Alférez
Madrid, 28 de febrero de 1947
Año I, número 1
[página 8]

Reseña de libros

Entre la Cruz y la Espada, por Pablo Antonio Cuadra – Col. Hispanoamericana, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1946.

Este nuevo libro de Pablo Antonio Cuadra –caballero andante de la Hispanidad– es como una aljaba de flechas bien afiladas que él ha ido recogiendo una a una en su continuo peregrinar espiritual por los caminos hispánicos. En esta serie de ensayos, que es el libro, tiende a facilitar el trabajo de quien –en el decir de Maeztu– las lance al blanco. Esta es la labor de Pablo Antonio Cuadra a lo largo y a lo ancho de su actividad: acendramiento y formulación actual de la doctrina de la unidad de destino de nuestros pueblos.

En las páginas de Entre la Cruz y la Espada aparecen nuevos vislumbres expresados en frases certeras como lemas, como empresas de viejos escudos nobiliarios, como consignas para una juventud: «La Hispanidad es demasiado dramática para ser lírica.» «América comienza en los Pirineos pero también Europa acaba en la Patagonia.» «La Hispanidad necesita todo lo contrario de un catolicismo apolítico. Y lo contrario de un catolicismo apolítico no es un catolicismo político sino una política católica.»

Y todo el libro está tapizado así, aun en aquellos capítulos más concretos como Promisión de México, variaciones sobre el tema constante de la Hispanidad.

Pablo Antonio Cuadra pensó en un día fundar una Orden nueva de Caballería, una Caballería de nuestro tiempo para satisfacer la desesperada inconformidad que él ve en las juventudes hispánicas y su vocación de grandeza. Esta serie de ensayos sería su libro de horas y su autor el gran Maestre.

J. A. de L. C.

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El año del Señor, por Karl H. Waggerl – E.P.E.S.A., Madrid 1944.

Está ya bastante desacreditada la obra de arte que quiere dar razón de si por el solo hecho de su calidad artística con un pretendido alarde de objetiva neutralidad. Hoy puede exigirse a la obra del artista una primacía de lo significativo sobre lo formal o sobre lo estético del fondo. El arte puro, como sumo valor, sólo tuvo la vigencia parcial en épocas también parciales y en que la despreocupación podía de cualquier modo regir el vivir de las gentes.

Parece que hoy, en cambio, es la angustia el signo del tiempo en el vivir y en el pensar, y que el hombre se encuentra solo e indefenso en presencia de algo que lo amenaza, la nada, lo hace más pequeño, y más oscuro a su paso por la tierra. En un tiempo, la Luz se perdió como ideal colectivo; los hombres huyeron de la Suprema Compañía de Dios y hoy son la oscuridad y la soledad, esas dos mensajeras de la nada, quienes lo abrazan con abrazo del que lucha por arrancarse en busca del apoyo que reclama su inseguridad.

Por eso se busca a Dios con más urgencia que nunca por todos los caminos. Antes, cuando los hombres creían huir de El, también lo buscaban, pero con la soberbia del seguro en sí mismo, que lleva el castigo en el logro del propio deseo.

El tormento del Misterio, de que hablaba León Bloy, motiva la búsqueda de Dios. El arte, dentro de la actividad humana, ha de ser una causa más para esta desbordada inquietud, para este empeño en conquistar el Misterio. Y el arte puede buscar a Dios en el misterio del tiempo, en el misterio de las cosas, en el misterio del propio hombre. Consciente o inconscientemente, con un propósito religioso o con el deseo simple de calmar en cualquier forma la inquietud.

El misterio del tiempo, traducido en una irresistible comezón de cortar su escapatoria, tiene una resonancia muy honda y muy moderna y se ha venido revelando en el arte, inquietante y sugestivo. Desde Proust, queriendo reencontrar el tiempo perdido a lo largo de su obra basta aquellas piezas de teatro inglesas y americanas, «La herida del tiempo», «Nuestra Ciudad», el deseo de apresar lo fluyente de la vida, eso que tiene de huidizo, que es lo que la articula, existe una línea constante de temor a la soledad del presente, a la pérdida del contacto en tiempo y en espacio con los que nos precedieron y con los que nos acompañan. A Dios no se le nombra. El artista no pensó en El y su obra queda como un exponente de la necesidad profunda, absoluta que de El tiene.

