[ Rodolfo Gil Torres ]
La España mora y el problema marroquí
Marruecos es el único sitio donde España ejerce una acción fuera de fronteras, y por tanto resulta el escaparate de España en el mundo. Es, además, por su situación geográfica, base esencial de la independencia nacional y punto de arranque de muchos caminos peninsulares. Fue durante siglos, provincia española, y hubo otros momentos en que ambas orillas del Estrecho tuvieron el centro del poder en el lado marroquí. Es lógico preocuparse por esa tierra berberisca con tanto afán como nos preocupamos del propio suelo madrileño, porque de los Pirineos al Atlas todas las comarcas forman parte de un mismo conjunto orográfico. Pensar en que la cuestión marroquí pueda ser un problema colonial es antipatriota y suicida. Considerando como simple trozo de África un suelo cuyas cordilleras prolongan nuestras propias cordilleras, y llamando “indígenas” a sus habitantes, que tienen en el fondo la misma raza íbera que nosotros, se da pretexto a otras naciones para menospreciar el iberismo entero, incluso en su núcleo esencial español.
Esta absurda palabra “colonial” parte de un error corriente que considera la España mora de la Edad Media como el resultado de una invasión extranjera. Es de creer que al llegar Tarik y Muza era la península el asiento de una Patria definida y unida como nuestra España actual, y que la llegada de los musulmanes fue la entrada forzada de algo nunca visto. Pensar que esos musulmanes eran muchos y entraron en masa como una violenta invasión que arrollando ante ellos al pueblo español le llevó a las montañas del Norte, para que, rehaciéndose allí, pudiese ir barriendo al “invasor” hasta obligarle a volverse al África. Este concepto extraño aparece todavía en muchos libros escolares, sin tener en cuenta las pacientes investigaciones de los eruditos arabistas, especialmente de la Escuela del arabismo español que, iniciada por Codera y Ribera, tiene hoy al frente como maestro director la admirada figura del sabio sacerdote don Miguel Asín Palacios. La ciencia arabista ha demostrado que no ha existido nunca una invasión árabe en España, porque con Tarik, Muza y otros jefes musulmanes sólo llegaron pequeños grupos de guerreros. Pero esos núcleos reducidos venían predicando un nuevo sistema de ideas religiosas, políticas y sociales. Una gran parte de la población española del Sur, el Centro y el Este adoptó las nuevas teorías, pasándose en masa al ideal musulmán.
No se trata aquí de si hicieron bien o mal o peor, ni de aquilatar la cuantía de sus errores. Esto es cuestión política, que excede el límite de lo pura y estrictamente histórico. Lo esencial es recordar que el Estado moro o hispano-árabe no fue el resultado de una invasión extranjera, sino de un partido político-social llamado “El Islam”, que no apareció en una nación unida, sino en una nación que buscaba el camino de su creación. A la profusión de tribus y cantones de la España prerromana sucedió la integración de la Península en lo imperial y mediterráneo de la latinidad. Lo latino era una síntesis nada nacional, que abarcaba varios continentes. Los visigodos que vinieron después comenzaron por ser una casta guerrera dominadora y extraña, que llegó a la Península por la fuerza, considerando a los hispano-romanos como gente inferior y no casándose con ellos. Recaredo inició la atenuación de esas diferencias al convertir los godos al catolicismo. Pero la base social del Estado godo siguió siendo un duro colonato en que los labriegos hispano-romanos estaban pegados a la tierra y la nobleza armada goda peleando entre sí sobre un fondo hispano.
