Los intelectuales tornan a Cristo. Don Enrique Matorras
Fue Secretario General del Comité Central de la Juventud Comunista, en España. Se convirtió en 1934. Después de su conversión ha tratado de atraer a las ideas sociales católicas a sus antiguos camaradas del Comunismo, por una intensa propaganda en la Prensa.
Como hijo de obrero –mi padre era cartero y mi madre provenía del campo– desde la infancia me acaparó el trabajo. Apenas salí del Internado a los once años, cuando obtuve un puesto de vendedor de periódicos y billetes de lotería en el «Café Oriente» en la calle madrileña de Atocha.
Cuando comencé a trabajar, poseía yo una cultura superior a mis camaradas de la misma edad. Mi educación, que debo a los Hermanos de las Escuelas Cristianas de San Juan Bautista de la Salle, me proporcionó una buena cultura elemental. Si le hubiera acompañado una buena dirección cristiana, hubiera sido para mí una bendición; pero como me faltó aquella, esa cultura fue para mí una desgracia. La jornada de trabajo era dura. Desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche estaba expuesto a las inclemencias del tiempo y tenía que anunciar los periódicos y las revistas.
Susceptible, como yo era, se incubaba en mí un inmenso descontento. Comparaba mi vida con la de los jóvenes de mi edad, que veía entrar a mi lado en la Facultad de Medicina, y mi espíritu se revelaba y gritaba que aquello era una injusticia. Este sentimiento aguzó en mí el deseo de una mayor cultura, de mayores conocimientos, de alcanzar la posibilidad de realizar un día una Carrera.
Desde ese momento me entregué con intensidad a la lectura. Todo lo leía: Periódicos, novelas, y cuanto me caía en la mano. Naturalmente me era imposible digerir tales lecturas, y uno de sus primeros efectos fue la pérdida de la fe, que me hacía, según creía entonces, esclavo de la injusticia social.
Así pasaron los años entre continuos esfuerzos por escuchar discursos de todas clases y de todos los matices, obtener el mayor número posible de libros y participar en toda clase de reuniones en donde creía poder aprender algo nuevo. La consecuencia de todo ello fue un perfecto enmarañamiento de todas mis ideas. Por el mismo tiempo llegaron en España los disturbios políticos que siguieron a la caída del Dictador Primo de Rivera, y ese movimiento vino a aumentar mi inquietud. Por aquel tiempo actuaba yo en varios puestos. Pero –para decir la verdad– aunque visitaba una escuela, para alcanzar conocimientos en teneduría de libros y otros negocios, me preocupaba más la política que mi trabajo. Precisamente el otoño anterior me había puesto en comunicación con un grupo de revolucionarios, que editaban un semanario con el título Rebelión. Esta revista, aunque no profesaba manifiestamente el Marxismo, adolecía de una intensa tendencia materialista. Yo era uno de los colaboradores más entusiastas y redactaba artículos contra la Religión y la Iglesia.
Mi entrada oficial en el partido comunista tuvo lugar en diciembre de 1930. Después de haber sido por muy pocos días miembro de una «célula», fui nombrado por la Dirección superior de Madrid, miembro del Comité madrileño de la Juventud Comunista. No tengo por qué decir que mis lecturas predilectas de esta época eran Marx, Engels, Lenin, Bucharín, Stalin, &c. Me entregué con toda mi alma al trabajo de la organización. En Abril de 1931 se proclamó la república y muy pronto salió a luz el órgano de la organización Juventud Roja. Yo fui nombrado redactor y administrador. Al mismo tiempo desarrollaba una gran actividad al frente del Comité Madrileño.
No quisiera detenerme ahora en exponer todas las actuaciones revolucionarias, que hicieron prosperar por aquel tiempo el comunismo español. En una de esas campañas celulares –en un cuartel– fui preso y llevado ante el juzgado militar. La prisión, que me proporcionó descanso y tiempo de estudio y meditación, avivó mi espíritu revolucionario. La cárcel fue mi casa, mi escuela, mi hospital y todo. Tenía que permanecer allí seis meses. Al salir de la cárcel, apareció el órgano central del partido Mundo Obrero. Fui nombrado redactor, pero duró poco; pues el 22 de Enero de 1932 fue prohibido por el Gobierno a causa de su propaganda revolucionaria y dejó de aparecer.
Por entonces enfermó Etelvino Vega, Secretario General del Comité Central de la Juventud Comunista. Para evitar su prisión y aun para curarlo de su enfermedad fue enviado a Rusia, a un sanatorio. Fue entonces cuando se me nombró Secretario General.
Tengo que afirmar que al verme al frente de toda la Organización Nacional de la Juventud Comunista, me sentí también con la responsabilidad de todo el movimiento. Por lo mismo cuanto más intensiva y sincera era mi actividad, comenzaron a impresionarme más profundamente los desengaños.
