Filosofía en español 
Filosofía en español


Prof. Dr. Antonio Tovar

Salamanca

La Guerra presente ante la Historia de España

A mi hermano y camarada Joaquín Pérez Villanueva, historiador, que arde en mi misma fe.

Es sólo una paradoja más en nuestra historia el que en esta guerra, que tan directamente nos afecta y tan inmediata continúa la nuestra civil, la actitud de España esté tan extrañamente condicionada por mil diversas causas. Porque a la luz de nuestra guerra hemos visto cómo hay que revisar la historia del mundo en la edad moderna, y cómo hay que entender la guerra actual en relación con esta nueva concepción histórica, la cual puede intentar el predominio precisamente a partir del hecho del triunfo nacional de España en 1939. Puede intentarse nada menos que una explicación de toda la historia moderna de Europa partiendo de España; de España como sujeto activo en los buenos momentos, de España como ocasión en los peores.

La historia de España y de Europa ha de ser revisada en el sentido de que el mundo “moderno”, esto es, utilitario, práctico, calvinista y puritano, judío, liberal, librecambista, anglofrancés y yanqui, se funda sobre la derrota de España. Toda la etapa de historia europea a cuya liquidación estamos asistiendo, liquidación que es el motivo y el fin de la lucha que Alemania sostiene, comienza contra nosotros, sin nosotros se perfecciona y significa nuestra ruina histórica.

Sólo una historiografía apasionada y entusiasta podrá conseguir que sean borradas, vueltas del revés las columnias de la propaganda de una Isabel de Inglaterra, de un renegado Antonio Pérez, que todavía más de doscientos años después tenían la virtud de imponerse, y no ya sólo en la opinión general de Europa, sino en la misma conciencia de los españoles, que han vivido en gran mayoría avergonzados de su historia, pensando que, precisamente los mejores siglos de ella, deberían ser borrados y olvidados, perdonados, para que España llegase a “alcanzar un puesto entre las naciones civilizadas”.

La radical revisión de la historia de Europa es una exigencia que dará por resultado una nueva historiografía, la única capaz de explicar la nueva edad del mundo que ha de comenzar mañana. No es este el lugar, ni yo la persona, para iniciar esta revisión, tan amplia que excede de las posibilidades de cualquier historiador que no esté superiormente dotado. Lo que quiero ahora es sólo relacionar la guerra presente con nuestra historia y explicar así la tensión con que nuestro corazón puede seguir el triunfo total de Alemania. Mientras no llegue una escuela historiográfica que modifique muchas ideas corrientes y acepte el presentar, por ejemplo, en su mayor parte la Contrarreforma y el barroco como obra del espíritu universal de España, y el predominio “moderno” de Francia a Inglaterra como basado en nuestra derrota, tenemos que hacer aquí con carácter de urgencia, y a pesar de su inevitable imperfección, un examen de hechos concretos y hoy candentes.

España puede saber mejor que nadie cómo sus enemigos han provocado a Alemania a esta guerra. Inglaterra tiene como norma histórica, según es bien sabido, eliminar todo poder continental capaz de sostener unificada la fuerza de Europa. Cuando Francia quedó por fin, después de larga lucha, subordinada a Inglaterra –totalmente esto sucedió ya con la restauración legitimista de 1814, y se fue acentuando con las revoluciones de 1830, 1848, y con la marcha de la III República–, la política de Inglaterra se ha visto muy facilitada, porque a contar de entonces ya no le preocupa ni siquiera el conseguir un “equilibrio” continental más o menos aparente. La Alemania que fue creciendo visiblemente desde la época napoleónica hasta los comienzos del presente siglo, había de encontrar, en el momento oportuno, la enemistad inglesa. Y una enemistad resuelta implacable y fría, una enemistad que no se desahogaría con imponerle a Alemania una derrota, sino que se mantendría acechante y dispuesta a repetir el golpe por todos los medios y movilizando todas las armas y todos los odios, cuantas veces fuera necesario. Ahí está 1939 como final de una etapa en que el crecimiento, orgánico y seguro, del pueblo alemán, que después de la derrota había encontrado en Hitler la mente capaz de dirigirle, tropezó con el designio británico. Con un designio que España ha experimentado en sí misma.

