Dr. Vjeko Vrancic
Agram
La transformación europea
Ha desaparecido la Europa creada en Versalles. Ni siquiera quedó bastante tiempo para levantar de sus escombros un monumento histórico, porque las manos de las naciones jóvenes están ocupadas en despejar y allanar caminos nuevos en los que la humanidad resucitada avanzará hacia una vida nueva.
La crisis espiritual de la antigua Europa se manifiesta en el desarrollo de la filosofía materialista durante los dos últimos siglos hasta que alcanzó por fin su punto culminante en el comunismo materialista universal. La crisis social, política y económica se reflejaba en la actividad de la sociedad individualista, en el hundimiento del estado democrático y en la decadencia de la sociedad liberalista.
Una Europa tan gravemente infectada basaba su orden en una de las mentiras más grandes de todos los tiempos, es decir en el racionalismo puro sin espíritu ni amor, adaptando consecuentemente una forma política llamada con el nombre pomposo de democracia, en la que los intereses grandes y pequeños corrían a porfía hacia lo infinito como los perros azuzados contra liebres artificiales, convencidos siempre que con una carrera así cumplían el santo deber frente a su “clase”. Entretanto solo los explotadores de este orden gozaban todas las ventajas en el caos de esta carrera desatinada, para cobrar después en el registro de apuestas el premio céntuplo del sudor y del esfuerzo ajeno.
Mientras que esta antigua Europa predicaba siempre en su política el “derecho del hombre”, introdujo en la economía una lucha sin escrúpulo entre el trabajo y el capital. Consiguió dividir al organismo social en clases y a incitar la una contra la otra, contándoles de los intereses particulares de las clases artificialmente creadas.
El resultado de las dos “libertades” de la antigua Europa, es decir de la “libertad” política y de la económica, de la democracia y del liberalismo, era la decadencia política y económica bajo la forma que nuestra generación ha conocido como crisis social plenamente desarrollada en todos los sectores del organismo social, es decir en el sector de la creación filosófica, religiosa, económica y artística y en el derrumbamiento completo de todas las instituciones sociales. De qué modo el materialismo ha turbado el espíritu de los gobernantes de la antigua Europa, que en esta carrera tras la dicha personal no poseían ningún sentimiento, ninguna brújula y ninguna medida para la comunidad y de qué modo ha empedernido sus corazones se infiere, claramente del triste hecho, que estos hombres en su ceguera han entrado a la fuerza en la lucha contra la nueva Europa e incluso cooperaron para este fin con el enemigo más grande de la humanidad, con el bolcheviquismo.
Por cierto que esta cooperación no es ninguna casualidad, porque las dos ideas –la democrática-materialista y la bolcheviquista– provienen de la misma mentira, son los productos del concepto racionalista de la sociedad humana. El bolcheviquismo es el último de estos frutos enfermizos de un organismo social envenenado por la filosofía racionalista, es la última fase de una grave enfermedad social.
La gran mentira del siglo 19 –la mal comprendida “libertad” del individuo– originó resultados tristes, pero inevitables, es decir el derrumbamiento de un sistema y el envenenamiento de naciones enteras que ahora se convulsan bajo la carga de los pecados de los que debían haber sido sus campeones en la lucha por la convalecencia.
Gracias a Dios que junto a estas naciones infectadas quedaron otras sanas que lograron desprenderse después de una lucha de dos siglos de la epidemia perniciosa de la filosofía racionalista. Junto a la mentira también vivía en Europa la chispa de la verdad. El ejemplo más hermoso de la sana resistencia contra la dañosa influencia materialista lo ofrecen las obras de los filósofos, sociólogos, economistas y políticos alemanes del siglo 19 y 20. La humanidad debe agradecerles el que hayan conservado a lo menos en una parte de Europa la chispa viva de la fe en una existencia mejor y en los ideales, con la que más tarde personalidades como Hitler y Mussolini pudieron encender la santa llama del nacionalismo.
Nosotros los croatas tenemos la suerte que en nuestro país –gracias al padre de la patria– el nacionalismo lleno de ideales y de amor fue despertado hace ya setenta años. Nuestra nación no se ha contagiado de los frutos venenosos de la democracia occidental, sino esperaba siempre a su caudillo. Al fin encontró a este caudillo en la persona del Dr. Ante Pavelic que hará florecer a la nación croata a base de las calidades de su raza: lealtad, idealismo, abnegación y amor para la causa común y que organizará al Estado croata sobre un fundamento tal, que perdurará eternamente. La nación croata es feliz, porque Dios le ha dado en estos tiempos difíciles su hijo mejor.