Alférez
Madrid, 31 de marzo de 1947
Año I, número 2
[página 4]

Visión del arcángel

La visión de San Miguel Arcángel trasciende, en cierto modo, los términos de la hagiografía corriente. El alférez de las milicias celestiales ha sido considerado siempre como una de las manifestaciones más patentes de la presencia de Dios en la historia de los pueblos. Porque la historia es contienda permanente, principio agónico, tiempo imperfecto, y el hecho de que ella esté integrada en el tiempo de Dios, que es la eternidad, no quiere decir que el acontecer tenga el sello continuo de las divinas victorias. En esta contienda inmanente el Arcángel San Miguel es soldado incansable, patrono de los ejércitos que se han colocado al servicio de Dios y de sus designios en el mundo. En el Caballero blanco del Apocalipsis, en los cruzados iluminados por la gran luz del espíritu de Cristo, muertos en tantos y tantos rincones del Universo, couchés dessous le sol à la face du Dieu, como dijo una vez el poeta Carlos Péguy, las generaciones vivas de la historia acostumbraron a ver, en sus horas de exaltación suprema, la presencia entre las humanas venturas de la espada implacable del Arcángel.

A veces aquellas generaciones vivas, legiones de escaso número, pero animadas por grandes entusiasmos, colocaron su destino bajo el signo de San Miguel Arcángel, lucharon bajo sus órdenes.

Aun en los instantes en que parecía que el reino de la Tierra se colocaba definitivamente bajo el dominio de los jinetes oscuros, de los cuales nos habla una y otra vez el iluminado de Patmos, no faltaron los luchadores que dirigieran sus miradas ardientes hacia espacios sin horizontes y sin confines, y entrevieron el brillo deslumbrante de la espada del Arcángel.

Hubo un país que Dios había colocado en los límites de los países de la Fe. A él el Supremo Hacedor le había encomendado una misión difícil y arriesgada: la de defender siempre, con tenacidad, humildemente, casi en la ignorancia de todos, la religión de Cristo y su primer Continente, contra las huestes incesantes del Anticristo que llegaban, ola tras ola, de aquel inmenso reservorio de paganismo que es Asia. El nombre de este país recordaba el nombre de Roma, tan querido a Dios, el predilecto en sus designios.

Pero llegaron los tiempos en que el espíritu del Anticristo, que había penetrado también dentro de la vida del Continente de la Fe, se apoderó de aquel país que durante tanto tiempo había luchado contra el espíritu del Anticristo de fuera.

Y fue precisamente entonces cuando algunos jóvenes iluminados por la Fe de Cristo, salidos de las entrañas de aquel país que recordaba el nombre de la Roma predilecta, descubrieron más allá de las tinieblas que encubrían el cielo de su patria el brillo espléndido de la espada invencible del Arcángel de las milicias celestiales. Y bajo las miradas de desprecio de los sabios y de los prudentes de la Tierra, hicieron ellos un ejército destinado a poner la marcha terrenal de su Patria bajo el signo de las divinas elevaciones espirituales. El ejército se llamaba la «Legión de San Miguel Arcángel». Era el ejército de la primavera y de las esperanzas. Fue esto en el año de Dios de 1927, en una cárcel húmeda y oscura, bajo la imagen protectora del Arcángel. El capitán visible de este ejército, que respondía a invisibles designios, se llamaba, como el centurión romano mártir de los primeros tiempos, Cornelio.

En medio de un mundo materialista y escéptico proclamaba el principio vivificador del gran fin de los pueblos, integrando el tiempo de las humanas venturas en el tiempo perfecto de Dios, que se identifica en su esencia con la eternidad. «El fin último, dijo el incomparable soldado del Arcángel, no es la vida, sino la Resurrección: la resurrección de las razas en el nombre de Jesucristo Redentor. La creación, la cultura, son un medio, y no, como se ha creído, un fin para obtener esta resurrección; son frutos del talento que Dios ha sembrado en nuestra raza, y del cual debemos responder. Vendrá un día en el que todas las razas de la tierra resurgirán con todos sus muertos y con todos sus Reyes y Emperadores, y cada raza tendrá su puesto ante el trono de Dios. Este momento final, la resurrección de los muertos, es el fin más alto y sublime hacia el que puede tender una raza.»

Toda una generación, las fuerzas más vivas y más puras de un pueblo, colocaron su destino bajo el signo del Arcángel victorioso.

Y su lucha no conoció treguas, innumerables fueron sus sacrificios e inexistentes sus satisfacciones terrenales. Su destino fue como una anticipación al destino del Continente trágico. Fue ella una generación en presencia de la muerte, y por eso mismo la más viva en la historia de su pueblo.

Triste está ahora el Arcángel en medio de un mundo desolado y ensangrentado. Los brazos que levantaron su espada ya no pueden emplearla en defensa de la Fe. Afortunado quien pueda recogerla otra vez con mano vigorosa. Porque la hora de las grandes, definitivas batallas se acerca. Batallas sin confusión de bandos y de propósitos. Y todos reconocerán el signo del Arcángel al frente de sus Ejércitos. Porque el tiempo de Dios no admite huecos apocalípticos en su curso. Y el Continente de Cristo no puede permanecer largamente en un estado de muerte y de desesperación. Cientos de veces el Continente parecía haber caído para siempre, vencido y derrotado. Otras tantas veces la voz de Cruzada había llenado sus anchos confines. Y su presencia en la historia se hacía otra vez patente.

Ha llegado la hora en que la espada del Arcángel resplandezca otra vez sobre inmensos campamentos guerreros, al declinar, la noche. Música de amanecer llenará otra vez los aires, acompañando el gran despertar de los mejores hijos de Europa. ¡Ay de los ausentes y de los cobardes de espíritu en este instante del amanecer! La espada del Arcángel se lanzará sobre ellos más despiadada aún que contra sus propios enemigos, las huestes del Anticristo.

George Uscatescu.


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