Declarada la profunda enemistad entre una España campeón de la unidad católica y una Inglaterra que llevaba en su equipaje el mundo moderno –recientemente ha explicado Ortega y Gasset lo que entendemos aquí bajo esta palabra, que envuelve cuanto hoy perece en dolorosa crisis–, y fracasado el intento español de desembarcar en Inglaterra unos cuantos miles de hombres que navegaban en los barcos de la Armada Invencible, Inglaterra, que había visto por un momento el peligro, se resolvió a extirparlo. Y comenzó una lucha contra España en la que saqueó los mismos puertos de la Península, Cádiz y Coruña, además de desarticular mediante corsarios la comunicación entre España y América. España tuvo que acomodarse a una paz (1603) que permitía a Inglaterra la intromisión en América.

Si por un momento la acción del embajador español Conde de Gondomar, que fue arbitro de la elegancia en Londres y dueño de la voluntad del Rey Jacobo, y la simpatía de los Estuardos por el catolicismo parecieron hacer desistir a Inglaterra de sus planes, el pueblo inglés, en pleno crecimiento, en cuanto logró formas de vida política más adecuadas a sus necesidades, instintos y apetencias, continuó la lucha implacable: Cromwell inició una ofensiva en grande contra España, a consecuencia de la cual estableció en forma el dominio anglosajón en Jamaica, además de otros daños.

Cuando se acentuó la agonía española en los terribles decenios finales del siglo XVII, Inglaterra, después de robarle a Portugal sus colonias, le apoyó en su independencia y dio mediante matrimonios a la nueva casa real portuguesa una parentela regia que le faltaba. Por cierto que dote de una princesa portuguesa casada con Carlos II de Inglaterra fue Tánger, que así llegó unos años a ser inglés, como en presentimiento del afán británico de establecerse en nuestro estrecho.

En la guerra de Sucesión, Inglaterra se quedó, entre otras cosas, con Gibraltar, a pesar de que había sido tomado (1704), según se sabe, con la bandera del pretendiente austríaco, el llamado “Primer Carlos III” de España, o sea, el que poco después llegó a ser Emperador Carlos IV. Pero en Gibraltar sigue aún la bandera inglesa.

¿Necesitaremos recordar las hostilidades incesantes entre Inglaterra y España en el siglo XVIII –Menorca, Gibraltar, los mares de las Antillas y de las Canarias, la Ría de Vigo, el Estuario del Plata fueron los teatros de la lucha incesante. En Trafalgar (1805) aún España pudo presentar una gran escuadra, que luchó con la de Nelson de igual a igual. Aquella derrota española equivalió de nuevo al desastre de la Invencible. Pero ahora se le vinieron a España encima las desgracias más rápidamente. La invasión napoleónica acabó con la España del siglo XVIII. Hoy no reflexionamos lo bastante sobre que la nación que en 1805 lucha en Trafalgar y tiene un poderoso ejército, sabios, y universidades y todo un mundo suyo, desde California al Estrecho de Magallanes, en 1808 es un pueblo traicionado por sus Reyes y sus gobernantes, sin dirigentes, y abandonado a la espontaneidad del instinto de defensa.

La actitud de Inglaterra entonces fue característica: una vez invadida España por los franceses, las tropas inglesas desembarcaron en la Península, precisamente por Portugal, como libertadores y así consiguieron crear lo que ahora buscan en vano como “segundo frente”. Y mientras hacían en España de campeones de la liberación, papel semejante desempeñaban en nuestra América. Militares y consejeros británicos ocuparon puestos al lado de Bolívar y demás caudillos americanos de la independencia. No está hecho el estudio de cuán grande fue la influencia anglosajona –inglesa y yanqui– en la formación del desunido mundo de la América de origen hispánico abocada desde entonces a convertirse en presa de los países más fuertes.

La España dividida y exteriormente inerte del siglo XIX quedó englobada en el sistema del Imperio inglés. El liberalismo español entregó a Inglaterra gibraltares de nuestra economía: minas, ferrocarriles; bancos, centrales eléctricas...

