Filosofía en español 
Filosofía en español


Evaristo Correa Calderón

Polémica del teatro y del cine

Un género lisiado y un arte en movimiento

Si el espectador en su butaca se deja ganar por el interés de la anécdota o por la emoción capciosa que fluye de las palabras, de las situaciones, estará ya ofuscado para el juicio; pero si logra desposeerse de esta influencia y ve con actitud objetiva podrá observar que el teatro como ficción de vida desciende en declive hacia un fin inevitable. En lo imitativo carece de naturalidad, todo es trampa y cartón, se percibe demasiado la tramoya. En lo humano, en lo literario, que es su reflejo, fórmulas académicas y moldes previos a los que ha de ajustarse necesariamente, hacen de él un arte caducado. Ante un nuevo logro, en el que decoración y atuendo son perfectos por lo que se refiere al engaño de los ojos, en el que a fuerza de pasión o donaire se vencen las leyes rigurosas a que está sujeto, podremos concederle todavía un margen de validez y vigencia; pero siempre ha de ser la nuestra una ilusión efímera, porque a este avance, esporádico, seguirán muchas torpes tentativas.

La decadencia de la farsa se hizo evidente cuando a comienzos del siglo surgió en la acera de enfrente este arte mágico, grávido de posibilidades, que es el cine. Lo que el teatro tenía de limitación, angustiaba. Era un género lisiado al que sólo un milagro podía devolver el movimiento. El cine venía a romper con toda contención y todo artificio, en una jubilosa evasión hacia la vida, hacia la luz de los paisajes.

Puede ahora parecernos ingenuo el film de nuestra infancia, con sus actitudes lentas en exceso, sus gestos patéticos y tantos esfuerzos gesticulantes del actor para transmitirnos sus sentimientos. Lo que entonces considerábamos profundamente serio, hoy nos hace sonreír tan sólo, o provoca la carcajada en cuanto se retarda, o acelera su ritmo, o se le añade un simple comentario irónico. La primer etapa del cine corresponde a una época deliciosamente anticuada, que aun no ha llegado a ser antigua. Era todavía un arte sin voz, y el intérprete tenía que suplir la palabra con una mímica violenta para expresar las pasiones. El público, sordo ante la pantalla, debía leer en los más mínimos gestos de los personajes el soliloquio y el diálogo, que no lograban sustituir los largos letreros intercalados. Francesca Bertini –de la que aun recordamos su lánguida figura y su actitud peculiar al extender el brazo con desmayo en la jamba de la puerta cuando quería dar pasión y dramatismo a una escena– nos decía como los actores tenían que «confiar a una mano que se agita, a una línea del rostro que se contrae, a una mirada de los ojos que se tornan sombríos, la gigantesca empresa de convencer, de emocionar, de arrastrar a una sensación determinada a cientos de públicos diversos, sin que la palabra subraye la tristeza, defina la pasión, proclame el odio».

Pero en esta edad del record, de metas ilusorias, en que vivimos, el cine ha ganado todas las carreras de velocidad y de obstáculos y pronto rompió a gorjear.

Es en los Estados Unidos donde adquiere un desarrollo desmesurado, de tal modo, que lo que gana en estatura lo pierde en complexión, en fuerza, como esos chicos a los que hay que añadir una cuarta al pantalón cada semana. Este fenómeno de que una invención europea halle tal perfeccionamiento y amplificación, hasta convertirse en una forma de la cultura yanqui, pudiera explicarse como consecuencia de un mundo pueril, de gran actividad diaria, que necesita refrescar con imágenes variadas su reposo, de un inmenso mundo maquinista, con unidad idiomática, e incluso por el hecho de poseer la materia prima del actor, si tenemos en cuenta aquella afirmación irónica de Emerson, en sus Siete ensayos, cuando decía que si se pudiera recoger en dínamos el exceso de gesticulación de los americanos podría obtenerse fuerza motriz suficiente para mover todas las industrias de los Estados Unidos. La misma mezcolanza de sangres ha dado lugar a la aparición de un tipo físico hermoso y fuerte que pueda servir, en su breve variedad, para la elección del actor dechado e ideal.

El cine europeo, hijo de anciano, es más reflexivo e inteligente, plantea más complejos problemas, pero se resiente todavía de una cierta debilidad congénita.

Uno y otro, en su rápido avance técnico, aunque no hayan logrado la profundidad y perfección difíciles, han superado a la misma evolución de la sensibilidad, hasta el punto de que ésta puede considerarse hoy una consecuencia suya, lo que en cierto modo es una grave o benéfica influencia, según se mire.

El teatro del siglo XIX operaba con problemas domésticos, mezquinos, última consecuencia deformada, disminuida, reducida a visión pintoresca o conflicto de alcoba de un arte trascendente que había culminado en diversas etapas de la Historia del mundo. Sus personajes eran vagos y difusos, torpes declamadores de períodos o de alejandrinos octosílabos. Había llegado a ser literatura, dando a este vocablo un valor peyorativo, negativo, de inocua palabrería.

Y, entretanto, el hombre de nuestra época se había salido del cauce restringido, monótono, a que se le obligaba. Vivíamos horas de ansiedad y de ambición, en que poco o nada satisfacía. Era preciso ofrecer una grande ilusión a las gentes, abrirles de par en par la ventana hacia horizontes desconocidos, colmar su avidez con maravillas. No puede dársele sentido displicente a aquella denominación de Giraudoux al decir del cine que es «el opio de Occidente». Un mundo angustiado, como el nuestro, desea absorber olvido de su vida precaria, entrever aventura en su diaria vulgaridad, sentir esta tenue anestesia en su fatiga.

Así como de la epopeya se derivan la tragedia y el roman; así de la tragedia, es decir, del teatro, y del roman procede el cine, que vuelve a ser síntesis de ambas, o, lo que es lo mismo, acción, narración, reflejo palpitante de la vida.

No estamos plantados en una edad inmóvil, sino que somos protagonistas en un tiempo de urgencias, en el cual el torrente de lo vital deja al margen, en remanso, aquello que no arrebata con sus ímpetus. Sólo ciertas minorías sin impaciencias pueden imaginar con descanso sobre una novela-río o complacerse morosamente con la solemne representación dramática. El común de las gentes prefiere dejarse arrebatar por el torbellino, como gusta más de viajar a setenta que ir al paso de un coche de caballos.

«Vivimos de prisa, estamos impacientes, no disponemos de tiempo para nada, pero queremos ilusionamos como los antiguos, aunque sea con fugacísimas imágenes, con síntesis de emociones, con situaciones alegres o tristes que se sucedan rápidamente», vienen a decir las gentes de hoy. Del mismo periódico –tan organizado para esta urgencia– no se lee más que el grito de los títulos. Es necesario vivir en el campo o ir de viaje para que nos retengan sus largas columnas. Ya no se lee a luz de la lámpara, sino en los pueblos, a cierta edad y en determinadas circunstancias, aunque estos hechos nos estremezcan como síntomas.