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Vino de pronto la batalla de Guadalete, no ganada por el grupo reducido de árabes, sino por la disidencia sevillana de los vitizanos. Los árabes eran simple tropa auxiliar contratada que debía volverse al acabar la guerra. Si no lo hizo y se quedó en el país como dueña y gobernante, fue por las ideas sociales que traían en sus alforjas: Concesión de la propiedad a los siervos e igualdad de estos siervos en derechos con la pequeña minoría rectora árabe, fusión de todas las razas habitantes en España, formando una sola y un solo pueblo. Y en ese pueblo era lo hispano-romano lo que predominaba, porque con Tarik y Muza llegaron 32.500 soldados sin mujeres, 20.000 más con los sirios de Ceuta y luego sólo algunos grupos en emigraciones por unidades pequeñas. Ninguno de estos soldados traían mujeres, y por tanto se casaron con españolas. Sus hijos, que eran españoles en un cincuenta por ciento, volvieron a casarse con españolas, engendrando a su vez hijos con sólo veinticinco por ciento árabe. Y a la otra generación se perdió lo árabe del todo, aunque en realidad poco importaba la composición racial de los descendientes de estos 52.500 soldados conocidos y otros muchos desconocidos, en medio de la masa de habitantes que, bajo Roma, hacía de España la raza más poblada del Imperio. La estirpe de los hombres de Arabia fue gota de agua en un mar inmenso de hispanidad antigua.
El recuerdo vago e instintivo de esa realidad fue el que hizo que los españoles de la época de oro viesen un compatriota imperfecto en todo moro y morisco. Era para ellos un español torcido, perdido, rebelde, pero siempre español. A nadie se le ocurría entonces dividir ni clasificar a los pobladores de la Península como “españoles y árabes”, “españoles y musulmanes”, “europeos” y “norte-africanos” o cosas raras semejantes. Todos decían MOROS y CRISTIANOS. O sea dos bandos dentro de casa. Al niño sin bautizar aún se le llamaba “moro” y sólo ese bautizo le elevaba a superior categoría. Es decir, que se consideraba la cristianización como el paso a una más alta jerarquía, pero no como una asimilación o cambio de nacionalidad, puesto que el fondo era el mismo. Este estado de espíritu se ve exactamente expresado en Lope de Vega, cuando dice, por boca de uno de sus personajes:
“También los moros de España
somos, Bernardo, españoles.”
Así resulta que las maravillas y bellezas dejadas desde el 710 al 1610 por esa civilización hispano-musulmana que se llamó “España mora” y “Al Andalus”, fueron obras de que no deben enorgullecerse los actuales hijos de Arabia, sino los españoles, porque unas veces fueron realizadas esas obras por españoles no árabes y otras veces realizadas por árabes que vivían en España y trabajaban influidos por el ambiente local. Los hijos y descendientes de esos árabes no viven hoy en Oriente, sino en España y son acaso españoles corrientes de Sevilla, Córdoba, Alicante, etcétera. Por tanto, nadie más que España tiene derecho a enorgullecerse con la Mezquita de Córdoba, la Alhambra y la Giralda, porque todo lo han hecho gentes que nacieron, vivieron, murieron y están enterradas en el suelo español.
Es, desde luego, evidente que la civilización mora de España tiene un aire oriental marcadísimo, y no se explica cómo habiendo venido tan pocos árabes pudo esto ser. Pero ya antes de Roma había tenido el Sur y Sudeste peninsulares contactos de miles de años con el Oriente, del que habían venido modas, usos y colonizaciones. El más conocido de estos contactos fue el fenicio-cartaginés, que duró desde el 2900 antes de Cristo hasta la llegada de Roma. Pero hubo otros muchos incluso bajo Roma. El más sublime fue el del Cristianismo, que trajo Obispos de Arabia e iglesias de planta cruciforme y arcos de herradura al modo de la alta Siria. La España cristiana bajo romanos y godos fue una mezcla oriental-latina semejante a la de Bizancio. La Córdoba del Jalifato fue también como un Bizancio del Oeste, Córdoba Omeya, que tuvo su gran Mezquita como un bosque de columnas en un delirio de clasicismo, totalmente ajeno al alma de Arabia. Este Jalifato fue el que se extendió por Marruecos y Argelia, dándoles su forma actual. La manera de vivir de los moros marroquíes es herencia de los moros de España. Y en la España de Abderramán III está la base y modelo del Estado marroquí. Por eso el problema marroquí debe ser cosa exclusiva de marroquíes españoles, excluyendo toda otra nación.