Desde el siglo XVI eran Inglaterra y España dos pueblos nacidos para chocar. Los dos con un ímpetu capaz de llenar el mundo. Uno se desarrolló más pronto y llegó antes a tener un poder político acorde con sus tendencias íntimas y sus ímpetus. El otro llegó un poco más tarde y tuvo que sufrir, antes de conseguir aquel poder adecuado, la crisis de la Reforma. Cervantes es un genio maduro, algo viejo ya, Shakespeare impetuoso, juvenil como la naturaleza en primavera: y murieron uno diez días después de otro.

España era un pueblo moderno, pero se empeñó en salvar al catolicismo romano, y lo consiguió en parte, a costa de sus mejores energías. Inglaterra soltó todo el lastre medieval y salió a navegar un poco tarde, pero dispuesta a quedarse con los que otros más madrugadores habían ido desflorando. Salía libre, sin compromiso, con un sano y hambriento egoísmo de fiera en la selva.

A España le tocó defender, y perdió. A Inglaterra le cayó la gran fortuna de poder atacar, atacar siempre, irresponsablemente. Después de la lucha de tiempos de Felipe II, en que una Inglaterra juvenil y pictórica se debatió ante España en un pánico tal, que aún se descubre en el odio manifestado siglos más tarde, aniquilada por segunda vez España en Trafalgar. Inglaterra conseguía recortarnos las garras definitivamente. Fue una tenaz empresa de siglos maravillosamente consumada. El ímpetu fuerte, sano, de un pueblo de presa había actuado rectilíneo y sostenido durante siglos, hasta lograr su finalidad.

Alemania ha conocido en 1914 y en 1939 los mismos asaltos de la misma fiera. Afortunadamente para ella, está segura de que su porvenir es más despejado, por cuanto la Inglaterra de Lloyd George o de Churchill no es la Inglaterra de Isabel, Guillermo de Holanda, Pitt o Canning. El Triunfo, el poder y la riqueza acaban por ablandar y hacer viejo.

Si Inglaterra va a tener un continuador en los Estados Unidos, o no, podrá ser visto hoy como un problema. Pero que los Estados Unidos se polarizaran resueltamente en sentido anglosajón y antieuropeo, es también ¡casualidad reveladora! resultado de un choque con España.

Nuestro Desastre de 1899 tiene un sentido muy precioso en nuestra política interior: fue el fallo de la Monarquía liberal, el acabóse de todo un pasado, que si consiguió “sobrevivir” algunos lustros, fue rodeado del escepticismo del pueblo. Pero 1898 tiene un sentido clarísimo en la política internacional: alrededor de nuestra derrota, los Estados Unidos e Inglaterra sellaron su amistad definitiva y su solidaridad de lengua, cultura y sangre, mientras que se despertaba en los dirigentes americanos, en Roosevelt I especialmente, el odio a Europa, y en particular a Alemania. Gregory Masón ba podido escribir recientemente en su magnífico libro Remember the Maine (Holt 1939, pg. 294): “En Europa encontramos un nuevo amigo y un nuevo enemigo. La guerra hispano-norteamericana marcó el fin de nuestra tradicional hostilidad bacía Inglaterra. Y fue también el comienzo de nuestro odio a Alemania. Estas dos actitudes sentimentales continuaron y se desenvolvieron durante la guerra mundial veinte años después, y así basta la hora, día, semana y año en que esto escribo, cuando la gente de Estados Unidos, como un solo hombre, sigue con angustiada simpatía los esfuerzos de Inglaterra para impedir a Alemania que incendie Europa. En la presente guerra civil de España (potencia de cuarto orden desde 1898), la mayoría de nuestro pueblo ha estado de parte de la facción democrática, y contra el caudillaje germánico de Franco &c. &c.”

Por su parte Inglaterra cobraba su factura por la simpatía con que había visto la victoria norteamericana obligando al Gobierno de Madrid a no fortificar Sierra Carbonera.

Estos datos inconexos, incompletos, desordenados, son el índice de lo que sería una historia de España hecha con sentido político, con inquietud nacional.

Y entonces, ¡Qué mirador anchísimo para contemplar de cara y con impaciencia esta guerra, en la que es paradoja que España siga “anclada y quieta”, con tanta gente cerrando los ojos! Y además esta historia, inspirada en el criterio de los fundadores falangistas le daría a Alemania la medida de cómo las simpatías de la Falange en esta lucha no se apoyan, como otras tantísimas que Alemania conoce, en ninguna momentánea razón de vil, ambicioso oportunismo político.