Alférez
Madrid, 31 de marzo de 1947
Año I, número 2
[páginas 6-7]

Reducción de Maritain

No es ningún secreto que entre los actuales afiliados a la filosofía escolástica, uno de los que sin duda alguna goza de mayor prestigio y, sobre todo, de un influjo más acusado en sectores que, de suyo, caen fuera de los dominios puramente filosóficos, es Jacques Maritain. Desde hace más o menos un cuarto de siglo, cuando su nombre logró traspasar las fronteras de su patria para adquirir ya categoría internacional, han ido en continuo aumento los espíritus que han sometido, en cierto modo, su perfeccionamiento intelectual a las normas establecidas por el filósofo francés. ¿Cuál ha sido la causa determinativa de tan indiscutible éxito? ¿Por qué razón un discípulo de Santo Tomás ha logrado lo que casi nadie había conseguido hasta ahora, es decir, penetrar no como vergonzante, sino como triunfador, en ambientes que parecían irremediablemente reacios a dejarse plasmar de acuerdo con principios aparentemente ya pasados de moda? Por otra parte, conviene, además, analizar la contribución personal del filósofo francés al desarrollo del tomismo y a la actualización de sus posibilidades prácticamente inagotables de crecimiento y perennidad, a la vez que estudiarla en los resultados que hubiere podido conseguir. Sólo así podremos valorar su actuación, sin debilidad al mismo tiempo que sin rencores, determinando con la máxima objetividad posible cuándo debe seguírsele y cuándo, por el contrario, será preciso dejarlo solo en su camino. Todo ello, por supuesto, con la brevedad impuesta por los límites de estas páginas.

Un factor que ha contribuido a su triunfo es, incuestionablemente, su clara condición de escritor. Con sagaz intuición a la vez que con perfecto conocimiento de causa, ha sabido Maritain establecer límites precisos entre lo circunstancial y lo perenne del tomismo: o sea entre sus medios de expresión y su auténtica entraña espiritual. Adoptando resueltamente una postura en perfecta consonancia con el espíritu innovador del propio Santo Tomás, ha sabido conservar inalteradas –¿demasiado inalteradas tal vez?– las esencias tomistas al vaciarlas en medios expresivos propios de nuestra sensibilidad moderna. Maritain reemplaza cada vez que puede la terminología medioeval con locuciones que, diciendo lo mismo, lo dicen de un modo más comprensible para nosotros. Es así, v. gr., cómo ha convertido las expresiones species impressa o razón formal sub qua en las correspondientes de determinante cognoscitivo y luz objetiva. Ahora bien, como uno de los motivos por los cuales aparece el tomismo como enemigo de la mentalidad moderna es, evidentemente, su terminología en cierto modo anacrónica, es natural que la actitud de Maritain le haya despejado en gran parte el terreno y le haya permitido penetrar en campos que antaño se le presentaban, al igual de la esposa para el esposo de los Cantares, como huerto cerrado.

No es sólo eso. Maritain sabe poner también en sus especulaciones un calor vital, una emoción, que había sido ya desde hace largo tiempo olvidada por los tomistas. Para él, el sistema de Santo Tomás no es un puro objeto de conocimiento, sino que llega a cobrar todas las características de una vivencia. Su conocida exclamación –y más que exclamación, verdadero programa de vida– de «¡Ay de mi si no tomistizare! », trasposición al plano de la especulación filosófica, del grito paulino «iAy de mí si no evangelizare!», arroja luz más que suficiente sobre la atracción vital que sobre él viene ejerciendo el tomismo. Hay en él, por consiguiente, un espíritu de proselitismo, un afán evangelizador que imprime a su enseñanza escrita –única que estamos en situación de valorar– ciertas auténticas tonalidades afectivas que la tienen que hacer atrayente y simpática. Su mérito mayor, radica, empero, en haber logrado armonizar estos matices con el máximo rigor científico, de suerte que lo que él trasmite con emoción cálida es siempre, por lo que se refiere exclusivamente a la filosofía especulativa, el auténtico mensaje de Santo Tomás.

Por último, hay un tercer motivo explicativo de su éxito: el hallarse su espíritu sintonizado de continuo con las preocupaciones, e inquietudes de nuestra época. Maritain no es un escolástico que ante los frutos filosóficos, sociales o poéticos, de la actividad intelectual de nuestros días, haga un mohín desdeñoso y se encierre en hermética torre de marfil, sino que, al contrario, desciende al campo, proyecta la luz tomista sobre todo, aquello, estudia, analiza compulsa, para seleccionar, finalmente, e incorporar a su filosofía todos los materiales que hubiere allí encontrado de buena ley. Es, pues, en cuanto a cierto sector de sus preocupaciones, un espíritu moderno, por lo cual nada tiene de extraño que sus coetáneos tengan menos reparos, si es que tienen alguno, en establecer contacto con él para tratar de resolver en común los problemas que urgen y acucian a los hombres de hoy día. No hay duda que esta particular comprensión de Maritain para los problemas actuales, y, sobre todo, su convencimiento absoluto acerca de que todos ellos pueden resolverse por los grandes principios de la filosofía tomista, brotan de ese matiz afectivo, vivencial, que ha logrado adquirir el tomismo en su espíritu, porque una idea que no sólo es conocida, sino que, además, es vivida integralmente por el sujeto que la conoce, tiene forzosamente que transformarse en idea fuerza, en principio inmanente de actividad, que, como tal, habrá de resolverse en frutos tangibles y prácticos.