Sin que nuestro concepto de la vida se identifique totalmente con estos gustos, no podemos dejar de observar tal fenómeno de nuestra época, que, después de todo, no nos sorprende. Este afán insaciable de la muchedumbre que quiere contemplar novedades y prodigios, que se le alimente con casos excepcionales, siempre varios, no es de ahora, sino que se viene repitiendo desde los orígenes del espectáculo, desde el primer narrador que pretendió reflejar la comedia humana. Esta es la causa, ni más ni menos, de la superabundancia y variedad de producción en los diversos ciclos del gran teatro del mundo y de la fabulosa fecundidad de los novelistas en el siglo XIX, por ejemplo. El espectador o el lector, anhelantes, querían que se les ofreciese un mundo vital, multiforme y sorprendente, en el cual ellos mismos se sintiesen interpolados. Y sobre todo pretendían que se les distrajese, porque el arte docente o el arte por el arte sólo interesa a los menos y en épocas reflexivas y fatigadas. Del mismo modo, el espectador actual desea que le distraigan con lo verosímil o lo fabuloso, lo mismo da, pero ofreciéndole un repertorio de variedades sin límite.

El cine, realizado por hombres de nuestra misma época, con los vicios y virtudes de ella, y éstos hipertrofiados, que adivinan los gustos y apetencias de la multitud, entre la que se hallan, con la que conviven, ha dado en el quid. Ya no es la novela ni el teatro lo que nos ofrece, sino todo esto –condensado, reducido a su máxima expresión o amplificado, por veces–, y mucho más, porque recrea sus cualidades eternas, y a la vez desarrolla y desdobla valores que en estos géneros se hallan implícitos o solamente entrevistos.

Un espectáculo para las masas

El paralelo de teatro y cine, que con tanta insistencia se establece, tan sólo pudiera justificarse por lo que ambos tienen de espectáculo, y también porque el cine, sin proceder enteramente de la escena o debiéndole muy poco, será el arte para las masas que le suceda. Mientras éste se ve asistido por el apoyo de un público unánime, que se siente atraído por sus simples sortilegios, el teatro se extingue en lenta consunción, sin remedio, en medio del mayor desvío e indiferencia de las mayorías.

En esta pugna a que asistimos, en esta incruenta batalla de gran alcance, en que luchan dos generaciones, de un bando los jóvenes y de otro los que han dejado de serlo, terminará venciendo el arte que posea mayor elocuencia y perfección, más deseo de complacencia y adaptación al gusto y al espíritu de la época, más intenso poder de sugestión, el que nos cause mayor placer, en suma.

Se intenta darle al teatro el ánimo –el alma– que le falta, para ello se vuelve la mirada hacia su próspero pasado, sin darse cuenta de que las circunstancias de la vida de los pueblos han variado totalmente en cada ciclo o cultura. Se habla de un teatro para la multitud, olvidándose de que fue válido como tal mientras expresó lo trascendente o encarnó sorprendentes y divertidas ficciones.

Definitivamente ha perdido la función social que en la antigüedad ejercía. Como en Grecia, donde los actores declamaban para quince mil espectadores, poniendo tan desgarradora verdad en su pasión humana que, a pesar de la máscara que encubría la expresión del rostro, los aullidos que brotaban de su alma en tortura hacían malparir a las mujeres. Aulo Gelio nos cuenta en sus Noches áticas cómo Pólux, histrión famoso, para sentirse él mismo arrebatado por la emoción, y comunicarla, llevaba a la escena una pequeña urna con las cenizas de su propio hijo. Este auténtico patetismo y la grandeza y hermosura de la lucha de los héroes dramáticos contra la sombra de su ananké hacía que los pueblos de la Hélade considerasen la representación de una tetralogía como la mayor fiesta.

Y este es el caso, asimismo, de los Misterios medievales o de los Autos Sacramentales renacentistas, representados en los atrios o en las plazas públicas ante multitudes enormes iniciadas en la sutil dialéctica de la Teología, para las que se transformaban en bellísimos símbolos plásticos y evidentes las doctrinas en que se habían amamantado.

Teatro para muchedumbres era el teatro isabelino o la comedia de capa y espada española, porque el genio creador había sabido elevar a categoría, depurándolo, lo truculento y lo inverosímil, incluso los asuntos cotidianos, que tanto complacían al pueblo, deseoso de que ante él se desarrollasen muchos sucesos y prodigios y se dijesen muchas burlas provocantes a risa.

Y lo era la graciosa comedieta italiana, que los mismos actores improvisaban con fina alegría popular, aunque ateniéndose a tipos y caracteres tradicionales y preestablecidos.

Pero esta popularidad del teatro en otros tiempos y esta pasión por el espectáculo en sí, no puede servir de antecedente para aquellos que en nuestra época quieren devolver al teatro su antigua validez de arte para las masas, al convertirlo en un reflejo de los problemas sociales, de los rencores vindicativos, en una expresión del resentimiento de los de abajo.

La fórmula que a comienzos de siglo propugnaba Romain Rolland para su Théâtre du peuple prospera en los tristes años de la Revolución alemana con el Volksbühne, de Piscator, que consideraba la escena como un «arte para el pueblo», y se amplifica todavía en el Arbeitertheaterbund, que lo define como un «arte para el pueblo por el pueblo», confesando su idea sectaria de la creación estética al proclamar que «el arte es un arma en la lucha de clases».

Esta concepción proselitista del teatro como propaganda revolucionaria, como tribuna de agitación de las muchedumbres, la utiliza ruidosamente el comunismo. Meyerhold, en la primera etapa de la Revolución, crea las que él llama «tropas teatrales de asalto», que esparcen por el inmenso paisaje de Rusia sus farsas tendenciosas, queriendo matar en lo recóndito del espíritu las ideas y sentimientos que en él se escondían temerosos. El teatro de masas, así entendido, no es sino el lugar elegido para que unos cuantos histriones u oradores pronuncien a su turno un discurso demagógico. Pero el pueblo, cuando va a sentarse en su butaca, no acude para oír discursos que le reiteren la propaganda fatigosa de todos los días, sino para que ciertos hechos sobrenaturales y ciertas palabras hermosamente concertadas, le eleven del plano inferior de su miseria.

El teatro de masas, pues, no se logra de intento, ya que su denominación ha de hacerse a posteriori, cuando la multitud invada voluntaria y alegremente las salas un día y otro día, atraída por un placer irresistible.

Frente al teatro político y doctrinario, en que el público bosteza, en una sala cien veces mayor, el pueblo corrompido vuelve a su primitiva inocencia y ante la pantalla, en que tantas cosas e imágenes se suceden, ríe y llora con los actores y alarga el cuello en los momentos de emoción y queda sin respiro ante la catástrofe, y renace a la vida cuando todo vuelve a su ser o cuando la justicia providencial castiga al antagonista perverso. Lo que importa es que el pueblo acumula ilusión para los seis días de la semana. Incluso digiere y medita sobre lo que ha visto cuando se le ha diluido tenuemente en la acción, y en las reacciones de los personajes, y en sus palabras una sutil propaganda.