La vida privada de los funcionarios y enviados de la Internacional, es decir, las clases más altas del Comunismo, me comenzaron a decepcionar. Con mis propios ojos pude ahora comprobar que les interesaba muy poco la libertad de los obreros y los derechos del proletariado. Les interesaba sólo en cuanto ello pudiera rendir en su propio provecho. A pesar de todo yo me conservaba fiel a la teoría, pues las faltas y las debilidades, decía yo, eran humanas, pero la Idea, es decir el Marxismo en sí, permanecía puro e inmaculado. Para superar mis desengaños, me engolfaba cada día más en el trabajo de la Organización. Este celo me llevó de nuevo a la cárcel y a superar las más duras fatigas, el hambre, toda clase de viajes por todos los caminos de España de un extremo al otro. Todo lo soporté con entusiasmo y fe. Estaba firmemente persuadido de la victoria del mundo obrero por medio de la revolución, lo que había de sanar todos los males de la sociedad. Trabajaba sin interrupción. Por eso no hubo entonces en España publicación comunista que no llevara mi firma al pie de alguno de sus artículos. En las asambleas, mis discursos levantaban verdaderas olas de odio.
Y sin embargo mi alma joven e inquieta anhelaba algo más elevado. Estaba cargada de ansias por realizar algo noble, por luchar en favor de un alto ideal. Y todo lo que la rodeaba lo encontraba bajo. Y así comenzó en mi alma una crisis moral, que me arrastró claramente a un estado de total desesperación. Busqué un lenitivo allí donde creía poder hallarlo: en la mujer. Trabé la más estrecha amistad con una camarada comunista y alcancé la dicha de fundirme totalmente espiritualmente con ella. Tuvimos una hijita. Pero aun esto no llegó a libertarme. Mi corazón enfermo me reclamaba distinto, de orden espiritual, de orden más elevado que todo esto.
Volví a caer en mi crisis espiritual. Y con ella en un estado en que todo me portaba un bledo. Con la preocupación de estar cansado, aflojé en mi celo por el comunismo. Busqué ahora el lenitivo en los placeres y me entregué a ellos desesperadamente. El resultado fue el mismo; cada vez más hondo el vacío interior; cada vez más negra la noche del alma. Temí volverme loco. Cuanto había amado en la vida, cuanto había sido acicate y estímulo de mi actividad, lo rechazaba ahora.
Yo había esperado que el Materialismo histórico había de solucionar la cuestión social. Ahora veía palpablemente su incapacidad para lograrlo. Todo lo contrario; yo encontraba una sociedad desquiciada, llena de fallas y resquebrajaduras, que eran precisamente las que había de salvar. Perduraban las clases capitalistas, que no miraban sino su propia conveniencia y estaban dispuestas a ceder pequeñas concesiones a los obreros, si éstos se las arrancaban por la fuerza. Y allí estaba el estado dispuesto a servir incondicionalmente a esas clases interesadas y egoístas.
Ni el amor a mi mujer y al niño, en que me arrojaba como en un lago encantado por más fuerte y sincero que fuese, alcanzaba a llenar el intimo vacío de mi alma. Era bello, pero quedaba el vacío desesperante de mi interior.
Hubo instantes en que llegué a pensar que no valía la pena de vivir en una época tan insensata, y que sería mejor poner fin a la vida y libertarme de los tormentos espirituales, que me torturaban.
Y sucedió que un día caminaba yo por un parque de Madrid ocupado con mis pensamientos, cuando di con un conocido, no recuerdo bien si del Internado o de alguna otra época de mi vida. Lo cierto es que a lo largo de la conversación me notificó que se había hecho espiritista y me invitó a tomar parte en una sesión. He de declarar que el espiritismo siempre me pareció absolutamente ridículo, pero accedí para matar el tiempo. Según esperaba, no me encontré con nada sorprendente, sino con cosas absolutamente grotescas, que me hicieron reír. Me entregaron un folleto de Allan Kardec, una síntesis de su teoría, que yo ya conocía. Allí se hablaba de «Dios». Esta sola palabra bastó para despertarme una infinidad de recuerdos.... La escuela, la iglesia, las filas de los colegiales cuando marchábamos a la misa parroquial... la primera comunión. Con estos recuerdos pasé el resto de la noche y la consecuencia fue que a la mañana siguiente me dirigí a una librería de viejo para comprar una Biblia, pues deseaba leer algunos de sus trozos. Para decir la pura verdad la buscaba más por capricho que por otro motivo. No pasó por mi corazón el menor sentimiento de que aquello pudiera ser el comienzo de mi conversión.
Compré mi Biblia y la comencé a leer. Pronto descubrí, entre los varios trozos del Evangelio, algunos pasajes sobre la justicia social. Las leí con sorpresa y cuanto más avanzaba descubría horizontes, que me eran totalmente desconocidos hasta entonces. Seguí leyendo y llegué a ver claro que tal vez la religión católica es la que podría resolver mis cuestiones.