Desde el campo de la Iglesia, anclados en la Fe de Cristo, el misterio de tiempo, de las cosas y del hombre, conserva toda su grandiosidad y en una afirmación confiada y serena, cobrando matices nuevos de calor humano, llega a revestir, en la obra de arte la belleza del Salino y el entusiasmo del Aleluya.

Este es el tono de la novela alemana «El Año del Señor», de Karl Heinrich Waggerl. El tiempo no es aquí abstracta y vagamente algo que se quiere aprehender y que huye, dejando amargura y desencanto, sino que está recogido en la unidad del cielo anual, con armonía de cielo y tierra, al compás del progreso de la labranza y del colorido de las fiestas religiosas.

Esta es la ofrenda del misterio temporal: sucesión de fiestas dedicadas a un misterio eterno del Señor de los campos, de su Madre o de los Santos, sus siervos.

También las cosas en su misterio cantan la alabanza de su Creador. La Naturaleza no es la de una Arcadia sonriente de rebaños plácidos, sino que hay que arrancarla con dureza el fruto, en la constancia repetida del hombre que la labra. Pues el tercer término del cántico es el hombre, pleno de «hombreidad», como Unamuno quisiera, pecando, sufriendo y muriendo. Esta presencia del pecado es un reflejo de la del hombre frente a la misericordia del Dios fuerte, que no rompe por ello la armonía que un día fundó... «Aquí, en el valle, la vida está definitivamente dispuesta y ordenada desde antiguo. El día que hoy comienza no es un día cualquiera; es el de San Florán o el de San Cosme, o el día en que has de sembrar o recoger la hierba o segar el pan para que se complete el año. Además, cada uno tiene en este mundo su puesto fijo: el labrador, que se sienta en el banco de la Iglesia lo mismo que el vagabundo, a quien el Señor pone en la calle a causa de sus obras».

El tipo de hombre que Waggerl retrata y que da el tono de toda la obra, es el labrador, el hombre que está unido muy fuertemente a la tierra, tan fuerte que vive referido a ella y en trance de muerte, antes de unirse definitivamente con ella, adquiere incluso una extraña semejanza; «su ancho pecho alienta trabajosamente: perlas de sudor brillan en su barba y sus oscuras manos descansan muy separadas del cuerpo sobre el cobertor. Ya no le pertenecen..., han sembrado y cosechado... Ahora yacen sobre la cama y se han vuelto macilentas; se desmoronan como dos terrones en un barbecho».

El año del Señor es el canto de la permanencia en el campo y el labrador, que son el símbolo de lo inmutable. Cerca de la tierra, todos son labradores: desde el pequeño David, a través del cual el relato se desarrolla, hasta el párroco viejo; «sus zapatos llevan tierra pegada, sus manos están callosas y torpes de empuñar la azada, y, sin embargo, el Señor acepta complacido su ministerio».

El labrador, como garantía de su permanencia, es lento y accede a la novedad o al cambio trabajosamente. Su «sangre pesada» es el tema preferido de Waggerl, que ha titulado así otra novela del mismo ambiente. Pero en estos hombres, firmemente sujetos al suelo, las pasiones también tienen fuerza y densidad. Cuando se apodera de ellos lo hace de una manera sorda, telúrica, en que de lo cruel puede pasar al robo o la muerte violenta.

A la misma altura de estos hombres, los tipos de mujer presentan una gama de notas que contrastan y al tiempo complementan rudamente las de aquél. Cristina, criada, manceba y luego mujer del labrador, es la mezcla primitiva de extraña fiereza y ternura singular; la tendera es la ligereza, frívolamente inteligente, provocativa y despreocupada frente a los labradores, pero encontrándose y viviendo a su gusto entre ellos; y la madre de David la ingenuidad, sin la inocencia que perdió en la ciudad, pero que busca aún en el amor del hijo y del hombre.