La originalidad creadora como salvación

Ya Agustín de Rojas, en su Viaje entretenido, después de ir anotando la lenta evolución del teatro español, cuando llega a los tiempos de Lope se interroga asombrado:

¿Qué harán los que vinieren
que no sea cosa hecha?
¿Qué inventarán que no esté
ya inventado? Cosa es cierta.

Al fin, la comedia está
subida ya en tanta alteza
que se nos pierde de vista;
plega a Dios que no se pierda.

Si Agustín de Rojas creía con ingenuidad que la perfección adquirida por el teatro había culminado en un punto de difícil superación, aunque expresando temores por su futuro, nosotros quizá pequemos de incrédulos y de hombres de poca fe al considerarlo un género acabado, incapaz de fecundar hijos fuertes, nuevos entes de ficción, que le prolonguen la vida, que le den inmortalidad. Quizá unas cuantas creaciones originales bastasen para reanimarlo. Lo que no sea esto, será vivir de precario, del movimiento adquirido, del impulso inicial, de penosas reiteraciones, de monótonas variaciones sobre el mismo tema.

En la representación dramática, la perfección técnica en cuanto a los recursos escenográficos podría representarse por una curva ascensional desde los griegos hasta hoy, y, a la inversa, desde Shakespeare acá, por un descenso en cuanto a los valores propiamente dramáticos. Podríamos expresarlo casi con una fórmula matemática, diciendo que la grandeza de creación de caracteres y pasiones está en razón directa del desaliño en la presentación y del desdén por lo adjetivo y accesorio.

La escena griega era, como decía don Miguel de Unamuno, «teatro desnudo», con la máxima pobreza de elementos suntuarios, y a pesar de ello Esquilo o Aristófanes sabían comunicar a sus héroes y arquetipos una pasión trascendente, una intención sobrehumana. En toda su desnudez poseía un intenso pneuma que rebosaba de las estrechas normas impuestas por las tres unidades.

Dos creadores geniales vienen a romper en el mundo moderno con la esclavitud preceptiva. Lope de Vega y Shakespeare propugnan la más gozosa libertad contra todo canon que les cohíba. Se rebelan contra las unidades de Tiempo, de Lugar y de Acción, y el personaje campa por sus respetos, sin trabas. Esa ruptura de los diques que contienen su fantasía les permite darnos un reflejo de su mundo interior, apasionado y palpitante; convertirlo en turbamulta de criaturas eternas. Que esto es, después de todo, lo que importa, no lo accesorio de la escena, que se supone cambia tantas veces como es preciso. Basta que en un simple fondo de lienzo un pequeño cartel lo diga o que lo insinúe el actor en los primeros versos de cada mutación: «Estamos en un jardín o en la gran sala del castillo.» Es más que suficiente para que los que escuchan y contemplan supongan el ambiente, tanta es la fuerza de las dramatis personae que inundan la sala con su realidad humanística.

Lo que esta independencia de las reglas fijas, establecidas de antemano, aparentaba tener de arbitrario para los escolásticos de entonces era la vida misma, que tampoco se constriñe a límites convencionales. No eran innovaciones caprichosas, sino una necesidad de expresión, de forma, para el logro de caracteres turbulentos, de conflictos grandiosos o acciones excepcionales. Contener toda la pasión creadora en las tres jornadas de una comedia, sujeta rigurosamente a las tres unidades, eran como comprimir toda un alma atormentada en los catorce versos de un soneto. El mismo Cervantes, que tantas cosas deliciosas y en forma original tiene que contarnos en la novela, pero que en el teatro se hallaba sujeto todavía a una concepción clasicista, se revuelve airado contra las innovaciones que pretendían trasladar a la comedia el acaecer desenfrenado del vivir en torno: «¿Qué mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos que salir un niño en mantillas en la primera escena del primer acto, y en la segunda salir ya hecho un hombre barbudo?» Y a la vista de tal libertad vital de la acción, se pregunta aún con ironía: «Qué diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera en África, y aun si fuera de cuatro jornadas, la cuarta acabara en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo?»

En plena fiebre creadora, cada loco con su tema; nadie escucha entonces estas palabras. Es necesario que pase un siglo y que se produzca la reacción neoclásica –método, prosaísmo, crítica– para que el teatro caiga de nuevo en las más rígidas limitaciones y exigencias, para que las unidades aristotélicas sean interpretadas con exacerbado rigor legalista. Boileau, gran pedante y oráculo de su tiempo, repite, en pesados dísticos, la censura de nuestro «Ingenioso Hidalgo»:

Un rimeur sans péril, delà les Pyrénées,
sur la scène en un jour, renferme des années.
Là souvent le héros d'un spectacle grossier,
enfant au premier acte, est barbon au dernier.

Y con todo, a pesar de las conminaciones retóricas, le hacen florecer en nueva primavera Corneille, y Racine, y Molière, porque aunque con pasión declamatoria o intención docente, aciertan a crear nuevos entes poéticos, que tienen calidad de seres vivos. Bastarían «El Cid» o «Tartufo» para salvar una época dramática.

El grito de liberación romántico aporta sus encantos indiscutibles, sus arrebatadas pasiones y sus tipos de excepción, que también eran reales en su época, aunque fuesen fantásticas sus escenografías de cementerios, subterráneos y monasterios en ruinas.

Pero pronto degenera la escena en tesis monótonas y mediocres conflictos, cuando no en feo tipismo. Es un triste espectáculo sin sorpresas, en el que se dirimen mínimos, vulgares problemas sentimentales o ideológicos, adornados con discreteos, frases muertas o versos enfáticos, y claro es, sin originalidad. Pocos nombres se salvan del triste período finisecular. Las generaciones anteriores a nosotros se vieron privadas de la ilusión de lo irreal. Tampoco pudieron conmoverse con el grandioso conflicto o el ardiente soliloquio, ni redimirse siquiera con la alegría física, porque el espectáculo era un desvaído espejo que reflejaba de mala manera la vida en torno, gris y precaria.

La creación contemporánea se renueva con algunas obras más ingeniosas que geniales, que éste es el caso de Bernard Shaw o Pirandello. Pero su originalidad nos enseña que acaso un poeta de gran fuerza creadora pudiera lograr todavía, aun dentro de los límites estrictos en que la acción se desarrolla, y en pugna con ellos, nuevos valores dramáticos insospechados.

Este, y no otro, es el secreto de que la dramaturgia pueda sobrevivirse. El de superarse a sí misma y en sus mejores esencias y calidades inmanentes, con una renovación de fondo que le dé nuevo empuje y violencia vital, creando personajes de carne y hueso que sean la presión psicológica de nuestro tiempo y de nuestra agonía.

Pero ¿qué nombres nuevos, entre los que escriben para la escena en Europa, son capaces de darnos esa versión del mundo transido de hoy, valiéndose de personajes esenciales y representativos? ¿Qué dramaturgos pueden comunicarnos tal esperanza? Entre los intentos a que asistimos nada hace preverlo. Algunos que pudieran intentarlo son ya viejos para tal hazaña, y los más jóvenes se divierten en snobismos experimentales de cenáculo.