Pero eso era embarcarse en un problema muy serio. Yo estaba unido con una mujer comunista, hija de uno de los principales jefes del partido en España. La amaba sinceramente. Además teníamos una hijita que yo debía sustentar y educar. Todo ello ofrecía gravísimas dificultades a la solución de mi problema. Entonces se me ocurrió una idea. Pedir consejo a un sacerdote. Pero ¿a quién? Yo dudaba de que me pudiera entender. Temía además que pudiera dudar de mí y en vez de darme respuestas concretas, se me evadiera con una exposición genérica. A pesar de todo me decidí a ello. Me acordaba que en la Parroquia de Santa Isabel y Santa Teresa, donde yo había recibido el bautismo y la primera comunión, estaba aún el mismo sacerdote, que me había preparado para ella. Me iría donde él.
Aquella conversación fue el principio del fin. El párroco tuvo conmigo una gran comprensión y me animó, prometiéndome dirigirme en mi propósito. Estaba convencido que sus mandatos serían obedecidos exactamente. Convinimos pues en el siguiente plan: Cada tarde, a la hora convenida, acudía yo a la sacristía de nuestra Iglesia parroquial para charlar con él una hora sobre cuestiones religiosas, y poco a poco fue desvaneciendo mis dificultades sobre la revelación. Fue tal el buen resultado de nuestras conversaciones que a los pocos días comenzó a despertarse en mi corazón la fe perdida, que había de restituirme la paz del alma. Esta transformación de mi alma, poco antes tan fría y estéril, ahora tan ardiente y fecunda, llenó mi espíritu de júbilo. Mi director espiritual me aconsejó entonces que tantease prudentemente el corazón de mi mujer, para conocer su posición. Me recomendó además que con todo el ímpetu de mi alma rogase a Cristo Crucificado para la solución de mis dificultades. Así lo hice. Y apenas había tanteado un día, cuando logré que mi mujer me acompañara a la Iglesia, para instruirse conmigo en la religión.
Fue tal nuestro interés que al poco tiempo habíamos superado todos los impedimentos y dificultades que nos separaban de la Iglesia. Pero ni aun ahora podía yo desprenderme de mi sentimiento de la injusticia social, y por eso buscaba una solución que fuera conforme con la religión y defendiera los derechos de los oprimidos contra los poderosos. Propuse también esta dificultad a mi director espiritual y hallé la solución. En la doctrina social católica hallé la fuente, para saciar mi sed y para acallar mi anhelo de la liberación de los oprimidos. Entonces vi claro que en ella estaba el juicio más sutil y la condenación más explícita de los explotadores del obrero.
Ahora todo fue fácil. También se convirtió mi mujer y consintió en casarse. Celebramos nuestro matrimonio el día 11 de Mayo de 1934, y el mismo día recibió el bautismo nuestra niñita de trece meses.
La cuestión espiritual quedaba arreglada. Pero yo necesitaba dar curso a otro género de anhelos. Y ese ímpetu lo he podido satisfacer en las filas del sindicalismo católico, y por eso el 16 del mismo mes de Mayo publiqué en la prensa una aclaración en que retractaba mis antiguos errores e invitaba a mis antiguos camaradas a seguir mi ejemplo. Al mismo tiempo declaraba públicamente mi incorporación en las filas de los luchadores activos a favor del movimiento católico obrero. Así lo hice y cada día que pasa estoy más convencido y más entusiasmado, porque ese es el único camino de salvación para la humanidad y para la clase obrera.
Cuando recapacito sobre mi inquieto pasado, sobre las masas de obreros, que están separados de la Fuente de Vida; y cuando veo hoy las calles de mi patria enrojecidas por la sangre, enrojecidas por aquellas ideas, que un día yo mismo prediqué, se apodera de mi alma una grande tristeza y una gran compasión. Porque la mayor parte de esos obreros a quienes el odio marxista lleva al homicidio y al crimen, son meros extraviados. En su interior son buenos. Su posición tiene parte de explicación en la injusticia social. No debemos olvidarlo. Su mísera existencia, de que son culpables las clases altas, los arrastra a actos de desesperación, de que ellos mismos son las primeras víctimas. Ante su trágica situación, ante esa conmovedora tragedia social habría que preguntar si no tienen la mayor parte de la culpa las clases sociales poseyentes, porque no han cumplido su deber, porque han considerado la propiedad como un instrumento absoluto, que han utilizado solamente para vencer con él las batallas por la opresión de los débiles!! Esta es la verdad. Y esta verdad la debemos mirar, nosotros los católicos, cara a cara, no rechazarla con miedo como cualquiera aberración. Nosotros los que conocemos nuestro destino, nos debemos esforzar por señorear nuestra vida; nosotros los que tenemos la dicha de conocer toda la buena nueva de Cristo, debemos también, sin temor a las dificultades, a los prejuicios, si es necesario, a las persecuciones, levantar nuestra voz, condenar con valor la injusticia y reclamar el respeto por el honor de los trabajadores!
Enrique Matorras