Alférez
Madrid, 30 de junio de 1947
Año I, número 5
[página 7]

Teología militante

De todas partes le gritan al teólogo apremiadoras exigencias. Ello es justo. A nadie incumben tan arduos y universales deberes. Desde su cima inasequible, la teología, otrora, fue reina de todos los saberes y estaba presente en ellos dándoles unidad y jerarquía, vigencia y gracia sobrehumana.

A la postrera pregunta ineludible que de cualquiera acto de hombre se exhala inexorablemente, sólo la teología puede otorgar respuesta aquietadora. Por algún tiempo, el hombre, instalado en provisionales creencias –moradas temporales–, pudo, en los siglos inmediatos, pensar y vivir a espaldas de la teología. Al fin, agotadas todas las próximas razones, se ha encontrado –«epílogo del alma desilusionada»– con un doloroso desencanto. También con la instancia infinita... Hoy las almas, muchas almas, se hallan conturbadas; buscan con honda desazón interior.

Para no pocos, son almas que quieren volver. Yo no sé si quieren volver. Pienso sólo que quieren encontrar. Desde el fondo desolado de sí mismas, buscan. Esto es todo. Buscan también desde unos determinados supuestos intelectuales, desde una peculiar dimensión de su espíritu.

Lo peor que, a mi juicio, puede acaecer es que a éste afán de búsqueda se le crea simplemente un retorno. Cuando se piensa en un retorno hay muchas veces el orgullo de creer que vuelven los que se descarriaron. Sólo ellos. Y que vuelven a lo nuestro. Hay, además, un instinto de perezosa comodidad. Nosotros no necesitamos volver. En esto estriba la radical equivocación. Primero, porque, para muchos, no es una vuelta, sino escuetamente una venida. Históricamente, acaso puedan ellos tener ascendencia de pródigos. Son hijos espirituales de los que, un día, abandonaron el paterno hogar. Sin embargo, aparte de que en este pecado histórico no les cabe a ellos responsabilidad propia, no puede tampoco olvidarse que son ya hijos de una situación nueva, y, aparentemente, al menos, desligada de la antigua. En su consciencia, desde luego. Desde esta nueva situación y desde el más hondo anhelo que brota del «fondo insobornable» de sí mismos –anhelo radicalmente insatisfecho– vienen. Pero vienen desde sí mismos, sin ninguna apelación a un supuesto o precedente cultural anterior. Es decir, vienen con toda la novedad humana que ellos representan, a encararse con la verdad. Primero, con la verdad. Después –es posible– con la verdad católica. Por eso, esta venida no puede decirse a lo nuestro. En todo caso, a aquello que es patrimonio común. Se trata, pues, de lo objetivo, de lo que está por encima de cualquiera humana motivación o variación. No de lo nuestro, sino de lo de todos.

Entonces tendríamos que preguntarnos: ¿en qué sentido pudieran llamarse pródigos? Lo son en tanto abandonaron las creencias cristianas. (Ellos o sus padres.) Pero, ¿lo son también en tanto derivaron por nuevos cauces intelectuales? Todavía desde este punto de vista pudieran serlo, en cuanto les faltó fidelidad a aquellas normas fundamentales objetivas que la humana naturaleza impone necesariamente. Desde otros puntos de vista pudiera ser que no. En cambio, pudiera acaecer que quienes faltaron a la fidelidad fueran los que se quedaron. Quedarse es también un modo de ser infieles, cuando caminar resulta un primordial deber. La fidelidad del hombre a sí mismo o a la naturaleza está, no en detenerse, pretendiendo así ser sí mismo, sino en conquistar cada día, por sus pasos justos, esa difícil mismidad.

He aquí por qué volver sólo puede entenderse en un determinado sentido. Se vuelve a los motivos, a las razones inmutables. Pero se vuelve desde otra dimensión, desde otra profundidad humana. No se puede sobrepasar la verdad, pero sí el modo y el estilo de poseerla. La más urgente empresa a que hay debe entregarse el teólogo es éste, por ventura: situarse en aquella línea de viva y candente, humanidad desde donde los problemas disparan cada día sus nuevas, agudas e inquietantes interrogaciones. El teólogo no debe encastillarse en viejas posiciones temporales, dando al humano saber fijeza de eternidad. Lo que de acento humano baya en la teología –¡y hay tanto!– está, como todo lo humano, sujeto a un continuo progreso, y hay que llevarlo a cabo sin fatiga, con amor de perfección.

Si no fuera inoportuno en una publicación de esta índole, yo me pararía ahora a exponer acerca de esto algunas consideraciones graves.

Hay algo, sin embargo, que no puedo menos de aludir. Desde muchos confines se oyen ahora voces de alerta y de admonición acerca de un peligro serio que se cierne sobre la teología y sobre todo el pensamiento católico: el renaciente error modernista. No puede negarse que el peligro sea verdadero. Los brotes son ya muchos bajo aspectos varios. Cabe preguntar, no obstante: supuesto que ningún ningún error obedece a caprichosa ocurrencia, sino a determinada coyuntura o avatar históricos, ¿no habría que pensar, dentro de los límites justos, en dar satisfacción a la humana necesidad que ese error representa?