El fraude de la escenografía

De unos años a esta parte –y de modo insistente, a partir de la crisis humana del 18– fueron muchos los que se dieron a preguntar con ansiedad: «¿Qué nuevos recursos, qué nuevos sistemas podrían rejuvenecer el teatro?» Las soluciones propuestas son muy variadas. Los más creyeron haber hallado la fórmula mágica en la renovación plástica de la escenografía, dotándola de ingeniosos recursos mecánicos o a base de modernísima luminotecnia.

Planteada de este modo la cuestión era evidente el fraude, porque, claro es, los resultados diferían, según se tratase de escenificar obras clásicas de valor permanente, ya que la simple modernización del atuendo no significaba una superación del teatro en sí, como género literario, sino tan sólo renovación de la mise en scène, o de crear auténtico teatro actual, que al utilizar los variados elementos de que dispone –texto, acción, decorados y luces– lograse darnos una idea integral de su razón de existencia y de pervivencia al determinar un rumbo original.

El teatro, como todo arte, es un ser viviente, y para que pueda ser considerado como tal, ha de estar en perpetua evolución y mudanza, con continua capacidad de perfeccionamiento. Su última mudanza y su perfección última no pueden referirse a uno de sus aspectos, al más exterior de ellos, que esto no sería otra cosa que rejuvenecerle el rostro con afeites. Ha de ser el alma la que se le renueve, en milagro fáustico, al contacto con la más inocente y virginal belleza.

Se nos puede presentar ante el alma la angustia de Hamlet con un simplicísimo fondo, del mismo modo que para un buen retrato basta un marco sencillo. Shakespeare resiste esta prueba, igual que la resistían los grandes creadores de su siglo, en que la obra se desarrollaba sobre un fondo de cortina oscura.

La decoración única de Gordon Craig –sencillos bastidores de color gris oscuro, con un telón de fondo azul, que sugería el cielo, y algún sucinto accesorio, que determinaba el lugar de la acción– pretendía, precisamente, concentrar la atención, no en lo adjetivo de la escena, sino en lo esencial del drama. No bastaba a contentarle un fácil éxito plástico, porque sabía que el logro del gozo estético en el espectador no dependía de esto y de lo otro, sino de sutilísimos matices de conjunto. «El arte del teatro –él mismo nos lo dice– no es ni la representación de los autores, ni la obra, ni la mise en scène, ni la danza; está formado de los elementos que las componen: del gesto, que es el alma de la representación; de las palabras, que son el cuerpo de la obra; de las líneas y de los colores, que son la existencia misma del decorado; del ritmo, que es el espíritu de la danza.» Se siente su influencia en el atinado gusto del teatro inglés, en especial en el «Old Vic», pero el mensaje de Gordon Craig –a quien es acreedor en tan alto grado el teatro europeo de este siglo, y de tal suerte, que sus grandes renovadores no sabrían explicarse sin él– ha sido parcial o torcidamente interpretado.

Es, si acaso, Copeau, en su laboratorio del «Vieux Colombier», quien, a base de la máxima sobriedad de elementos decorativos, siempre subordinados a la propia acción, en ciega sumisión al espíritu del poeta, sigue con mayor probidad la fórmula craigniana. Para este innovador, el juego de luces y de sombras es suficiente para lograr una atmósfera propicia. Poco más en el decorado que planos estilizados. El trompe-l'œil de las bambalinas ha desaparecido. Pocas novedades más, si no es la simplicidad en todo. Para las representaciones de misterios medievales se exhuma la escena tripartita, que añade gracia e ingenuidad primitivas. Lo esencial es el hombre en la escena. Pero, asimismo, ante estos deliciosos ensayos del «Vieux Colombier», en cuyo repertorio predominan obras clásicas, hemos de preguntamos si no significan un avance en la adaptación del teatro antiguo al gusto actual más que una superación del teatro contemporáneo, como creación.

Fermín Gémier, operando también con materia clásica, sigue distinto camino. Como si quisiera superar las escenografías realistas de Antoine, en las que colgaban enteros y verdaderos trozos de carne fresca, o en las que hacía brotar auténticos surtidores de agua, recurre a sobrecargar la escena con superabundancia de motivos suntuosos, y no vacila, para conseguir la verosimilitud del ambiente, en que a los píes de Cleopatra se enrosque, perezosamente, un cachorro de pantera, o que en torno a la reina se pavoneen blancos pavos reales con la majestuosa petulancia de sus colas abiertas.

Todavía esta ostentosa opulencia es superada por Reinhardt, cuyos escenarios y vestuarios –fiesta para el sentido de la vista– significaban una concepción suntuaria de la representación más que una posibilidad de creación original. Reunía en la escena muchedumbre de actores con el intento de producir grandiosos efectos, sin percatarse de que el arte dramático está sujeto, más que cualquier otro, por ser un arte mimético de la vida, a límites humanos. Ya Ruskin ponía el grito en el cielo ante el peligro del lujo exuberante a que propendía el teatro. Nadie puede creer que su renovación vaya a surgir de este exceso de suntuosidad, de esta fastuosa presentación, que devora la esencia misma del drama, hasta convertirla en simple pretexto. El público, seducido por el abigarramiento de colores, por la confusión de lo visual, olvida y pospone cuanto atañe al espíritu. La acción dramática, nada más que la acción dramática, ha de ser –en un teatro actual y futuro– el centro de interés del oyente.

Y decimos «oyente», que supone dulce placidez, congoja o alegría, sugerida por la palabra, por la situación y aun por el gesto –que tampoco es esencial, como lo prueba el uso de la máscara por los histriones antiguos, que ahora vuelve a ser preconizada por Bragaglia–, con preferencia a «espectador», que supone espectáculo puro.

Los hermosos decorados, los colores y las luces abigarradas parece que debieran reservarse para la ópera –género aparte, que debe pervivir tal como es para que no pierda el viejo encanto que posee– o para el ballet, exaltación de todos los valores sensuales. Los fantásticos fondos que imagina Adolfo Appia o las perspectivas de colores con que los decoradores alemanes, Preetorius, Von Arent o César Klein, logran una atmósfera de ensueño, son adecuados para la ópera, que requiere suntuosidad superflua y un complicado Deus ex machina. Como en los Bailes Rusos, que nos ofrecían las más exquisitas melodías adulteradas, convertidas en luminosas orgías y apoteosis fantásticas, a las que concurría la danza, con su poderosa sugestión y la deslumbradora plástica de los decorados y del vestuario. Pero si la ópera debe ser considerada como un género romántico, museal, fosilizado, en los ballets hemos de ver una depuración estética –acaso con excesivo y morboso refinamiento, con exagerado sensualismo, que distrae demasiado de la música– del espectáculo puro, de la coreografía, de las variedades o la revista.

En su última etapa, el orientalismo de los Bailes Rusos –un orientalismo filtrado por el cuerpo de baile de la Ópera de Moscú de tiempo de los Zares– se va europeizando, es decir, desposeyendo de sus galas, hasta quedar en simplísimo atuendo, casi desnudo. París, gran fábrica de novedades para la próxima temporada, sustituye el recargamiento asiático de su presentación por la sencillez extrema o por la decoración arbitraria. De una parte se volvía a los renovadores del decorado, que lo concebían como un fondo sintético, y de otra, enlazaba con los revolucionarios de la escena, que propugnaban una intención proselitista en el recitado y una presentación iconoclasta, en franca ruptura con cuanto significase tradición inmediata.

