Pablo Antonio Cuadra
Eugenio Vegas, cruzado anónimo
De Rege et regis institutione
¿Quién es Eugenio Vegas?
Difícil resulta a las miradas interrogantes de América encontrar, en el vasto cielo teológico de España, la estrella monarcal, escurialense de este joven escritor, escondido entre silencios. Enamorado del anónimo, cultivador de la virtuosa penumbra de la humildad, apenas ha querido dejar huellas en las letras de molde, aunque su historia y su obra bien merecen el pregón de la fama.
Hasta ayer, nomás su nombre –pronunciado en la amistad de muchos– no significaba más que unas cuantas cartas paulinas (epístolas que vinieron a América a sembrar los primeros fulgores del Imperio), dos o tres libros (Catolicismo y República, Romanticismo y Democracia), cuatro o cinco escritos con su firma (como el profundo y admirable prólogo de El Fin del Imperio Español en América de M. André en su última edición española), que lo integraban a la constelación luminosa e inmortal de Feijoó, Zevallos, Saavedra Fajardo, Fray Juan de Marques o don Juan Manuel –prosa de monarquías–, pero que aún no revelaban la total grandeza de su figura, su signo misionero, su labor ignaciana y fundadora.
Hasta hoy aparece un libro suyo –Escritos Políticos– que levanta un poco el velo de su cultivado anónimo. Hasta hoy, en el labrado milagro de su catedral de monarquías –trabajado con artesano y medioeval secreto– podemos encontrar, medio borrado y oculto, el nombre y apellido del constructor. Tiempo es de contarlo en prosa, en prosa limpia como su pasión y su constancia, en prosa como su prosa, martillo sobre el yunque.
Eugenio Vegas ha sido el alma de una empresa a la que América debe sus mejores pensamientos. “ACCIÓN ESPAÑOLA” –antienciclopedia de la Hispanidad– es obra suya, obra de su aliento y de su metálica voluntad de espada.
Su historia es ejemplar y debe ser conocida, porque España –Alma Mater– tanto enseña con palabras como con silencios.
Recordemos los tiempos oscuros, preludios de tempestad, de la Monarquía liberal. República coronada. Eugenio leía en su pupitre de estudiante de Derecho, los raciocinios arrolladores de Maurrás. Aburrido, desesperado de los viejos reaccionarios (Folletos sobre “El Liberalismo es Pecado”, veladas de beneficiencia, acción social de chaquet, literatura ñoña y seriedad de cuello engomado) piensa que la tradición no es un Asilo de Ancianos, sino tercio de combatientes, dialéctica briosa, juvenil, de palabras como balazos y de balazos. A la sombra de Maurrás, Eugenio Vegas descubre que la tradición es acción. Acción Española.
Desde entonces, ante el altar de Dios y de la Patria, hace la vela de sus armas y el voto de caballero batallante. Aún niño es ya doctor en Derecho. Implacable estudiante quiere una profesión que le permita una vida independiente, para la lucha, en Madrid. Gana las oposiciones e ingresa en el Cuerpo de Oficiales Letrados del Consejo de Estado. Ya está lista su vida y su libertad y comienza su misión. Es un muchacho desconocido pero un día tiene la audaz ocurrencia de presentarse en Palacio y hablarle al Rey. Su Majestad debe abandonar la política liberal de la monarquía, resucitar la España de Isabel y de Felipe II. Alfonso XIII, sorprendido e ingenioso, detiene los golpes de esgrima de aquel apasionado. Le pregunta por su vida y estudios. Pero Eugenio Vegas no está para reales gentilezas. O se endereza la Monarquía o cae. El dilema es angustioso e ineludible. El joven Rey sonríe, juega con el imprevisto consejero, elude, escapa. No presenta el Cuerpo. Y Eugenio Vegas sale de Palacio dando patadas contra los muros, furioso. Incendiado.
No iba a cometer, no, la necedad romántica de dispararse contra el Rey. El Monarca es una institución y no una figura para dorarse o desdorarse por la emoción o el resentimiento. Guarda su corazón dolorido y piensa. Su acariciado sueño de juventud, de levantar a media calle una trinchera en defensa de la tradición, le posee sin descanso. Maurrás le había enseñado un método, una técnica. Ya no necesitaba más: tenía consigo, en fila de siglos, los más sólidos pensadores políticos de su raza, desde el reciente Vázquez de Mella hasta el remoto Alfonso, el Sabio. Y Eugenio comienza esa obra lenta e ignaciana, fundación de compañía, reunión en haz de los jenízaros del Rey.
Hoy sabemos que existió y existe un grupo brillante y magistral de tradicionalistas que renovaron –en luz y osadía de actualidad– la política clásica cristiana que inspiró la Edad de Oro hispana y el pensamiento gigantesco de Menéndez y Pelayo y la filosofía luminosa de Balmes. La mejor parte de América probó los frutos magníficos de ese grupo en “Acción Española” y cortó de ella, por primera vez después de siglos, la palabra Hispanidad, jugosa de historia y porvenir gracias al cultivo y la cultura de Ramiro de Maeztu. Casi toda América vio también –temblorosa de emoción– el gesto de Atlas de Calvo Sotelo al levantar sobre sus espaldas anchas de caudillo el peso de la Cruz de España. Desde el balcón de los Andes todos vimos, en la pasión y el martirio de los mejores de ese grupo (Calvo Sotelo, Sanjurjo, Maeztu, Víctor Pradera, &c.) cómo se preparaba y comenzaba una Cruzada que luego cumpliera y cerrara la Tizona de Franco. Esto es historia. Pero, guardaba el silencio –arca de olvidos– la razón y fundación de ese grupo, su enlace vivo y creador, su alma. Faltaba saber que cuando todo sonaba a desastre, a dispersión y derrota –¡años anteriores de la República, 14 de Abril, huelgas de la Historia!– un jovencito impaciente de espíritu flamígero, iba y venía reuniendo hombres y nombres para la gran empresa de contrarrevolución. Eugenio Vegas fundó y conservó –en actividad y fecundidad– “Acción Española” y sus grandes maestros, los que ya murieron y los que aún viven, obedecían a este timonel casi anónimo –repito que por voluntaria humildad– cuyo proselitismo hizo posible la agrupación en fe, en ideales y en acción –(¡Dios, Patria y Rey!)– de mentalidades gloriosas como Calvo Sotelo, Maeztu, Pradera, Pemán, Eugenio Montes, Jorge Vigón, Sainz Rodríguez, Giménez Caballero, Valdecasas, Pemartín, Areilza, &c. ¡Estado Mayor del pensamiento hispano!
