Alférez
Madrid, 31 de mayo de 1947
Año I, número 4
[páginas 1-2]

Necesidad de una minoría

Amigo mío: Tu artículo del último número de Alférez alude tan directamente al núcleo de la generación del 36 en que me encuentro, que me he creído en el deber de contestarte, intentando recoger lo que yo creo que es el sentir de muchos de nosotros. Aludo a cuantos, por permanecer en un margen de silencio, de meditación y de trabajo, parece que nos hurtamos, acaso con amargura, a ese servicio para el que bates cajas con preocupado ademán. Hay una razón más, de orden personalísimo ésta, para que así lo haga, y no es otra que la de que, en el primer artículo mío que vio la luz escribiera yo palabras, como las tuyas, de un alférez enamorado de esa tarea minoritaria que propugnas, proclamando la necesidad de esa piña juvenil que iba a colocar sobre las hombreras de su camisa combatiente las alas de una misión constructora de la Patria.

Dimos entonces con nuestro entusiasmo en una minoría ya configurada por gentes de otra edad que la nuestra; entre cuyos moldes parecía florecer aquella gracia y levadura que nuestro Capitán primero dejó no más que en el aire próvido de España. Pareció que bastaba con apuntarse en sus visibles filas, ordenadas de nueva planta tras la criba de la pólvora, y así lo hicimos. Unos veníamos de la prisión y del silencio, otros de los campos sonoros y alegres de la guerra, alguno guardábamos todavía encendida como un sortilegio en el ánimo aquella voz enérgica, dulce y persuasiva que atrajo como un imán hacia los derroteros de la Patria el hierro nuevo de nuestra adolescencia. Toda nuestra prodigiosa capacidad para creer y para amar estaba allí, dispuesta para la disciplinada gavilla de entusiasmo y de fe que España requería.

Y, sin embargo, es un hecho que esa unidad originaria no ha podido mantenerse, que algo ha fallado aquí, desconcertando para dolor de muchos lo que parecía un clamor unánime. Y un hecho es que, como dices bien, se hace cada vez más urgente que esa unidad se continúe. ¿Qué ha ocurrido, pues; qué ha ocurrido para que aquella minoría, precisamente aquella minoría totalmente dispuesta del año 36, deambule hoy en gran parte dispersa, sin mayor cohesión aparente que la de una minoría de fanstasmas?

Preciso es plantarse con claridad y con verdad ante esa experiencia humana que nos ha costado la sangre y el fervor más limpio y honesto de la mocedad, y expurgar de entre ella las razones que hirieron nuestra precipitada y fervorosa floración, atravesando como un lanzazo desde los confines de nuestra adolescencia hasta éstos los albores de nuestra madurez. Yo creo que esas razones están ya presentes en la conciencia de todos, pero disimuladas aún con un velo de falso y estúpido pudor que es menester rasgar para que la luz penetre y alumbre una buena cosecha para España.

Mas quiero comenzar hurtando de tu pensamiento cierta vaga sospecha, que, tal vez maliciosamente, me ha parecido entrever en tus palabras: la de que nuestra actual lejanía de ciertos equívocos encuadramientos implique un apartamiento de ese servicio al que tu artículo llama, o que, peor aún, guarde dentro de sí la mezquina polilla de un desencanto nutrido de alguna suerte de rencor, o de cerrilidad alguna absurdamente fiel o emperradamente integrista, A lo primero he de añadirte que yerran cuantos, por alguna lateral excrecencia de nocivos humores, pretenden que el desaliento ha anidado con el ala caída allí donde ayer mismo partía el real vuelo de las águilas. La desilusión, como corolario total, es también una excrecencia, y así lo hemos creído siempre, buena para crecer junto al amargo jaramago, en el contrapunto de cualquier silueta romántica, pero inhábil para babear sobre hombres que se han puesto de cara a hacer la historia sin romanticismo alguno. Otra cosa pudiera suceder, es cierto, con algunos estetas cuyo sensible corazón vacila con el viento, pero ya sabes que los estetas, metidos a ideólogos, a la larga dan el resultado menos estimable.

¡La desilusión de una entera juventud! Ya sé que muchos quisieran que de verdad nos hubiera consumido el ánimo. ¡Con qué gusto nos contemplarían, sentados ya en el dintel de la existencia, reducidos a equívocos vigías de nosotros mismos, viendo pasar el cadáver de nuestra mocedad mientras apretásemos el corazón bajo la crispada mano, para que su latido generoso no volviera a despertar el geniecillo de la acción desmayado acaso a vuestra vera! Son esos los que, desde un campo o de otro, azuzan solapadamente contra nosotros a la sombra de Remarque, por ver si, desde las zanjas donde los muertos duermen su sueño no cumplido, nos sube a los ojos esa remarquiana niebla derrotada, sensiblera y apática que paraliza todo corazón.

No, no creas, amigo, que no nos damos cuenta de ese aliento ruin con que se nos sopla al oído el fermento de toda deserción. Bien se nos alcanza cómo esa renuncia autumnal de los graves motivos ideales que nos echaron a los campos de España, pudiera ser preludio para el agosto de muchos. Pero no lo será; ni ellos verán esa renuncia que secretamente anhelan, ni hay cosa más estúpida que pensar de nosotros que vayamos a renunciar a una Victoria que nos pertenece por entero. ¿O, por ventura, ha puesto uno en juego todos los peones de su sangre para dejarlos luego quietos, inválidos e inmóviles sobre el tablero de España? ¿Por ventura se encabeza en vano el afán de un pueblo? ¿O es que cree alguien que tanto cambiamos que vamos a trocar ahora el aire limpio de nuestras canciones militares por un tangazo inmundo?