Así como la caída de Bismarck había dado lugar en Alemania a la aparición de un teatro político, de signo subversivo, como instrumento de propaganda, este tipo de representación renace con ímpetu al producirse el hundimiento germánico del 18. Piscator vuelve a convertir el «Volksbühne» en tribuna de agitación. Lo que para él importa es su eficacia demoledora y negativa, valiéndose del más crudo y truculento naturalismo. En el drama se debaten problemas sexuales sobre el aborto, los mineros, la pena de muerte, con los que se intenta lograr una emoción basta y pastosa, con sabor de sangre y violencia de palabra. El fondo, en este grand-guiñol revolucionario era simplemente accesorio, aunque pretendiese ser, asimismo, destructor y original a su manera.

Los rusos llevan la revolución teatral a extremos desorbitados. A partir de Stanislawsky, que dirige el «Teatro Artístico» de Moscú, en el que aún quedan residuos amables de una concepción eterna de la farsa, la escena rusa es, de día en día, más delirante, en decidida rebelión contra los cánones del viejo arte, como si paralelamente a la doctrina nihilista del comunismo tuviese, por única misión, la de destruir lo hermoso. Alexander Tairoff, en el «Kámerny Teatr», no se contenta con que sirva de elemento propagador del virus doctrinario, sino que destruye el propio teatro como obra de arte, «desencadenándolo», como él dice, de todos los que considera prejuicios de orden intelectual, estético o literario. Semejante propósito guía a Granowsky, en el «Teatro Académico Judío», a Vakhtangof o Meyerhold. Ponen ante los ojos febriles de las tristes multitudes oscuras de obreros y campesinos, embriagados por las promesas de la revolución, obras clásicas, adulteradas a conveniencia, y algunas producciones, hechas ex profeso. Quieren lograr un tipo de teatro colectivista, proletario, mitad altavoz político, mitad tribuna, por los torpes medios expresivos de un naturalismo descarnado; de una burda sátira de los valores eternos; de unas ideas vindicativas esparcidas a puñados, como sal gorda; de una presentación arbitraria, que pudiera parecer la pesadilla de un paranoico. Quieren justificar este guirigay de la escenografía –andamiajes, pasarelas, escalones, cubos, volúmenes, artefactos y cachivaches, que pretenden ser turbinas y calderas de vapor, y chimeneas de fábricas, todo en revuelto cubismo, expresionismo, constructivismo, o surrealismo, todo complicado con luces «simbólicas»–, diciéndonos que intentan poblar el vacío de las tres dimensiones del teatro clásico, hallarle a la escena su cuarta dimensión, lograr el desarrollo espacial de las decoraciones. La acción y la mímica se han libertado tanto de toda norma, que tan pronto hace pensar en la tragedia griega como en las figuras de cera del Museo Grevin; en los misterios de la Edad Media, como en los títeres del Circo; en la commedia dell'arte, como en la técnica dinámica del cine. Todos los materiales de derribo de una cultura de treinta siglos, elaborada pacientemente y con esfuerzo, le sirven a este espectáculo monstruoso, que con la superchería de un arte novísimo sólo pretende la eficacia de sus fines proselitistas.

Y, en fin, los italianos orientan sus innovaciones hacia el maquinismo, por el que sienten, desde Marinetti, atracción irresistible. Antón Giulio Bragaglia sabe que tiene enfrente un poderoso enemigo, y pretende vencerle con sus mismas armas, a cuyos fines crea un tipo de representación agilísima, en la que puedan sucederse, sin morosas transiciones, las rápidas escenas, y para ello inventa una plataforma múltiple, que reemplaza con ventaja la escena tournante. A este teatro movido, en que los cuadros se suceden sin apenas solución de continuidad, añade una complicada luminotecnia, con la que intenta destacar el desarrollo de la acción, incluso el estado de ánimo de los personajes; crear la circunstancia y el ambiente, como han logrado Loie Fuller para la orquéstica, o Adolfo Appia para la ópera. Esta competencia con la movilidad del cine es todavía más acusada en Prampolini, que pide para el teatro la máxima intervención de la mecánica.

¿Cabría dar al teatro el dinamismo, la vivacidad que le falta y que el tiempo nuevo requiere?, se interrogan los más optimistas, a la vista de estos ensayos dramáticos con técnica cinemática, con numerosos cuadros y sorprendentes mutaciones. Sin duda; pero desquiciadas las leyes que le rigen, perdería lo que tiene de particular, de característico, y la obra pasaría a ser simplemente una proyección viva, un sucedáneo del cine, aunque sin su posibilidad de multiplicarse en serie.

Acaso la mayor cualidad del cine sea, entre tantas, la de poder desarrollar ininterrumpidamente un decorado reproducido de la propia naturaleza, de una variedad y riqueza infinitas, mientras el decorado teatral no puede ser sino fijo y de trampa y cartón tembloroso.

Para pretender salvar el teatro de su consunción, no bastan cuantas innovaciones audaces se lleven a cabo en la modernización del decorado, ni en la luminotecnia, ni en el dinamismo de su desarrollo, ni en la multiplicidad de sus variaciones de ambiente. Son soluciones perentorias y provisionales, vanos propósitos, nobles intentos –aunque por veces sean desquiciados–, porque el escenario, habitación sin muro frente al público, siempre ha de estar sujeto a sus propios límites precarios, a las tres dimensiones y a las tres unidades; siempre ha de ser a modo de jaula, y la vida, la acción que se representa, como león encerrado en ella, que ruge impotente, queriendo evadirse hacia un arte libérrimo.

Ubicuidad del cine

Pero supongamos la existencia de una modalidad de teatro nuevo, dotado de los más complicados elementos escenográficos. Si esta hipótesis pudiese convertirse en realidad, tal espectáculo estaría reservado a las grandes ciudades tan sólo. Un público de selección acudiría a él varias noches, y para sostener su curiosidad, para colmar su avidez, se tendría que recurrir al frecuente montaje de nuevas obras en emulación con el arte que se pretendía superar. Tales posibilidades, claro está, no podrían extenderse a los pequeños escenarios y a los pueblos, que habrían de quedar en olvido, desdeñados.

El cine, por el contrario, con su don de ubicuidad, cumple una misión universal e igualitaria, al difundir por el orbe, con la urgencia de la luz, ensueños plásticos al alcance de todos. En la biografía novelesca de una artista de la primera época, la Vida de Bárbara La Marr, de Albert Bronnen, que refleja la grandeza y miseria de este nuevo arte, visto desde dentro, se hace decir a un personaje, no se sabe si ficticio o real, a un animador de la edad heroica, a Isaac Lubin: «No existe más que un New-York, un Chicago, un Boston, un Los Ángeles, un San Luis, un París y un Londres. En cambio existen miles de Coltons y millones de Coldwaters. Esto causará la pérdida y la ruina de los teatros. La tierra es grande, vasta. Para prosperar en ella hace falta un arte grande y vasto también.» Y dice todavía: «Somos nosotros los que hemos de alumbrar los tiempos nuevos. Cada día, durante un par de horas, revelaremos una nueva ilusión, unas veces alegre, otras trágica, por un precio que oscilará entre quince y veinte centavos.»

