Alférez
Madrid, 31 de julio de 1947
Año I, número 6
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Ética y mítica del cine

No hemos de resignarnos a considerar el cine como un fenómeno intrascendente de puro esparcimiento. Hay en él, ante todo, una dimensión fundamental y ética, cuyo signo le viene dado naturalmente por la índole del humanismo que él ofrece desde la pantalla, el cual, por añadidura, contiene módulos fatalmente ejemplarizantes. Se dan también en él, por otra parte, modalidades que lo erigen en portavoz de las creaciones de la fantasía, por lo cual resulta lícito considerarlo también bajo la especie de agente plasmador de mitos. Desde cualquiera de ambos puntos de vista se nos plantea un enjuiciamiento del cine hic et nunc, del cine como fenómeno cultural inserto en una época; al margen, por tanto, de su peculiar sustancia estética. Aquella dimensión y esas modalidades son precisamente lo que nos empuja a la consideración del «ethos» y del «mythos» subyacentes en el diario fenómeno del cine. Aunque sólo fuera como compensación de lo mucho que a todas horas se habla de su estética, vendrá bien aludir aquí a su ética y su mítica. Claro es que al hablar de la ética del cine apuntarnos a realidades suyas que se sitúan, conceptualmente, más allá y por encima de su específica moralidad. Sin duda es, necesaria y benemérita toda la campana que con creciente impulso viene librándose desde el lado católico, e incluso desde ángulos protestantes y aun laicos, contra la inmoralidad exhibida en la pantalla. Pero sería absurdo esperarlo todo de semejante campaña de saneamiento, en especial si ésta se limita a medir centímetros de desnudez y grados de evidencia en el adulterio, procediendo por meras amputaciones y erigiendo en criterio sustantivo la casuística. Lo verdaderamente problemático e inquietante del cine es, a este respecto, el clima general, su torso ético y el tonelaje de humanidad a que sirve de expresión.

Todo ello guarda relación con el ethos de la época, en cuanto que ella implica una cierta disposición de ánimo para la selección de bienes, fines, normas y valores. Querámoslo o no, el cine es un amplio producto cultural de nuestro tiempo; como tal contiene una semántica determinada, y es una vasta onda que por razones psicogenéticas tiene situado el epicentro en zonas de mente y de sensibilidad características del hombre norteamericano. Así, no es de extrañar que formen parte de su ethos normal ingredientes tales como la puritana concepción del éxito en la vida como prenda de predestinación, la sustitución del ideal cristiano de la caridad por el vagaroso y teísta del altruismo, la prédica del confort corno necesidad, la supresión o tergiversación del factor «pecado original», la veneración materialista del elemento cuantitativo expresado en el «récord», y tantas otras realidades de signo semejante.

El cine, además, ha dado vida a una curiosa fauna mitológica, y si nuestra época no se ha aplicado todavía a clasificarla –y mucho menos a buscarle su último sentido, ello sólo demuestra, en definitiva, que esos mitos no están todavía saturados de irrealidad ni desinflados ante la conciencia contemporánea, va que sólo cuando el mito deja de ser vivencia empieza a convertirse en objeto de análisis y de filología; entre los griegos, «mythos» sólo fue sinónimo de «ficción» al cabo de los siglos. La mitificación, en ese caso, no ha consistido solamente en el hecho de que el cine haya conferido a su sintérpetes reales una consideración de celebridad semidivina, sino antes y sobre todo en la plasmación de toda una caterva de prototipos dotados de esa estereotipación que es patrimonio del ser mítico. En muchos casos, ciertamente, el ente mitificado no aparece bajo un nombre propio, mas no por eso carece de sustancia de tal: una Afrodita y un Apolo despojados del tuétano religioso no faltan nunca en las películas. Otras veces, el proceso de mitificación está concluso y ha logrado bautismo y nombre propio: es el caso, entre otros, de esa bestia naturalmente buena y rusoniana que atiende por el nombre de Tarzán.

Pero un mito, todo mito, es expresión de la actitud de un pueblo ante la vida. No es un azar que Ulises sea griego, Fausto alemán o español Don Quijote. Y los mitos rezuman una veracidad psicológica, en el sentido de que todo acervo mítico arguye siempre un ideal yacente en las almas que le dan pábulo y vida, confesando a través de él sus necesidades imaginativas, que son siempre necesidades reales. Por eso, conocer la fantasía de todo un pueblo es ya conocer mucho de la realidad anímica más íntima de ese pueblo. Románticamente, Nietzsche interpretó la emergencia del mito trágico griego corno una «necesidad de lo horrible», síntoma de un exceso de vitalidad del alma helénica. ¿Qué necesidades y qué síntomas ofrecerían los mitos forjados en el cine norteamericano? En unas consideraciones tan necesariamente inexhaustivas corno éstas no cabe sentenciar, aunque muchas veces den ganas de pensar en una necesidad de la exaltación cuantitativa, otras en una especie de necesidad de lo paradisíaco y algunas en una mera necesidad de lo estúpido.

En todo caso, y esto es lo más cierto y grave, la ética y la mítica de ese cine contrastan claramente con las de nuestros pueblos hispánicos, que se hallan sometidos, por desdicha, al incesante bombardeo de su influjo. Es verdad que lo español posee un carácter rotundamente diferenciado y que Keyserling está en lo cierto al afirmar que «el español es cultura ética hecho carne»; pero el contagio ronda siempre en las esferas de la voluntad y de la fantasía. A la larga, ¿qué efectos pueden producir en esos viejos pueblos hispánicos, junto a la piedra antigua de los edificios, los carteles del cine? He aquí un problema que no queda zanjado con los habituales tijeretazos en el celuloide ni con campañas de moralidad. Si no sabemos resolverlo planteémoslo, al menos, con toda la claridad posible.

Angel Álvarez de Miranda


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