Prof. Karl Vossler
Munich
Del honor español
Es la gloria de España el haber elevado y realizado a un nuevo ideal de humanidad al principio de la edad moderna: el hombre señorial que no se debe confundir con el hombre dominador de Nietzsche ni con el hombre universalmente inteligente e instruido del Renacimiento italiano ni tampoco con el honnête homme del clasicismo francés ni con el esprit fort del Esclarecimiento. Aunque las condiciones históricas de estos tipos se toquen en muchos sentidos y por múltiples que sean los cruces y las mezclas de sus distintas personificaciones y variedades es preciso comprender al ideal tanto más determinadamente en su particularidad. El rasgo característico más llamativo y dominante de este ideal es el honor. ¿Porqué? ¿Cómo? Américo Castro ha revelado una causa principal de esto en una disertación minuciosa y exquisita sobre el concepto español del honor en el siglo 16 y 17: “En la España de entonces” dice “existía una unión social extremamente íntima. En la vida religiosa y política y en la avaloración del individuo como miembro de toda la comunidad se había llegado a una unanimidad tan estable que la divergencia de la norma acarreaba infamia y deshonor.” Pero aparte de esta consagración social del honor no se debe olvidar a la espiritual que me parece ser más importante que las influencias antiguas e italianas que Castro se esfuerza por demostrar en el concepto español del honor junto al espíritu de comunidad y de tradición medieval nacional. Al comienzo de sus Exercicios espirituales San Ignacio ha puesto como condición y base el axioma que todo cristiano español lleva grabado en su corazón: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado.” Y al final de su Exercitia el Santo previene aún expresamente contra la meditación y la demora exagerada en la idea de la merced y del amor de Dios y de nuestra propia salvación por la fe – mayormente en nuestros tiempos tan pericolosos– porque no solo el temor de Dios lleno de amor infantil es algo piadoso y santo sino también el servicio reverente que, si el hombre no halla otra salida, le ayudará mucho a salvarse del pecado mortal. En suma: el hombre como señor de las criaturas y de la tierra al servicio del honor de Dios, tal es la finalidad de la vida teocrática o mejor dicho teoestrateutica hacia la que marchaban el fraile, el soldado, el hidalgo, el grande, el rey y con él la nación. Así el honor de la humanidad se va elevando hasta el honor de Dios que a su vez vuelve a glorificar al pundonor del hombre. Como se imagina al Estado terrestre y a la potencia profana abovedados y santificados por la Iglesia y por la potencia divina también se imagina al honor social dominado por el honor celestial. Se adoraba hacer observaciones comparativas entre el honor de los ángeles y el de los hombres, entre la política de los soberanos y la de Dios, entre la milicia del rey y los combatientes de Jesús, &c. Se pensaba y se sentía universalmente: por emblemas, comparaciones, aforismos y tratados complicados se construía puentes entre la comunidad de este mundo y la del más allá. La Idea de un príncipe político-cristiano representada en cien empresas por Diego Saavedra Fajardo era un libro popular de esta índole que tuvo éxito incluso en Alemania. Fue publicado primero en Munster, después en Munich en 1640 y en 1642. Una obra parecida, no menos popular, era la Política de Dios y gobierno de Cristo por Quevedo. En todo esto se tiene tanta comprensión para la diferencia abismática entre la potencia y el honor de Dios y los del hombre como para la dependencia en la que está el hombre de Dios. El concepto del honor representa la zona intermedia en la que se encuentran los valores eternos y terrenales comunes. Por perecederos e ilusorios que sean los honores terrenales son sin embargo un reflejo de los eternos. El espíritu eterno otorga a nuestro poderío terrestre y a nuestro honor su consistencia y al mismo tiempo su vanidad, su validez lo mismo que su futilidad. Todos, dice Calderón en su Gran Teatro del Mundo, todos los hombres en vez de sufrir y sentir prefieren mandar, gobernar y valer y nadie considera que esto no es una vida sino un papel
que toda la vida humana
representaciones es.
El concepto español del honor abarca a todo el poder y a la plenitud y también a todo el vacío de la estima humana. Prueba qué extraordinariamente movible y vivo, qué sumamente dialéctico era el concepto del honor para la ideología de los españoles, cómo según su opinión cada uno, incluso el último mendigo podía alcanzar honores y cada uno, aun el señor más poderoso, podía perderlos, con qué rapidez de un rayo podía trocarse el honor en vergüenza y la vergüenza de este mundo en gloria eterna.