Son expresivas estas palabras, y rotundas como un fallo irrevocable. El cine extiende sus beneficios, lo mismo a los pequeños núcleos urbanos que a las capitales multitudinarias. Su función social se ejerce de igual modo entre los selectos que entre las gentes oscuras, sin preferencia por ninguno. Unos y otros, por un módico portazgo pueden disponerse a contemplar la gama de revelaciones que de la pantalla surge.

Su característica, su esencia misma, está en ser res nullius, un bien de todos y para todos. Si en su elaboración han de concucurrir las más exquisitas y complicadas y anónimas prestaciones personales, ya que precisa aunar desde su origen innumerables asistencias artísticas y técnicas, desde el actor del primer plano hasta la última figura del conjunto; desde el guionista, el realizador, el ingeniero de luminotecnia y el maestro de danza hasta el oscuro técnico que en el laboratorio corta y ensambla los positivos, el producto de esta múltiple colaboración no podía ser un arte para los menos, sino que tenía que dar por resultado un arte demótico, popular.

Vivimos en una época en que el arte no puede, no debe estar reservado, al igual que cualquier otro avance de la civilización, a las minorías de iniciados. No han sido más fecundas aquéllas en que el arte y la cultura se contemplaban a sí mismos, en aguas muertas. Contra este concepto narcisista, el cine ha venido a realizar el milagro de ofrecer imágenes y maravillas a toda la gente, de revelar al último hombre las sorpresas de que antes podían gozar sólo unos pocos, los hombres felices de las ciudades, reproduciéndose en la Humanidad un fenómeno semejante al que dio lugar el descubrimiento de la imprenta, al poner el libro en manos de todos, placer del que hasta entonces sólo podían gozar ciertos privilegiados.

Claro es que la ilimitada y universal difusión de este arte en serie, que prospera en progresión geométrica, encierra varios peligros inminentes, que deben inquietarnos, aunque en sí mismos –armas de dos filos– se contengan posibilidades contrarias y benéficas.

Uno, por ejemplo, está en que los costosos elementos que requiere puedan inducir la producción hacia el éxito fácil, hacia el halago de las mayorías, en perjuicio de la difícil perfección, si bien este descenso del gusto y de la sensibilidad no se acusa ni se ha manifestado todavía, pese a aquellos que consideran que todo tiempo pasado fue mejor. Que el cine se ha propuesto una meta ambiciosa: el elevar al hombre que contempla a un exigente nivel de espiritualidad sin concesiones, a lo que en él exista de infrahumano, son las numerosas realizaciones hermosísimas, de noble asunto, con que ya cuenta. Los hombres de empresa que en él intervienen saben que el éxito se logra precisamente en razón directa a la belleza superior de la obra, ya que en el caso de una resistencia a su aceptación unánime, les basta provocar las mil voces de la propaganda.

Otro de sus peligros pudiera radicar justamente en su enorme capacidad de expansión puesta al servicio de ideas subversivas. Su eficacia sería temerosa, por la tendencia innata al mal que en el alma del hombre existe. La influencia del libro, del teatro, del periódico mismo es esporádica, limitada a unos pocos. La de la pantalla, no; porque las ideas, convertidas en imágenes y reacciones, entran por los ojos, que es el mejor modo de sembrar indeleblemente en la memoria, provocando un contagio colectivo en la multitud. Lo sabían bien los rusos, que se apresuraron a realizar un cine proselitista de signo negativo. Lo saben bien aquellos países que tienen ambición de porvenir, al provocar una producción cinematográfica que exalta la grandeza y la hermosura de los valores heroicos con un halo de cordial y humana simpatía: la vida de la Marina de guerra con todas sus glorias; el sacrificio del soldado en la batalla o las mínimas incidencias de la vida de un sabio. Habría el mundo de enloquecer para que la ruptura de todas las contenciones morales se produjese. En este memento de catástrofe, el cine, sin duda, podría forjar una conciencia siniestra y terrible en los hombres.

Y asimismo un peligro latente, de no menor trascendencia, existe a la larga en el posible desarraigo de las virtudes raciales que pueda producirse en los países menores. Es natural que las naciones productoras traten de exaltar, acaso sin segundas, sus propios valores, sus gustos y modos de pensar, su concepción del mundo. La insistencia diaria de estas insinuaciones tiene que producir en las gentes sin conciencia propia una tendencia larvada a producirse del mismo modo. Sin desviarnos demasiado, podemos observar este fenómeno de mimetismo. Nuestro país, que posee una idiosincrasia viejísima e irrenunciable, por lo que se refiere a muchos conceptos y formas de vida, se ha habituado a imitar lo pegadizo y accesorio del cine extraño de modo sorprendente. Pero esta influencia en países virginales y de psicología más simple, adquiere proporciones de angustia. Contra esta amenaza evidente, que constituye un peligro tan grave como la misma posesión por la fuerza de las armas, ya que, como toda penetración pacífica, no provoca rebeldía, sólo cabe un antídoto posible: que los países tutores intelectuales de ciertos espacios vitales del mundo desarrollen una extraordinaria actividad creadora, devolviendo a las gentes tuteladas la visión auténtica de su propio ser.

Una cultura visual

Lo que no podrá evitarse es que esta universal difusión del cine dé lugar a un tipo de cultura común, standard, visual y plástica; cultura al fin y al cabo, ya que este arte de síntesis procura apropiarse, y asimilarlas, todas las excelencias logradas por las artes clásicas. Utiliza la música, interpolando en el asunto las más profundas o deliciosas sinfonías. Del desarrollo que logre dar al color –esencia de la pintura– nada puede anticiparse, aunque es de suponer que aproveche este elemento de expresión en un porvenir inmediato. Acaso no esté lejano el día en que música y color se conjuguen en el cine con acabada perfección, logrando aquella música de colores que pretendía interpretar Alejandro Scriabin con su «armonio luminoso», que proyectaba en la pantalla sucesivas masas de colores como ilustración y sugerencia a los acordes musicales.

Avanza el cine con tanta decisión y premura, que es posible intente también satisfacer todos los sentidos. Pretende ya hacernos percibir el olor de las cosas. Y si hemos de creer a Aldous Huxley y a su deliciosa utopía de Un mundo feliz, el cine futuro nos trasmitirá sensaciones táctiles en cuanto pongamos a nuestra muñeca en contacto con el brazo de la butaca.

Es a la literatura, con todo, a quien es acreedor, en mayor grado, de innumerables préstamos de la más varia índole, y de modo especial a ciertos géneros. Se siente como consecuencia, esencialmente, del espectáculo –tragedia o comedia, ópera, danza, pantomima, circo–, de la narración, de la poesía y del reportaje, es decir, de lo que significa en sí acción, farsa, emoción o vitalidad; pero estas formas estéticas o literarias desfiguradas por ciertas características peculiares, hasta el punto de que al contemplar una cinta nos olvidemos del motivo o asunto de que haya podido originarse.

