Alférez
Madrid, 31 de mayo de 1947
Año I, número 4
[página 8]

Carta a Alférez

Hubiera preferido, amigo Carvajal, otra hora, o mejor dicho, otro santo, por ejemplo, San Miguel.

Los predestinacionistas medievales, los reformadores luteranos, Jansenio con su Augustinus, toda inquietud cristiana, hasta la contemporánea ha buscado en la genialidad de Agustín un abogado de su rebeldía.

Cierto que en tu atrevido y certero estudio no se trataba de camuflar ningún gesto rebelde, pero tampoco en él se acertaba con el sentido de la obra del santo como solución de nuestro momento cristiano.

Opino que te pasaste en tu visión apasionada; propiamente San Agustín no «conquistó el verbo para el Verbo». ¿Es que el verbo de San Pablo no era órgano de creación artística preñado de fe? Y atendiendo ya al verbo, o sueño como función colectiva, los himnos de Clemente, las voces de Tertuliano, la gravedad de Ambrosio ¿eran todavía cristiandad vestidas de platonismo? Mas de cuatro siglos llevaba la Iglesia hablando y sus hombres escribiendo cuando llegó el africano en un magnífico cenit a completar, no a crear, la auténtica expresión cristiana, lo que tú llamas «sueños», cultura, verbo. Alguien tuvo interés en llamar creador a Agustín, y no fue precisamente ningún católico, ni ningún historiador objetivo.

Ibas a analizar la circunstancia católica en que nacía Alférez e ibas a recetar. Tu análisis iba a resultar exacto y valiente, tu receta audaz y aventurada, y la «farmacia» de Agustín, repito, espejista.

«Tenemos bautizada la vigilia y paganos los sueños.» En actitud de precisar te corregiría, con pérdida de la gallardía y de la rotundez: «vamos bautizando la vigilia, pero todavía los sueños son paganos». Porque la tensión entre vigilia y sueños siempre existió y sólo se puede hablar de más o menos, de estaciones mejor que de vidas o de muertes, primaveras cristianas, estíos, otoños... Por eso te voy a negar la exactitud de la palabra creación cuando hablas de la cristiandad. El único Creador fue el Señor que precisamente descansó el séptimo día.

Y en esta nuestra apenas primavera acusas con valor las dos perezas, típicamente invernales, la que pone afeites de cristiandad a lo pagano y la que pone afeites de actualidad a lo viejo. Y pides crear el caballo salvaje dejándose de titubeos y de remiendos, pides odres nuevos, caldos nuevos y solamente solera de eternidad. Porque «hay pecado en no estar con el curso del tiempo». Ciertamente, exactamente, porque existe este pecado contra el tiempo voy a proponerte que reguemos esforzadamente los tiernos brotes de esta vigilia cristiana y cuidemos la vieja viña de la Iglesia capaz de dar un vino nuevo y eterno para esos nuevos odres que estáis construyendo. ¿No te parece el plan más evangélico y más difícil?

Porque el paralelo histórico estaría mejor entre aquella primavera del XVI (también tan española) y ésta. Las dos nacieron de un invierno frío, con el paganismo del XV o el paganismo del XIX. En las dos la tentación erasmista y la tentación ortegiana, en las dos la pereza nominalista y la pereza que tú acusas. Y en aquélla un grito innovador que cantaba verdades contra todas las perezas y todas las concupiscencias ofreciendo odres y bodega nuevos, vinos y vides nuevas y como única solera, la de San Pablo. Y Martín Lutero cosechó bien.

Entre tanto, por las tierras del Sur, que saben más de fidelidad y fanatismo que de luces e inteligencias, hubo hombres que entendieron la reforma de modo bien distinto. Para bautizar los sueños había que bautizar el alma. Y se pusieron a eso de ser santos, con su monotonía y su intrascendencia, Ignacio, Teresa, Pedro de Alcántara, Carlos Borromeo trabajaban, pero no sobre los papeles sino sobre el alma de los pueblos, sobre las costumbres, dando la religión como vida y no como crítica. Y los colegios jesuíticos, y los carmelos y los seminarios tridentinos fueron avivando el viejo crisma de Europa hasta el estrato profundo de los sueños. Y surgieron aquellos verbos del más recio y puro cristianismo, palabras del P. Granada, de Fray Luis, de nuestro teatro y de nuestros juglares.

Amigo Carvajal, amigo Alférez, en esta nuestra tenue primavera no ha llegado la hora de la inteligencia como forjadora de un nuevo estilo cristiano, es como entonces la hora de la virtud más rigurosa, de la sinceridad más plena y de la fidelidad más dócil a un viejo estilo de ser que recobrado en su profundidad –el Reino de Dios dentro de vosotros está– se abrirá paso en la circunstancia nueva cristianando los sueños y la cultura actual.

Esa es misión de sacerdotes, decís, ¿y la vuestra?

Misión de Alférez. Por algo os hemos saludado todos con tanto alborozo. Por eso seguimos vuestras primeras palabras con ilusión. La masa universitaria con entraña buena y espléndidos valores de escaso cultivo, creía en los Estados Mayores, tenía y tiene magníficos sargentos, sin embargo, el conjunto no acababa de funcionar. Faltaba esa pieza capital: el alférez. Es decir, el hombre que iba a convertir en palabras de ilusión y en magníficas actitudes de arrojo las frías consignas del mando. Más que iniciativas inteligentes, audaces creaciones o planes originales, la misión de alferecía es misión de grito, de pasión y de bandera, de «echar pa alante» con esa carga elemental del paño brillante y el arma entre las manos, despertando a la masa y orientando su fidelidad en servicio de la inteligencia, y todo a fuerza de ejemplaridad, fiel hasta el heroísmo y alegre hasta la elegancia.

Y en frente de su estampa juvenil, el guerrillero con su independencia, el bandolero con su romanticismo o el maquisard con su ineficacia.

Por eso la masa lee con afán eso que decíais de la política demográfica, y eso de la literatura de traición, porque son consignas concretas y siembra de preocupaciones positivas.

Y por eso, termino amigo Carvajal, por eso me dio miedo lo de «La hora de San Agustín»; entendida como hora de creación y hora de inteligencia podría ocultar inconscientemente en su noble afán la semilla de otra hora, la de aquella Luz Bella, principado inteligente de los cielos, que fue vencida por el clamor apasionado de aquel primer y sumo modelo de la fidelidad hecha arrojo.

Por eso mantened vuestro titulo y vuestro patrono: vuestra hora, la del arcángel San Miguel.

José María de Llanos, S. J.


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