Nada, amigo mío, más lejos de nuestra tónica vital que esos tangos ejecutados con el acordeón de un patriotismo arrugado y quejumbroso, en que toda energía se diluye tras un suspirillo lamentable.

Ni tangos, ni tampoco monsergas que petrifiquen nuestra pasión de España en el gesto, anacrónico para una juventud, de la viuda que ya sólo vive de recuerdos. Pues que nosotros nacimos a la historia que haciéndose está sobre los días, con aseo al recuerdo. Nadie como nosotros ha sentido, con más rabiosa urgencia, este afán de comenzar por el principio, apartando de entre los restos inservibles de una España detestable, esos ritornellos patrioteros, de conmemoraciones colombinas y de gruesas invocaciones al pasado, para que ahora vayamos a aumentarlos contra nuestra intención de siempre, inventándonos un pasado particular, en la invocación de cuyos recientes fastos consumir aquella voz enérgica que clamaba por un tiempo distinto para una España de radical novedad, proyectada enteramente hacia el mañana. No pienses, pues, que se nos oxiden las compuertas del ánimo, dejando quietos sus goznes para que allí fermente la imagen de los días juveniles, alimentando como flor de estufa la rosa fresca de una sangre primaveral y matinal que, justamente por no haber caducado, va ganando al aire libre de los días la forma espléndida de una futura y, por lo mismo, distinta sazón.

Y si ni desencanto ni parálisis, ¿qué oscura interferencia ha turbado, pues, la unidad de aquella minoría inasequible al desaliento? Hora es ya de decir que aquella minoría, convocada por una voz prodigiosamente adelantada de su tiempo. Apenas ha dicho su palabra. Ella ha entrado en la historia prematuramente: ha derrochado en ella su esfuerzo disciplinado y entusiasta, con los ojos anegados de tanta luminosa esperanza y ardorosa fe como invadió las inestrenadas galerías de su alma. Ha entrado, por lo mismo, ciegamente: sin que la acción violenta y urgente a cine se volcó por entero diera lugar al sereno pensamiento. Y, de esta suerte no ha pensado por sí; no ha hecho otra cosa que obedecer, fiel y abnegadamente obedecer, hasta que desconcertada por ciertos frutos de aquella obediencia, se ha parado a meditar en sí misma.

Porque si la miras bien, mi generación ha sido originariamente la vanguardia juvenil de otra efímera minoría de tránsito; ha ido avanzando, enamorada ciegamente de unos principios magistrales, en línea de choque de otra generación anterior, tendida ésta como un puente entre dos tiempos. La obediencia absoluta a esa generación, por mil motivos que no se te ocultan, es precisamente lo que ha fallado entre nosotros. Y ha fallado en el momento en que quedó al descubierto la falta de auténtica vocación minoritaria para lo sustancial de que esa, como toda generación puente, adolecía.

Porque ocurre que el hecho de constituir históricamente una generación puente da lugar a algo más que al escarceo literario de un sentimentalismo nostálgico y paternal. Agrupada esa generación a toque de rebato, sus hombres trajeron a ella con sus diversas procedencias, todo un andamiaje intelectual y moral montado sobre el tiempo viejo, sin más contacto con el nuevo cine una formal declaración de voluntad política, y las consignas ejemplares con que una voz genial y adelantada de su misma edad iba señalándoles el objetivo diario. España debe mucho a esa generación puente, pero le debe también el natural fracaso de esa misión minoritaria que anunciaban, pues que estaba hecha fatalmente a una vocación distinta de servicio y no de dirección. Abandonados a sí mismos, los hombres de esa generación perdieron impulso, y con él lo único que conectaba de veras su vivir con el auténtico servicio que el tiempo nuevo requiere, volviendo luego cada uno la gravitación de su alma sobre el plano viejo en que nacieron al mundo.

Mas, a medida que esa generación iba perdiendo tono moral, desconectándose vitalmente de las claras premisas de que partiera, iba creciendo en la nuestra, volcada por entero desde su nacimiento a la imagen fundacional de España, la conciencia de ese distanciamiento; y con ella, la necesidad de afirmarse a sí misma como primera posibilidad real del tiempo nuevo. Ha llegado, pues, la hora en que hemos de emanciparnos de tantos como se dijeron intérpretes de nuestro entusiasmo moceril, malentendiendo, pregoneros de cosas apenas presentidas, nuestra ingenua fe, y malgastando de paso la disciplinada confianza de nuestro escuadrismo joven y creyente. Ahíta de tópicos, de falsedades y de monsergas, empieza mi generación a empalmar derechamente con su propio y peculiar destino, desembarazándose con todo rigor de una carga ociosa que siente gravitar sobre sus hombros como una culpa propia por pecados que otros cometieron en su nombre. Recluidos durante algún tiempo en la cartuja de nosotros mismos, templados en ella para el bien y para el mal, el pensamiento y la fe van siendo, poco a poco, depurados los idolillos de pies de barro ruedan también despojados así de su retórico oropel y examinados a plena luz de historia. Pero todo ello por el vacío como cáscaras de un fruto que pasó; esquemas completos de doctrinas son sin que ni un minuto siquiera nos hallase ajeno en nuestro puesto vamos conformando tenazmente, para esa minoría que España no tiene y que precisa, un estilo de vida enderezada desde la raíz a su servicio. Porque si hay algo que nos ha enseñado bien profundamente este tiempo de postguerra es esto: que una por hoy de clases dirigentes, no se improvisa; sino que hay que irla formando poco a poco en el ejercicio de una moral exigentísima y de una implacable claridad de pensamiento.

Gaspar Gómez de la Serna


www.filosofia.org Proyecto filosofía en español
© 2001 www.filosofia.org
La revista Alférez
índice general · índice de autores
1940-1949
Hemeroteca