Contra la monotonía y limitación de las artes estáticas, el cine nos ofrece plásticamente la visión directa, la imagen real de un mundo delirante y fugitivo, sin que nada coarte su libertad de acción y movimiento. Puede presentar ante nosotros en panorama ininterrumpido todos los países, mostrarnos todos los climas, el vivir de las gentes más diversas, darnos la luz de todas las horas. Sin transiciones inútiles, del Japón al Transvaal, de las ciudades de Italia a los fiordos de Noruega. La vuelta al mundo en una hora de descanso. El mundo no es ya un pañuelo, sino una pantalla de cine. Rien que la terre. Y por tanto, la tierra más amplia y sorprendente que nunca, porque lo verdadero de los que son para nosotros lejanos países exóticos suele superar en mucho a lo imaginado. La información geográfica es exacta, el objetivo ha sorprendido la vida en libertad, aunque, como todo arte, haya preferido captar tan sólo su dimensión poética.

Puede actualizar la anécdota histórica, comunicarle nueva vida, vivificarla, acercarla a un primer plano real o sugestionarnos de tal suerte que nos sintamos transportados a la edad en que los hechos acontecen. Ese olor y color de guardarropía que tiene el personaje en la escena, cuando se viste con trajes de época, se esfuma y disuelve en una atmósfera de vaguedad, hasta darnos la ilusión de lo verídico. Contra artificio, naturalidad, cuando no aspira a darnos la irrealidad del sueño.

Nos ofrece el tema actual con el mismo relieve y las palabras mismas que en las personas de carne y hueso, nos da los varios aspectos de las cosas, los sonidos, los matices más sutiles, la vida, en fin, que puede reflejar en toda su variedad sin límites. Sus personajes hablan, cantan, se mueven y danzan, y sólo las leyes físicas –como en la vida misma– les coartan. Y aun la cámara, con sus secretos resortes, añade, si lo pretende, efectos y notas expresivas que en el mundo no nos es dado contemplar, como los movimientos acelerados o retardados, el flou o desvanecimiento de las formas, la ampliación de las figuras, que van agrandándose de tamaño o enfocando tan sólo el rostro del actor, que adquiere una magnitud desmesurada, convirtiéndolo en campo de batalla donde se debaten sus luchas íntimas, inefables.

El cine nos devuelve la imagen del hombre, exacta en todas sus variantes y metamorfosis, sin que tengamos que esforzamos en imaginarlo a través de las palabras insuficientes que pretenden describirlo. Si en la novela se ha de describir necesariamente la etopeya de la gente que en sus capítulos pulula, en la pantalla se refleja al vivo, con su fisonomía, sus palabras, sus andanzas y reacciones, procedimiento estilístico de Dostoiewsky o Baroja, que nos sugieren la catadura moral y externa del personaje por los mismos hechos que realiza o por las palabras de que se vale, sin que nos digan apenas nada, o muy poco, de cómo es. Donde más se percibe lo que de vano tiene la «literatura», la palabrería, es justamente en el cine.

Si Voltaire ha podido decir –sin duda refiriendo su paradoja a la poesía, arte de demorada complacencia– «lo superfluo, esa cosa tan necesaria», el cine desvía de sí, en su proceso de elaboración, toda ganga inútil para aprovechar tan sólo el metal purísimo. Una escena lenta en exceso –y en este caso el tiempo cuenta por segundos– pierde sus esencias cinemáticas para convertirse en teatro reproducido. Una frase retórica es en la pantalla blanca como un cadáver en la mesa de disección, porque allí disuena todo lo que no sea estrictamente auténtico, y las palabras suelen ser la escoria, lo que de accesorio y muerto acompaña a la emoción. En el teatro lo esencial es la palabra y su taumaturgia. El cine la sustituye por las sugerencias intuitivas que provocan el ademán, el gesto, la acción. El arte desde ahora –viene a decirnos esta enseñanza– ha de limitarse a sugerir, a insinuar. Porque el cine admite toda la poesía que queráis, siempre que esté disuelta, infusa en la belleza del motivo, en el fondo en que se desarrolla, en los más mínimos detalles de la expresión, como lo está en la Naturaleza, de la que pretende ser una copia e imagen. El espectador quiere, como el poeta, captar esos elementos gratos que se le ofrecen dispersos y concertarlos él mismo como Dios le da a entender.

Raro sería el film en que no lográsemos percibir ni un solo destello de belleza, y son muchos, por el contrario, los que abundan en instantes de sutilísima, de delicada poesía. Basta recordar esas deliciosas sinfonías de Walt Disney, donde todo, a fuerza de ternura, se convierte en pura metáfora y sugeridora imagen, donde todo se transmuta en verso y canción: la más graciosa zoología de fabulario, una botánica humanizada y viviente, un orbe entero, gracioso e ingenuo, se transfigura en categoría poética, etérea, maravillosa. Sería suficiente esta creación original, si los fragmentos y obras que pueden seleccionarse en su vasta y apresurada producción no contasen para que el cine se salvase definitivamente, porque tampoco es mayor el porcentaje de lo antológico en cualquier otro arte.

Aun pueden anotarse en favor suyo aportaciones y hallazgos de interés: su posibilidad de información directa, que en el tiempo venidero sustituirá a las monótonas columnas del reportaje, ya que en algunos minutos y al día siguiente nos permitirá contemplar al natural el acontecer apasionante de este diablo mundo.

Puede enseñar si lo pretende. El poderoso objetivo amplía hasta nuestra visión normal la vida de un insecto o el crecimiento lentísimo de una planta. El teleobjetivo acerca hasta nosotros la visión de lo lejano, de tal modo, que pone al alcance de nuestra mano el ruiseñor que canta en la rama. No sé si el viejo consejo que manda enseñar deleitando lo veremos cumplido al fin por esta linterna mágica, que será el más bello libro de estampas para la escuela.

La geografía en su infinita variedad y la historia en presente, la novela y el teatro, poesía y humorismo, información de la actualidad diaria y enseñanza por imágenes. Nada humano le es ajeno, ni nada le está vedado. Toda la gama, con transiciones naturales, en un programa de dos horas de ilusión y descanso. Y, a la larga, una cultura difusa, unificada en todos los continentes.

Física y metafísica del cine

Ya estamos oyendo a las gentes de imaginación retardada este terco reproche: «¡Pero el cine representa una artesanía, un artificio del arte!»

Pudiera responderse sin vacilaciones que no existe un arte químicamente puro, exento, desintegrado de la materia, y ninguno tampoco que, al ser expresado y difundido, no haya tenido que pasar por un proceso de mecanización más o menos evidente. Esa cosa aérea, difusa, que surge de la mente, de la imaginación creadora, al tomar corporeidad en la materia prima de que se sirve, no puede prescindir de una mecánica, por elemental que sea. Ahí está la poesía, la más sutil de todas las artes, que para perpetuarse, para que no sea puro folklore, precisa de la materia escrituraria.