Él precipitó la conversión de Calvo Sotelo a la integralidad tradicional. Pescó, con ojos católicos de pescador, la decisión de Maeztu, el humanismo de Montes, la guitarra andaluza, nostálgica de monarquías, de Pemán.
Luego, ya se sabe. Aparecía Acción Española cada vez más prestigiosa de firmas. Pero su editorial, su rumbo, era anónimo. Eugenio Vegas, ermitaño en el silencio, guiaba.
Cuando llegó el trance –parto de España, dolor de las madres y llanto recién nacido de los fusiles–, cuando la tiranía y el asesinato marxista colmaron la desesperación: Eugenio –monje de Occidente– predicó la Cruzada. ¡Violencia y persecuciones! Pero su palabra había prendido y prendido también la pólvora.
“Redención de pecados sin sangne nunca vino;
Sangne lava las almas de todo malvenino;
Por entrar a los cielos sangne faz el camino;
Do la sangne no tanne BeIzebud es vezino”,
dice el de Berceo. Era el año de tragedia de 1936. La guerra civil.
Un intelectual podía haberse quedado tras el escritorio alegando miopía o razones de necesidad política. La mentalidad hispanísima, heroísmo sin tacha, de Vegas alega otra razón. He aquí sus palabras: “Quienes lean mis escritos y piensen que fueron dictados por la más auténtica sinceridad, podrán concebir mi constante deseo durante la guerra de llevar a la práctica las peligrosas actividades que prediqué”. Y, a como lo dijo lo hizo. Como escribió luchó. Artesano medioeval en el silencio del anónimo, también oculta su nombre en las filas –¡las más amargas filas del combate!– de la Legión Española. Anónimo “novio de la muerte”. Eugenio López. X o Z. Soldado raso.
Tres veces estuvo en el frente de guerra en “las peligrosas actividades que había predicado”. Así cumplía con su conciencia. Sin aplausos. Acción española en la letra y en la batalla. Y siempre en la penumbra silenciosa de la humildad.
¡Oh milagrosa y sorprendente España!
¡Cuánto gocé al encontrar en sacristías humildes de iglesias aldeanas óleos de maravillosos pintores, tesoros de arte para los secretos rincones de Dios! ¡Así también, soldado confundido de los Tercios, manco y maltrecho, caminó Cervantes dándole más importancia al silencio de su hazaña castrense que al trueno secular de su Quixote!
... Bajo el cielo implacable de África –guerrero legionario– abracé un día a Eugenio Vegas. Su perfil velazqueño define su raro temple inflexible. Su tez ha sido tostada, más que por el sol del amanecer, por el sol del Mediodía por cuya luz monárquica ha dado, minuto a minuto, su caudalosa y limpia juventud.
Eugenio Vegas –ejemplo de animosidad y proselitismo, ejemplo de empeño, de constancia y de desprendimiento– hoy nos ofrece, en la florida colección de su libro “Escritos Políticos” las razones y convicciones de ese ideal tradicional hispano, acción y pasión de su vida. Estos escritos son el trazo de su obra hasta ayer anónima. Muchos de ellos son los editoriales de Acción Española –de permanente actualidad– que nos imponen de aquellas leyes políticas –“De Rege et regis institutione”– que marcan el camino de gloria de nuestra Historia, que por cumplidas antaño nos dieron la libertad del Imperio y por desobedecidas hogaño nos castigan con la esclavitud de nuestra decadencia. Libro de combate. Tomo de certidumbres, dialéctica maurrasiana, prosa sin galas, militante cuyo fondo es la pura Verdad eterna de España: Catolicidad sin dobleces ni concesiones, Hispanidad en cruz y espada. ¡Otra vez nos llega don Francisco de Quevedo, otra vez don Diego Felipe de Albornoz y Sepúlveda y Fray Franchechs de Eximénez! ¡“Espejo de Monarquías”, “cartilla de Príncipe Cristiano”, “Política de Dios”, “Crestía o Llibre dels regiments de Princeps e de Comunitats”...!
Después del amanecer –previniendo el Mediodía y el futuro andar, por siglos de la Hispanidad– es necesario y noble ejercicio de la inteligencia recibir esta prosa que nos limpia el camino de continuidad entre el pasado y el porvenir.
Junto a ese camino real, al borde mismo de su recto destino, he querido también destacar la figura ejemplar de Eugenio Vegas, sólo por adelantarme a la historia. ¡Qué siempre es gozo de poetas eso de ir adelante, a la vanguardia del tiempo, pregonando las merecidas glorias!
[ Tomado de Eugenio Vegas Latapie, La frustración en la Victoria, memorias políticas 1938-1942, Actas, Madrid 1995, páginas 491-493. ]