Cómo se mueven estos hombres y estas mujeres, sucediéndose el Adviento y Navidad, y más tarde Semana Santa y Pascua, y luego los Patronos y las fiestas, jalones en la continuidad del esfuerzo labrador, recogido todo en la sensibilidad y en la fe sencilla de un niño, «que le falta un nombre honrado», es la trama y el encanto de este gran libro. Como si tuviera casi fin litúrgico, su atractivo y su valor principal residen en que tiene, constante, un sentido que reconforta y anima certera y cordialmente. Y junto a ello, todo lo que define a una gran obra literaria: buen gusto y sensibilidad extraordinarios y fuerza e intensidad en fondo y estilo, suficientes para mantener continua esa presencia del misterio y de lo sobrenatural en la sencillez del relato campesino.

Juan Ignacio Tena.

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La generación del 98, por Pedro Laín Entralgo – Madrid 1945.

He aquí un libro ejemplar. Su ejemplaridad esta referida a la actitud del autor respecto del objeto con que se enfrenta. El objeto es la revisión desde nuestra hora de la generación del 98. ¿Qué es lo que ha hecho Laín Entralgo para que su libro pueda ser considerado como paradigma? Quizá tener en cuenta las palabras de Cherterton cuando decía que hay una cosa infinitamente más absurda y menos práctica que quemar a un hombre por su filosofía: es la costumbre de afirmar que su filosofía no tiene importancia. Bien sabe Laín que es este procedimiento harto grato a ciertos autores, incluso de los que se titulan católicos –de tal sólo tienen el título–, que gustan de levantar frente a sí muñecos débiles y necios, fáciles de derribar con los golpes de su torpe método apologético. Los tales son amigos de los adjetivos despectivos, del juicio peyorativo, del desprecio falto de caridad.

De todo esto ha habido en las críticas que se han hecho a la generación del 98. Gracias a Dios, no han faltado autores que han escrito con ponderada valoración y justa medida: así el P. Oromí, que nos ha dado un excelente estudio sobre el pensamiento filosófico de Unamuno. Pero Laín va más allá: acomete con valentía la difícil tarea de enfrentarse con aquella gavilla de hombres, detenerse en sus obras para repesarlas con balanza actual y darnos después en meditada prosa buena cuenta de la medida efectuada.

Bien sabía Laín que la empresa no era fácil. El nos habla en el prólogo de las tres posiciones casuales: la bobalicona y derretida que, con ánimo paleto, habla de «don Miguel», «don Antonio», «don Pío»... ; la cerril, que niega y desprecia con un adjetivo fácil calidades y valores..., y la de los que, fingiendo desconocer la influencia de tal generación, viven a sus expensas. El hombre joven, católico y actual no podía alistarse bajo ninguna de estas banderas, no podía rebajar méritos ni caer en papanatismos. No había para él, en buena ley, más camino que el de la consideración seria y reposada del significado de aquel grupo de hombres que nacieron a la actuación pública con nuestro siglo.

Tal ha sido la táctica de Laín cuando se ha puesto a la tarea, que le ha llevado a declarar reconocimiento de una deuda triple con aquellos hombres: idiomática, estética y española. Y, a la hora de fijar la cuantía en que somos deudores, no anda con regateos, sino que reconoce méritos con anchura y largueza. (Lo otro, la tonta cicatería, no es para corazones nobles: quédese para los que ven con miopía deliberada.) Pero, del mismo modo que fija bien las deudas, declara que no podemos acompañar a los del 98 en su descarriada actitud religiosa (¡qué plena de cristiana caridad la consideración que hace Laín a esta actitud!); y tenemos que detestar sin contemplaciones las tartarinadas blasfematorias de Baroja; y no aceptar todos sus proyectos y ademanes respecto de la vida de España; y no compartir ciertas posturas intelectuales, estéticas y políticas, que desde nuestro tiempo vemos como, verduras pasadas o como reales limitaciones de su tiempo y suyas.

Homenaje y reproche quedan bien precisados en este libro ejemplar. En este libro –alto crítico ya lo ha señalado–, al cual el único «pero» que cabría ponerle es el de la generosidad con que su autor escribe. Y en verdad que tal acusación no deja de ser síntoma de una excelente salud espiritual en él.

A. L. C.

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