Después de todo, no tenemos por qué considerar el celuloide materia menos noble que el papiro, el pergamino o el papel, ni por qué desdeñar la precisión analítica de una lente, creyendo que nuestra visión sea más exacta. Ya va siendo cosa de pensar en la superioridad de la retina artificial sobre la nuestra, miope, fatigada o irritable. El ojo humano, por otra parte, alcanza a ver tan sólo aquello que nuestra psique le autoriza y consiente, o ve más allá de la realidad inmutable, complicada la visión en muchos casos por sutilísimas sinopsias, que asocian imágenes visuales a sensaciones aportadas por otros sentidos.

Et j'ai trouvé des mots vermeils
pour rendre la couleur des roses,

ha podido decir Teodoro de Banville.

La lente, exenta de estos mandatos, reflejos o sugerencias cerebrales, es, en su frialdad mineral, un minucioso observador que no pierde detalle, por nimio que sea. Con razón puede llamársele «objetivo», en oposición a nuestros propios ojos, tan subjetivos, que interpretan la imagen sensorial a conveniencia, como el alma ordena y manda.

Y a esto se añade la sensibilidad del celuloide, que archiva con memoria fiel cuanto la lente alcanza, en oposición a nuestra memoria tornadiza, que opera más tardíamente y por recuerdos.

Pero el cine es hecho artístico en tanto el realizador enfoca determinados planos, escogiendo el campo de visualidad a su albur y conveniencia, mirando en todos sentidos, sin ángulos muertos, de igual modo que el pintor se sitúa en el vértice de visión que más le sugiere; en tanto mueve los personajes y juega con sus pasiones como un dramaturgo o un novelista; en tanto ordena los variados elementos como un arquitecto o compone el conjunto como un director de orquesta.

Al contemplar los instantes logrados de un film, ante la belleza plástica de una imagen o el patetismo de una situación que nos acongoja, nos olvidamos del esfuerzo material que ha realizado el cameraman desde la grúa, del mismo modo que ante la tabla de un primitivo, nada nos importa –ni tampoco hace al caso– el tiempo que haya costado al pintor la preparación de los colores o la minuciosa filigrana de las hojitas del árbol. En arte, después de todo, felizmente, no nos interesa más que el fin, sin que nos preocupen demasiado los medios de que, en función de artesanía, se vale para lograrlo. En el cine, ya, ahora mismo, se percibe más lo que tienen de metafísica las fantasmagorías de la pantalla que la física que las proyecta.

Ya sea un arte original o, si se quiere, una nueva modalidad de expresión de las artes, a las que sintetiza y resume, el cine es arte, sin duda porque detrás de los objetivos fieles está un hombre que, en atenta vigilia, opera con las luces y las sombras, el juego de los personajes y de sus pasiones, con lo cerebral y con los fantasmas. El mundo y su representación, pero dentro de su realidad fidelísima, deshumanizado, incorpóreo, transmutado en materia poética.

Que este hombre, este dictador cinematográfico, en el que tantas cualidades han de concurrir, esté a su vez limitado en su actuación por ciertas exigencias que surgen de la propia mecánica es ya distinto. Pero ha de tenerse en cuenta que las que pudieran parecer limitaciones, por nuestra tendencia a identificar el cine con cualquiera de las cinco artes, no lo son al considerarlo como un arte independiente, con modalidades y leyes propias. No tenemos por qué exigir que la literatura, por ejemplo, sea llevada a la pantalla con todas sus incidencias y recovecos. Basta que sea el punto de partida para el vuelo. A quienes se indignan porque la proyección no sigue con fidelidad estricta, punto por punto, la obra en que se basa, habría que decirles que el cine no es mera fotografía, sino que, con su poderoso instinto de síntesis, recrea lo vital y auténtico, sin ajustarse a la reproducción y al calco. El secreto de que sea un arte, liberándose de lo puramente mecánico, radica justamente en que puede darnos una versión distinta, que difiera tanto de los elementos que utiliza, que llegue a parecernos una creación nueva.

Alguien, desde una última trinchera, podría poner la objeción de que, a pesar de todo, ante la proyección de un film se siente lo que tiene de física recreativa, de física insensible. Contra las gentes nostálgicas que añoran todavía la voz humana, la presencia en escena del hombre viviente, aunque sea penoso actor; la audición directa de una desmañada comparsa o de una torpe música de viento, el gusto actual prefiere la versión mecánica, más rigurosa, que no se improvisa, detrás de la que se oculta una dirección y una realización exigentes, que estudian con minuciosidad los más sutiles matices de expresión. Para que pudiésemos conformarnos a los gustos de una generación anterior que admite caprichosamente determinados avances de la cultura y rechaza otros, habríamos de volver también al juglar y a los correos de posta para difundir lo literario o la noticia, ya que el libro, el periódico, el telégrafo o la radio son artilugios que asimismo ha ingeniado el hombre moderno.

El arte, que toma su bien donde lo halla, tiende a expresarse de mil modos, en constante perfección y simplicidad. Su finalidad es universal y todo medio útil para su propagación es legítimo. Si un nuevo medio mecánico, que con tal empuje salva dificultades y obstáculos, sirve para difundirlo con mayor eficacia y densidad, éste habrá de ser necesariamente el cauce preferido por el propio creador. Si ahora el arte, encerrado en su turris eburnea, rehuyese este sistema de expansión que es el cine, si renunciase al ensayo que significa, en el que cabe esperar perfecciones y descubrimientos sorprendentes, habría perdido su coyuntura de influir sobre masas enormes, de formarlas a su antojo, de modelar su conciencia, de despertar su vocación, a la hermosura.

Son tantas sus posibilidades de desarrollo y difusión, que es posible que algún día sintamos el hastío que nos causa –inevitablemente– todo lo popularizado o manoseado en exceso, y que un nuevo placer de lo inédito, de lo virginal, nos induzca a abandonar el gran salón capaz para diez mil espectadores y nos lleve a las catacumbas en que se refugien los minúsculos teatros experimentales, íntimos laboratorios para minorías, donde se ensayen nuevas reacciones humanas y caracteres originales.

De cuantas soluciones se han propuesto para vitalizar la representación dramática, devolviéndole su antigua función de arte para las masas, ninguna ha alcanzado enteramente su propósito. Hemos visto como los perfeccionamientos técnicos en su presentación y en su desarrollo, aunque utilicen los avances de su antagonista, no suponen sino un rejuvenecimiento externo y apariencial tan sólo, a pesar de lo cual no puede rivalizar con él en movilidad y ligereza.

Si el teatro se limita a ser una forma expositiva de la vida interior del hombre, es de suponer que sus ensayos y novedades en este sentido, en ciego discurrir de afluentes, sean absorbidos por el cine, que se caracteriza por su gran poder de asimilación. Y acaso en este verterse generosamente, en esta transferencia de sus cualidades, en su renunciación melancólica al predominio del público, esté su mejor gloria. Significaría que, en la carrera de relevos, que es el mundo, transmitía la antorcha encendida, con la que recorrió un largo período de siglos, a un arte más ágil y vigoroso.

E. Correa Calderón