios a toda elevación humana y por ende a toda la civilización y cultura de Occidente, Cristo Jesús. Desde el Renacimiento –¿no merecería calificársele, en sus aspectos paganos de «re-fenecimiento»– hay un intento perseverante de construir sobre el hombre lo que había estado cimentado en Dios. Por eso la ruina. Puede aceptarse la exclusión y la substitución de lo viejo, lo gastado e inservible: pero conservemos lo antiguo, que es lo mismo que decir lo eterno.

Y criticamos demasiado lo nuevo, lo reciente, lo que nosotros mismos hemos hecho. Padecemos de «penelopeísmo». Apenas iniciada una obra, surgen por doquier mil críticos que, diciendo quererla más perfecta, la destruyen para comenzar otra. Es muy seductora la postura del perpetuo crítico, pero es profundamente estéril. Tras de un aparente deseo de buscar un ideal perfecto, en realidad, se esconde un pesimismo nefasto y cómodo. Es más sencillo sentarse, desdeñando los intentos de quienes trabajan, por encontrarlos siempre incompletos o con alguna mácula, que laborar con entusiasmo en la construcción. Si no podemos obtener lo perfecto, busquemos lo mejor, lo bueno de cada día y de cada cosa. La crítica debe ser el fino buril que perfecciona la talla, no la brutal azuela que borra todo rasgo. Con ésta en la mano, para aplicarla a todo intento, terminaremos por quedarnos sin madera, o por hacer una figurita minúscula.

Nos faltan arquitectos. Nuestra generación no ha producido aún el genio conductor. Muchos no quieren hacer nada mientras no surja, dispuestos, según dicen, a seguirle en cuanto brille su luz. ¿Debemos seguir esperando? ¿Es necesario ese genio? ¿Es, siquiera, conveniente? Más aún: ¿es posible hoy? Esa fiebre crítica que padecemos, ¿no corta demasiado pronto las alas de quienes parecen prometer vuelos aguileños? El influjo profundo y universalista de los genios de antaño cada día se hace más difícil, por la falta de unidad de una cultura tan vasta que ningún hombre puede dominar.

Esperar, por otra parte, en un genio es continuar edificando sobre el hombre. Es esperar que otro realice el trabajo. Tenemos que curarnos de la confianza excesiva en el hombre, maldecida por Dios en Jeremías. No necesitamos de un genio que allane demasiado el camino; nos estorbaría, favoreciendo nuestra pereza, impidiendo muchos esfuerzos individuales. Por eso Dios no nos lo manda. La aparición de los genios en la Historia está cuidadosamente determinado por la Providencia; aparecen cuando deben aparecer y para cumplir una misión definida. Cuando Dios calla, es porque quiere que la evolución, el progreso y la salvación purificadora que está siempre en marcha, sea realizada por los hombres de cada día, vulgares, diminutos, pero que, si saben juntar sus esfuerzos bajo la mirada de Dios, pueden realizar grandes cosas.

El genio verdaderamente benéfico en la hora actual sería el que nos convenciese plenamente de que hemos de trabajar todos y de que es Dios la única fuente de la verdad y de la energía que necesitamos para nuestro pensamiento y para nuestra acción. El que nos afincase bien en el alma que hemos de sacarlo todo de la plenitud del Padre, de la luz del Verbo y del fuego del Espíritu Santo. Y esto podemos aprenderlo y buscarlo por nuestra cuenta, sin necesidad de ningún genio.

Pero es que, además, existe el arquitecto genial que sabe lo que ha de hacerse. Es Jesucristo que vive, piensa, orienta y modela el mundo, el Reino por el que dio su sangre, que no abandona nunca, cuidándole desde su Iglesia. Él constituyó, por medio de ella, la primera civilización suya y la gran Europa, que hoy se derrumba, porque se creyó capaz de vivir sin Él, contra Él. Y Jesucristo, también por medio de su Iglesia, construirá una nueva civilización, si somos capaces de obedecerle con fidelidad. Quizá no exista en el momento presente un hombre que comprenda todo el plan: no importa. Tampoco lo hubo antaño. Cada uno tiene una misión parcial, de labrar un sillar, de aportar aunque no sea sino un granito de arena para el edificio, y todo va aprovechándose para el gran conjunto que sólo con perspectiva de siglos puede contemplarse. Pasan los hombres y sus generaciones, pero permanece la mente eterna de Cristo, pervive siempre la unidad en su Iglesia, que es comunidad perpetuamente joven con un solo Verbo, con un inagotable y fresco Amor del Espíritu que la anima.

Nuestra misión consiste, lo primero, en tener plena confianza en Jesucristo y en su Iglesia. En que Él sabe lo que ha de hacerse y en que quiere hacerlo, porque ama al mundo, a los hombres, y quiere salvarlos, redimiéndolos cada día uno a uno. Una confianza que nos obligue a una entrega alegre y total de cuanto somos y podemos, que no nos permita dudar jamás del triunfo último, pase lo que pase, por reducido que veamos el ejército de los leales.

Después es necesario hacernos obedientes a sus mandatos. Para ello precisamos ser humildes, reconocer que nada sabemos, que nada podemos sin Él: «sin mí nada podéis hacer», que le necesitamos para comenzar, para continuar, para concluir. Nos está enseñando nuestra incapacidad, y no queremos aprender la lección. Los prohombres del mundo se reúnen en asambleas, en grandes comisiones internacionales, en congresos y juntas. Y se separan sin hacer nada, ni siquiera saben confesar su impotencia y pedir a Dios. Nadie espera ya de ellos una solución, en la que ellos mismos no creen, porque lo desconocen todo, hasta el mismo problema. Existen por doquier problemas en el mundo, en la vida individual y en todos los órdenes de la social, en el político, en el económico, en el moral. Pero todos estos problemas no son sino destellos de uno sólo y gran problema: ¿Cuál es el destino del hombre y del mundo? No quieren obedecer al trazado por el Creador, y, si éste no se atiende, el mundo queda sin destino, sus timoneles no saben qué ruta tomar, y la embarcación queda a merced de los vientos y de las olas de cada día, que terminarán por destrozarla.

Y es preciso, por último, tener paciencia para mirar sin desaliento que no llega la arribada final al puerto. El deseo de contemplar un triunfo definitivo es desalentador, porque ese triunfo estable no llegará hasta el fin de los siglos, que siempre queda muy lejos para la vida de cada generación y de cada individuo. Pero el destino de cada uno, de cada persona, puede cumplirse con plenitud en cada vida, quedando engarzado en el destino común. Llegará el día en que también participemos del triunfo social, colectivo, universal y para siempre, del bien. De momento conformémonos con triunfar en nosotros mismos y con ser luchadores de la buena causa, que caerán en la batalla pero, que mueren contentos de haber formado bajo su bandera y que amaron y lo dieron todo por la victoria.

César Vaca, O.S.A.


www.filosofia.org Proyecto filosofía en español
© 2001 www.filosofia.org
La revista Alférez
índice general · índice de autores
1940-1949
Hemeroteca