Alférez
Madrid, 31 de julio de 1947
Año I, número 6
[páginas 1-2]

Hijos de la clase media

¿Podemos sacar alguna conclusión del hecho, repetidamente comprobado, de que los universitarios españoles de hoy suelen buscar ocupaciones que, aparte de beneficiarles económicamente, les impiden dedicarse al estudio con la exclusividad con que lo hicieron sus padres, los universitarios españoles de hace varios lustros? Creo que sí. Porque tal costumbre, cada día más extendida, indica que nosotros, los hijos de la clase media, participamos de la profunda crisis que amenaza acabar muy pronto con esta clase media, hiriendo tal vez de muerte a la civilización cristiana occidental en que substancialmente está incursa. Bien merece esta situación, en la que nos jugamos nuestra misma existencia colectiva, al menos bajo las formas tradicionales, que a su torno hilvanemos algunas consideraciones, luego de empezar por escudriñar sobre la misma naturaleza de la cosa.

Con un criterio negativo, llamamos clase media a lo que no es aristocracia sin ser tampoco proletariado. Concuerda esta visión con su especial carácter de ente intermedio, de doble excrecencia surgida por el roce entre el patriciado y la plebe con la intención precisa de suavizar este rozamiento y gestar una zona de convivencia. Es, así, la clase media una especie de bolsa sinovial para las articulaciones sociales. En ella actúan fuerzas, centrípetas las unas, centrífugas las otras, que lanzan hacia su seno o expelen del mismo elementos humanos; y es de notar que las épocas inestables como la nuestra coinciden con una elevación de intensidad en las fuerzas centrifugadoras, porque la clase media, entendida del modo positivo que luego veremos, requiere de la paz propia de las épocas serenas para enriquecerse con nuevos individuos, con nuevas moléculas sociales.

En este sentido negativo, siempre existieron, en mayor o menor cuantía, hombres mediales, verdadera prehistoria de la clase medía. Pero la agrupación de los mismos como auténtica clase, dotada de fisonomía propia, requiere circunstancias positivas que para producirse, por ejemplo, en Francia, necesitaron el estallido de una Revolución como la de 1789.

Como nota fundamental en el terreno económico encontramos en la clase media la de posesión de un patrimonio, conjunto de bienes que permiten a cada familia encontrar en ellos un desahogo suficiente como para no depender exclusivamente del sueldo periódico, pero no suficiente para vivir de sus rentas durante un lapso algo dilatado. Económicamente, esta nota es, pues, estrictamente medial. Ni tanto dinero como la aristocracia, ni tan poco como el proletariado. La agudeza hispana llamó a esto, tener un pasar. Un nuestro amigo afirma irónicamente que el Estado no paga a sus funcionarios un sueldo para que vivan, sino que simplemente les gratifica, imaginando que tendrán por su cuenta medios para subsistir. En la época áurea, ya pasada, de la clase media, al Estado no le faltaba razón para proceder así. La posesión de un patrimonio era, en efecto, la nota quizá más destacada de la familia de clase media y, sin duda, la que más uniformemente alcanzaba a sus miembros, diversificados profesional, y aun espiritualmente, en ciudadanos y campesinos, militares y civiles, eclesiásticos y seglares, trabajadores manuales e intelectuales, industriales y comerciantes, técnicos y empleados, gentes, en fin, de diferentes funciones sociales a las que agrupaba y clasificaba este común denominador económico. En Francia, en donde el brillo del Rey Sol no iluminaba la aurea mediocritas de una clase media inexistente y sí, sólo, el trabajo intelectual de algunos elementos mediales a los que no unificaba esta circunstancia patrimonial, una sangrienta Revolución elevó a los más hábiles individuos del tercer estado, los dotó económicamente mediante la asignación de los bienes del alto clero y de la nobleza y formó con ellos una clase media, en cuyas manos están, desde entonces, los destinos de aquel país. Contra esa clase se alza hoy el proletariado y de ella han salido, igualmente, los nuevos aristócratas del dinero que en casi todas las naciones han sustituido a los viejos aristócratas de la sangre. En España, para no alargar más estas glosas históricas, la existencia de un mayor núcleo medial no hizo precisa esta Revolución; pero aun así, la desamortización no fue sino un pálido coletazo de aquellos asignados franceses y sus efectos, en menor escala, fueron los mismos.