No todo, sin embargo, son luces en el cuadro.

Desde luego, hay que confesar que, en la empresa de poner a la filosofía escolástica en contacto con la ciencia moderna, Maritain ha sido más afortunado que Mercier y su escuela de Lovaina, porque su formación y espíritu metafísicos son superiores. El ha sabido mantenerse firme en su posición inicial, de manera que en el inevitable juego de acciones y reacciones que se pone en marcha cuando entran en contacto ideologías –y, más que ideologías, actitudes vitales– diversas, sus convicciones tomistas han permanecido siempre incontaminadas.

La gran falla de Maritain no consiste en haberse desviado del tomismo, sino, según lo indicábamos al principio, en haberlo considerado prácticamente como un organismo biológico llegado a la plenitud de su crecimiento. En efecto, si comparamos las páginas de nuestro filósofo con las de aquel gran español de Alcalá de Henares proclamado por él como la expresión más auténtica de la filosofía del Doctor Angélico, descubriremos que Maritain no avanza un paso sobre Juan de Santo Tomás. Hay en él esa novedad en la exposición que ya anotamos como una de las causas de sus éxitos, pero no esa audacia en la interpretación, ese plantear y resolver problemas nuevos en que tanto brillaron las mentes geniales de un Cano, un Vitoria o un Báñez, por cuyo motivo sus innovaciones nunca salen del plano de lo accidental, de la precisión de algún detalle, de recordar alguna verdad secundaria que en el afán de la búsqueda hubiese quedado olvidada... Por ejemplo (porque convienen las pruebas al canto citando se trata de rectificar y reducir a límites verdaderos las reputaciones consagradas): sus disquisiciones sobre el conocimiento experimental son lamentables; cuando trata del misterio de la poesía, lo que hace es eludir el problema y reemplazar su enfoque frontal y solución con digresiones sobre el amor o la magia en el momento de la creación poética, sin llegar ni de lejos a centrarlo, como debiera haberlo hecho, en la proyección externa del yo íntimo, de la individualidad inefable del poeta. En cuanto a su actitud acerca del objeto de la filosofía moral, la competencia magistral del P. Ramírez ha señalado y establecido, en definitiva su incompatibilidad con las líneas directrices del pensamiento de Santo Tomás.

De manera que, cuando, descendiendo al terreno político, advertimos los errores perniciosos en que se viene debatiendo el filósofo francés con una buena fe digna de mejor causa, no podríamos hablar, a este propósito, de inconsecuencia. Lo que le pasa es, sencillamente, que no pertenece a la estirpe augusta de los metafísicos. En Maritain se advierten regustos de racionalismo. La confesión que hace, intentando corregir ciertos puntos de doctrina, absolutamente irreprochables, del P. Gardeil de que no se puede dar conocimiento sin intencionalidad, constituye todo un síntoma; lo mismo que la primacía constante que concede, en el campo de la estética, a la virtud artística sobre la inspiración poética, sin tomar en cuenta que la labor determinante realizada por el accidente sobre la sustancia le da, respecto de esta última, una superioridad puramente relativa. La intuición del ser por parte de Maritain es acertada, sí, pero poco penetrante. Su vigor intelectual no ha sido suficiente para permitirle adentrarse en el primero de los trascendentales con la profundidad que exigía una empresa tan vasta y de consecuencias tan definitivas para la humanidad moderna como la de conseguirle al Doctor Angélico carta de ciudadanía en la cultura del siglo XX. Se requería, además de aquellas cualidades que hemos lealmente señalado al iniciar las presentes reflexiones, una inteligencia capaz de conciliar la claridad de la intuición metafísica con la seguridad invencible proporcionada por la verdadera experiencia del ser.

¿Cuál debe ser, en consecuencia, la actitud del que se interese por conseguir cierta norma científica cristiana en virtud de la cual se pueda orientar el desarrollo del espíritu, respecto de Maritain?

La respuesta es obvia: reducirlo a sus verdaderas proporciones, y concluir de una vez por todas con el mito de un Maritain creador en filosofía. Se trata, en resumen, de un expositor ameno, dotado de cierta profundidad, poseedor de una cultura bastante extensa (en la cual se notan, sin embargo, lagunas considerables), y, en fin, con cierta afición a eludir la solución de algunos problemas a cuyo planteamiento se vio, tal vez, forzado por la naturaleza de un ambiente al cual no quiso permanecer extraño. El camino de la salvación no nos lo va a señalar un espíritu que declara a la democracia liberal la expresión del verdadero derecho natural y que se revuelve, incómodo, contra lo que en la vida de una nación significa reconocimiento explícito y público de la soberanía divina y del influjo de la Providencia sobre la marcha de los pueblos hacia su destino histórico definitivo. Nuestras miradas deben, sin rencor, pero sin pena, alejarse para siempre de un hombre que, ante la crisis más dolorosa por que han atravesado los valores espirituales de la humanidad, permaneció completamente ciego, tratando, además, con una buena fe muy vecina de la más absoluta inconsciencia, de comunicar su propia ceguera a hermanos suyos cristianos destinados por Dios a integrar aquellos valores en la realidad política de los pueblos.

Osvaldo Lira


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