Este concepto del honor ha animado al ejército español, el más potente de la tierra, durante el siglo 16 y gran parte del siglo 17. Más que en disciplina y en valentía estaba basado en el pundonor tanto de los soldados como en el de los oficiales. “Por la honra pon la vida y pon los dos, honra y vida, por tu Dios” era un dicho popular entre los soldados (Franciosini, Diálogos apacibles, Venecia 1626, p. 169). Insurrecciones ocurrían a menudo, cobardía era rara. Este ejército compuesto de propios y de extraños, de voluntarios y de alistados, era nacional no por su composición y por su organización, sino por la idea que fuese honroso de servir al Rey de España. Era el primer ejército nacional de la época moderna. Valía por escuela del honor en la que los perseguidos y expulsados de la sociedad podían rehabilitarse y terminó por ser el modelo para las demás naciones. También valía por asilo de la fortuna y servía como tal a los aventureros. Precisamente en la alternación incalculable entre el enaltecimiento y la destitución se veía su eficacia pedagógica y reparadora que rehabilitaba ante Dios y ante los hombres. En el columpio de la fortuna de Marte el sano y valiente se sentía a gusto mientras que al débil le daban náuseas y el frívolo se ponía serio. Pues el servicio militar español no solo era una escuela del honor y de la fortuna sino también establecimiento penal y presidio. Junto a los voluntarios militaban los penados, los presidiarios, ya a pie, ya en las galeras. En una galera imperial perece el aventurero Guzmán de Alfarache. Solo aquí consigue a recobrar el juicio plenamente y llega al arrepentimiento interior. “La vida del hombre es servicio militar” escribe el editor de esta biografía conocida en el mundo entero. “No existe nada seguro, nada duradero, ninguna dicha verdadera, no existe la paz.”
Ni los ejércitos antiguos ni los medievales y modernos, ni los profesionales técnicos formados por los mercenarios alemanes e italianos del Renacimiento dejaban espacio libre tan ilimitado a la sorpresa, a la aventura, al peligro y a la fantasía como las campañas de los reyes españoles en Italia, Flandes, Alemania, Francia y África y los viajes de los Conquistadores al Nuevo Mundo. ¡Cuánta arbitrariedad y casualidad, qué falta de método y de sistema, cuánto arrojo temerario había en estas empresas y qué contrastes entre crueldad feroz y piedad devota, entre codicia indigna y humanidad caballerosa!
Por cierto hay una cosa que la política española ha descuidado casi siempre y nunca ha aprendido bien: la economía. Esa nación no ha visto florecimiento económico ni siquiera en aquel siglo 16, en el que le pertenecía el mundo, pero sí a tres bancarrotas nacionales solo en la segunda mitad de aquel siglo. Igual que en sus reflexiones le impresiona más el milagro que la naturaleza también desde el punto de vista de su voluntad y de su actividad vale más la guerra que el trabajo, la aventura más que el comercio, el poder y el honor más que las riquezas, el dominio más que la posesión. Por encima de lo cercano y más próximo su mirada busca a la lejanía. El origen del éxito, el manejo de la dicha, la justificación de toda acción, la última responsabilidad por toda nuestra existencia, todo eso no está en nosotros sino en el más allá, está de Dios. Este rasgo trascendental de la ideología y de la voluntad, esta aversión contra lo inmanente ha capacitado a los españoles a romper a la estrechez medieval de nuestra existencia europea, a navegar alrededor del mundo, a explorar países infinitos, a vencer y a sofocar al particularismo de los señores y señoritos feudales, el de las ciudades gremiales y el de los particularistas y de los cismáticos y a abarcar a cientos de tribus, de naciones y de idiomas en su Imperio Católico: un Dios, una Fe, un Imperio.
Como es natural la nación dominadora y guerrera, que, según decía Erich Marcks, “lucía como clase directora militar común por encima de Europa”, fue lo mismo vivamente admirada como odiada y temida mientras su brazo era fuerte e igualmente olvidada pronto después de quedar derribado su poderío. Actualmente todavía la enormidad de Norteamérica estorba al progreso de la mentalidad española en la América Central y en la del Sur. En ultramar se prosigue bajo condiciones nuevas la disputa que en Europa terminó con el ocaso y el agotamiento de España y con la prosperidad de una clase burguesa esclarecida.
A fines del siglo 17 esta clase burguesa ha vencido al hombre español, lo ha rechazado tras de los Pirineos y por último le ha robado el resto de su dominio en ultramar en la guerra del año 1898.
Como recuerdo e idea, como poesía y arte, como nostalgia y anhelo esta España señorial y magnífica no puede morir. Y esto bien parece ser una señal de que tampoco hemos agotado todavía, tampoco hemos descubierto y comprendido aun bastante ni a sus sentimientos, ni a su heroicidad, ni a su voluntad y a su poder.