Tal vez, de poco serviría esta posesión material de bienes de fortuna sin la segunda gran característica que, ahora en el terreno espiritual, informa, pero no uniforma, a la clase media: me refiero a su tremenda fertilidad intelectual. En muchos aspectos, ésta proviene de que se le han incorporado individuos de las otras dos clases: del proletariado, porque quien de él poseía grandes cualidades no encontraba allí ambiente propicio para desenvolverlas; de la aristocracia, porque los nuevos ricos sin blasones, pero con talegas, tampoco hacen grata la estancia entre sus filas a los nobles de cultivado espíritu, pero escasos de peculio, a muchos de los cuales hemos visto dejar, incluso, el empleo de su título para mezclarse entre los núcleos de la clase media, con su breve patrimonio y su profesión liberal en las tarjetas de visita. Además, cualidades intrínsecas han entregado a la clase media los puestos directivos del acaecer social: su religiosidad profunda, su inteligente patriotismo, su pura vida familiar, su preparación universitaria, su sencillez y elegancia de costumbres, su espíritu de trabajo y de iniciativa, su movilidad social, su relativo desahogo económico junto a su cercanía a los problemas de las masas humildes, sus mismos servicios como creadora y encauzadora del pensar, advirtieron en los hombres de esta clase media contemporánea una especial aptitud para el gobierno de los pueblos. Ellos, al fin, en todo caso aquellos pensadores prerrevolucionarios de la Enciclopedia, habían fundado el nuevo estado de cosas: a ellos correspondía encauzarlo. En todos los puestos de responsabilidad, la antigua minoría aristocrática dejó el paso a una mayor minoría burguesa, más apta, incluso numéricamente, para la creciente complejidad de la burocracia contemporánea: la carrera diplomática, antaño reservada a ciertos ilustres apellidos, es un claro ejemplo de esta medialización de la vida pública.

No caeré en la pedantería de juzgar con objetividad si el camino emprendido por aquella clase media de hace siglo y medio fue bueno o malo para la Humanidad; al fin y al cabo, también a nosotros, los hijos de la clase media, debe sernos permitido enjuiciar los hechos desde nuestro punto de vista. El camino fue el liberalismo. En lo político, cada cual, rico o pobre, era dueño de su pensamiento, y esto satisfacía mucho en aquellos tiempos. Pero en lo económico, la nueva aristocracia del dinero organizó la Edad Contemporánea para el disfrute de unos pocos. Estos pocos vieron en las masas proletarias el grueso y en las minorías mediales la flor y nata de sus siervos. Para ello, al prototipo de la clase media manual, sea, por ejemplo, el dueño de un pequeño taller, le quitan a través de la competencia su patrimonio, su taller, y le proletarizan bajo la engolada denominación de obrero especializado. Al prototipo de la clase media intelectual útil sea, por ejemplo, el ingeniero, le valoran en más, permitiéndole el uso diario de la corbata, tremenda divisoria de nuestros días, y en todo caso le cambian el hotelito que poseía por unas acciones en la inmobiliaria –es un decir de circunstancias– que ellos controlan. Y al prototipo de la clase media intelectual inútil, sea, por ejemplo, el profesor de Filosofía, le fijan en el mejor de los casos un sueldo no muy sobrado como castizo a su desoladora inutilidad crematística. Con esta división tripartita la nueva plutocracia, hija del liberalismo político y madre del despotismo económico, cree tener asegurada esta situación de privilegio.

La inquietud y desazón de la clase media ante el fraude cometido a costa de su liberalismo y cuyo autor y beneficiario fue el capitalismo, dieron por resultado una brusca oscilación hacia el margen proletario, al que viene llamándose la izquierda. Fue la clase media quien guió la represalia de la inferior, incapaz de pensar por sí misma. Poco más de medio siglo después del apogeo liberalista, un hombre de la clase media intelectual inútil lanzó el Manifiesto comunista, donde propugnaba la formación de una única clase. La ilusión de la clase media en que aquel fuera su movimiento, quebró, sin embargo, muy pronto. Igual que el capitalismo, el proletariado trató de utilizar a la clase que lo había despertado de su sopor. Lenin no habló ya de una sola clase, sino de una inmediata dictadura del proletariado. Salvo algún que otro elemento de la clase media, escindido de ella por su misma movilidad interior y que fue aprovechado por la izquierda como antes por la derecha, la clase media advirtió bien pronto que aquella no era su oportunidad. Heridos por el capitalismo en su faceta económica, el comunismo trataba ahora de matar su faceta espiritual: religión, familia, libertad intelectual, independencia de costumbres, iniciativa personal, propiedad privada, hechos todos fundamentales para su existencia y amenazados de nuevo con ser masivamente pisoteados.

Una inmensa desarmonía en el espacio y en el tiempo preside la concreción del proceso histórico cuyas líneas generales trazo con mi visión de clase media. Por ello, en unos países antes, en otros después, en otros tal vez nunca, se produjo la tercera reacción, aquella ideología ni capitalista ni comunista que me atrevo a calificar como propia y definitiva de esta mentalidad de la clase media. No de toda ella, que su escisión parece irremediable desde que el grueso de su sector manual –según la clasificación que antes esbocé– se pasó al proletariado y el grueso de su sector intelectual útil (técnico) se pasó a la plutocracia, que le pagaba. La reacción final, dotada pronto de un pensamiento, de unas afirmaciones, de una doctrina positiva, provino del sector intelectual inútil que paradójicamente probó así la suprema eficacia de la Sociología, la Teoría política y económica, la Historia y la Filosofía, como rectores de la política inmediata.