El modernismo fue, en buen hora, condenado por S. S. Pío X. Se cerró así el camino –desde el lado dogmático– al error religioso. La Iglesia no podía hacer más. La instancia humana, sin embargo, no estaba, por eso, cumplida. Continuaba –continúa– ahí golpeando insistentemente no sólo a la intelectual curiosidad, sino a un profundo anhelo interior. No basta combatir la herejía, es menester, además, advertir delicadamente lo que en ella haya no solo de fragmentaria verdad, sino –lo que más importa– de válida actitud humana. Porque es desde el hombre, precisamente, desde ese hombre que va ganando etapas en la epifanía de sí mismo, desde donde, en último término, tiene que hallar humana comprensión la verdad religiosa.

He aquí una tarea que está exigiendo hoy al teólogo prudencia, pero también denuedo. Nunca se ganó nada con inconsultas timideces; ni con cobardes repliegues se hizo jamás ninguna alegre conquista. Sé hasta qué punto la temeridad es un riesgo. Pero a nadie se incita a ser temerario, sino, sencillamente, a ser valeroso. Porque pudiera ser que a Celestino VI, el imaginado Pontífice papiniano, no le faltara un buen por qué de razón, cuando en una de sus «cartas» escribe a los teólogos: «mis antecesores os han aconsejado prudencia porque la mayor parte de vosotros era, en otros tiempos, atrevida; pero hoy que estáis bostezando en el mar muerto de la indiferencia y de la monotonía os exhorto a la audacia». Pío XII, si no de esta manera, ha dicho también algo a este propósito.

Una cosa conviene hacer notar. La progresiva interiorización del hombre le ha llevado a una peculiar situación metafísica. Podemos asegurar que el pensamiento filosófico se mueve hoy más bajo el signo heracliteo que bajo el signo permenidiano. Sobre estos dos polos tan opuestos, pero tan reales –y tan complementarios– ha girado siempre la filosofía, aunque determinadas posiciones hayan acentuado más uno que otro.

El haberse metido el hombre tan dentro de sí le ha hecho al fin, encontrarse con la vena fluyente de su vida. A través de esa rica y movediza corriente le ha asaltado al hombre un problema angustioso: el problema de la historia. Pero no la historia como saber o como simple acaecimiento, sino la historia corno dimensión íntima del ser mismo.

Ahora bien; es claro que éste es un problema rigurosamente humano, ya que sólo el hombre puede decirse, con verdad, ser histórico. Problema, por otra parte, enteramente ineludible, del cual el teólogo debe ocuparse hoy.

Quizá la teología se ha mantenido con exceso en la contemplación de las formas puras. Quizás ha sido en demasía permenidiana. Un poco de heraclitismo la hubiera estado bien. Cierto, la teología española de nuestro gran siglo fue algún comienzo para ello. Venía después de la Reforma protestante. Acaso el temperamento español ayudara un poco. Molina y su corriente, y de rechazo o por oposición los demás hicieron en este punto buen oficio. Que no se nos diga ahora, como reproche indocto, que la teología nuestra se preocupó demasiado de la gracia actual y muy poco de la santificante, que dio un puesto demasiado relevante a la acción. La mística española, poniendo también en primer plano al hombre –su fenomenología psíquica–, pudo dar un fuerte impulso a esta tendencia.

Hoy la mística empieza también a ser preocupación de teólogos, y acaso sea ésta buena sazón para hacer a la teología más vital –que nadie se escandalice inútilmente de esta palabra– y meter justamente dentro de ella el problema del ser histórico. No se trata de disolver el ser en pura historia. Se trata sólo de afirmar el ser, pero también la historia. El ser de las cosas y el ser del hombre. Claro que, al mismo tiempo, el ágil ritmo con que este ser se mueve.

Porque el hombre es permanencia, pero también movilidad. Naturaleza y aventura, ha dicho alguien. Fidelidad, pero también andadura, progreso. ¡Ah cuántas cuestiones: referentes a la realidad de Cristo y de la gracia, por ejemplo, quedarían sorprendentemente iluminadas contempladas a esta luz!

Pero yo con todo esto no he intentado más que una incitación, una llamada. Hacer ver que el teólogo, si ha vivir bajo especie de eternidad, no debe tampoco olvidarse que se muere bajo especie de tiempo: que el tiempo le insta con sus constantes apreturas. Y, en fin, recordar aquellas palabras de Papini: «No es verdad que todo esté ya dicho y que río podamos ser sino portavoces de los muertos. Cada siglo comienza de nuevo el caminar del espíritu.»

Augusto Andrés Ortega, C. M. F.


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