No voy a enjuiciar estas ideologías, universalmente vituperadas hoy con el remoquete de totalitarias por la victoria militar de dos ideologías, aún más enemigas entre sí que lo fueron de las derrotadas. Si sobre el capitalismo y el comunismo es posible generalizar por su proclamado internacionalismo, la reacción de la clase media es tan propia de cada nación, se deriva tanto de la entraña de cada pueblo en todas sus afirmaciones, que resulta imposible decir de ellas en común otra cosa sino que son una reacción de cada Patria contra dos estados apátridas de la sociedad igualmente injustos. Lo cual es poco decir para caer en el atrevimiento de englobarlas en un solo saco de ideas. Lo único que quiero destacar es que tanto la minoría dirigente y creadora, como la primera oleada humana contagiada por su entusiasmo pertenecen a la clase media y cualifican a estos movimientos como típicamente mediales. Ello es natural, primero porque en ellos se hermanan preocupaciones –la supremacía del espíritu, la justicia social, el destino de la Patria– que yacen latentes en la clase media, adonde las llevan y proclaman hombres de todos los orígenes, y segundo, porque la repulsa dada por la clase media al capitalismo y al comunismo propiciaba el abrazo a una tercera solución. Es curioso notar que, en muchos casos, el creador de un movimiento de este tipo no procede de la clase media, lo que se debe a que, perteneciendo por temperamento o formación a aquélla, padece más por habitar en un ambiente hostil a su personalidad. Surgido –de donde quiera que sea– el jefe y enunciados los principios básicos, la mejor clase media, la juventud, se engancha al nuevo movimiento; e instintivamente coadyuva a ello la seguridad fisiológica de que por uno y otro bando una misma desaparición la amenaza.

No sería justo culpar de esta gradual desaparición de nuestra clase a las que nos marginan, sin pensar que en nosotros mismos radica buena parte del conjunto de causas que en esa tesitura nos han colocado. Económicamente, un defecto de mala organización traducido en el reparto de la herencia entre todos los hijos –lo que conduce a una minimización tal del patrimonio que llega a hacerlo inservible ni siquiera como apoyo subsidiario– da por resultado que hoy un número creciente de gentes que siguen llamándose de la clase media, viven absolutamente al día, trabajando incluso la madre y los hijos, cosa no vista en la época áurea de nuestra clase. Probablemente, el régimen tradicional de mayorazgos no hubiera conducido a este punto. Acusamos también a nuestra clase de una insolidaridad espiritual manifiesta, en cuya virtud dos sectores tan grandes como el manual y el técnico han sido absorbidos, respectivamente, por la mentalidad de las otras dos clases; insolidaridad que viene derivada probablemente de la pérdida del sentido de misión en la sociedad, que un tiempo tuvieron. ¡Quién sabe si también el agnosticismo liberal a que se abrazaron fatalmente en su día no sea el culpable de ello! Contra esto lucha la ideología nacionalista que he justificado como típica de la clase media. Y lucha también contra otra lacra, infinitamente más grave: la falta progresiva de las antiguas virtudes que sin duda tuvieron parte importante en su preeminencia pasada. Entre la frivolidad de los de arriba y la zafiedad de los de abajo, una conjura universal pretende terminar con la delicadeza propia de nuestros abuelos.

Sin embargo, y pensando ahora ya en nuestra Patria, podemos afirmar que si el patrimonio material de su clase media está en quiebra, su patrimonio espiritual, su bondad moral y su fecundidad intelectual, persisten con no humillada lozanía. Esto lo sabe ella misma y lo saben sus colaterales que la obligan, pon su propio respeto, a mantener un tono de vida para el que económicamente está cada vez menos capacitada. Y es sobre ese alto nivel ético e inteligente sobre el que se asienta mi esperanza de que, al fin, nos tocará a los hijos de la clase media resolver otra vez las rutas de los hombres. Incluso las rutas políticas, las maneras diarias del ser del Estado. Por el momento, una tarea nos compite, sin remedio: mejorar la sociedad, que está antes del Estado, que es su posibilidad de perfección. Por olvidar en gran parte que la sociedad está compuesta de muchos, muchísimos hombres a los que es preciso purificar y elevar, falló tal vez en más de un país la ejecución de planes políticos tan perfectamente concebidos por una minoría excesivamente minoritaria.

Hay quien estima ya como irremediable la desaparición de la clase media. Algunos de sus hijos creemos, sin embargo, más difícil la supervivencia de un mundo sin clase media que la supervivencia de un mundo con ella. Ni la experiencia capitalista ni la experiencia comunista nos animan a compartir sus frutos. Al fin, todo depende de sus propios méritos, que hoy se cifran en una labor cerca de la sociedad. Como factor de estabilidad, como sostenimiento de una era segura de sí misma, la clase media podrá de paso, encontrar el remedio a sus propios males en esa situación tan difícil como imprescindible de ente intermedio, suavizador de lo excesivo y estimulante de lo apocado, en que viene hallándose hace siglo y medio. Si tal cosa no ocurre, habrá dado comienzo una nueva Edad en la Historia.

De cualquier manera, este tema sólo puede tratarse de un modo: interrogando siempre. Y, desde luego, se resume así: ¿Seremos nosotros –hijos de la clase media– la clase media del mañana?

Carlos Robles Piquer.


www.filosofia.org Proyecto filosofía en español
© 2001 www.filosofia.org
La revista Alférez
índice general · índice de autores
1940-1949
Hemeroteca