[ Rodolfo Gil Torres ]
Japón y el Islam. Árabes y japoneses
Estaba el cronista en un salón espacioso, perdido dentro de una mullida butaca asiática. Sentado y arrellanado frente al ancho ventanal abierto. Fuera, la noche egipcia, llena de ese frescor filtrado del Sahara. Negra, sola e inmensa parecía esa noche árabe de los cuentos, en la que florece el milagro y el espíritu se queda desnudo. Por el balcón entraban los desplegados ramajes de un «lebek» en generosa oferta de encarnadas flores. Como si huyese del desierto que nacía al pie de la ventana. Sentado y callado el cronista en la noche oriental. Y frente a él una breve silueta de japonés. Un japonés con rojo fez a la cabeza.
¿Puede haber sorpresa mayor que la de ver a un japonés vestido de moro? ¿Es posible evocar una geisha entre las columnillaas de la Alhambra? ¿No es esto un desatino geográfico?
Es el Japón archipiélago verde de cortos horizontes, y es el mundo árabe inmensidad amarilla de rocas y estepa. Cerrado Imperio el primero. Dilatada complejidad de Estados y taifas el segundo. Y, sin embargo, hay un nexo en la común tradición caballeresca de samurais y antiguos nobles beduinos. Sagrados ritos de espadas puras con limpieza no empañada y brillo sin sombra. Vidas envueltas por amables cortesías generosas. Arte paciente que da perfección a la florecilla pintada y busca lo eterno en la línea menuda. Belleza recortada y pequeña, a la medida de lo humano. Florecieron árabes y japoneses en maravillosas miniaturas de oro y color. Alzaron pabellones aéreos sobre columnillas sutiles. Guardaron perfumes en cajas de laca y marfil. Hicieron del pescado base casi litúrgica y emblema puro del comer. No amueblaron nunca sus casas, sino que las vistieron con cómodas telas. Hicieron la flor como un cañón, y el cañón como una flor. Y sobre todo, se sentaron sobre sus piernas. Nadie sabe sentarse más que los árabes y los japoneses. Reposo total del cuerpo que va paralelo a un reposo interior tejido con fatalismo y desprecio al morir.
Semejanzas sorprendentes que se acentúan en Egipto, metrópoli de la Arabidad. Hay en los ojos largos de los hijos del Nilo y en su carne fácilmente dorada un lejano eco de niponismo. Y el Emperador japonés, «hijo del Sol», resulta como un Faraón trasplantado. Viven y trabajan egipcios y japoneses en la misma forma desde hace miles de años. El Imperio del disco solar, las casitas de madera pintada y los vestidos sutiles, como tejidos con aire, parecen revivir en el Japón de hoy.
En lo moderno hay también estrechas relaciones. Cuando Inglaterra se hizo dueña y señora del Asia la máquina la acompañaba. El Egipto viejo de pirámides y trapecios era la puerta de entrada. Por Suez entró en el Oriente la inquietud del pasado siglo, y desde allí se derramó por todo el mundo de los amplios ropajes. Por el istmo adelante, y hacia el sitio en que nace el sol, iban pasando las nuevas conquistas del moderno adelanto. Con el Rey de Egipto, Mohamed Alí, despertó el mundo del Sol Levante. Fue ese Monarca el primero que quiso volver a darle cuerda al reloj parado de la vida en el mundo de chilabas, caftanes, túnicas y kimonos. Hizo sus primeros trenes a la vez que los primeros trenes de España, y humearon sus fábricas al humear las fábricas barcelonesas. Pero el 1880 cayó sobre Egipto todo el poder anglosajón, y la civilización nueva fue aplastada. Egipto dejó de ser modelo, su pueblo empezó a cubrirse de harapos bajo el duro poder de la libra esterlina. Pero fue entonces cuando el Japón heredó su papel de conductor y guía.
Llegó el 1905, y Rusia quiso barrer el obstáculo de ese Japón que se apresuraba a lo moderno. Pero Rusia fue barrida y el prestigio de Inglaterra que la impulsaba sufrió su primer derrota. Un viento de entusiasmo sacudió todo Oriente. Inició su marcha la Joven Turquía. Nacieron en Egipto el nacionalismo de Mustafá Kamel Effendi y el panarabismo de Negib Azuri. Surgió en la India la primera protesta violenta. Afirmó el Afganistán su violencia defensiva. Esa sacudida del 1905 ha seguido actuando hasta hoy. Ha sido el ejemplo japonés el que ha animado a árabes, turcos y persas de hoy para vestir a la moderna. Y ha sido la violencia anglosajona la que ha hecho florecer, desde Suez a Tokio, los patriotismos armados. Así tiene hoy el Japón relación íntima con el enturbantado mundo del Islam.
La relación egipcia es la más dificultada. Por el temor inglés a una presencia de lo nipón en el Canal. Sin embargo, un mutuo empeño de simpatía ha dejado ya huellas. Unía a ambos países antes de la guerra una línea de vapores de la Nippon Yusen Kaisha. Era el Japón el país que ocupaba el cuarto lugar en la relación comercial con Egipto. Comprándole algodón y arroz, vendiéndole sedas y máquinas. Se creó en noviembre de 1938 una Cámara de Comercio egipcio-japonesa en Tokio por iniciativa nipona y de acuerdo con el ministerio egipcio de Comercio. En otra ocasión pidió Japón comprar toda la cosecha egipcia de algodón, provocando así el terror de John Bull. En mayo de 1940 se creó la cátedra de árabe en la Universidad de Tokio. Hay estudiantes japoneses en la Universidad Al Azhar de El Cairo. Y yo he visto pasear por las calles de Port Said y Suez a esos modestos viajantes de comercio japonés que la leyenda cree siempre coroneles de Estado Mayor disfrazados.
Hay luego la relación más amplia con el Islam. Un representante del Islam japonés asistió a la inauguración de la Casa de Marruecos en El Cairo. Otro japonés musulmán era el que hablaba con el cronista en una casa cuyos balcones tropezaban con el principio del desierto. Un Ministro del Japón en Egipto declaró en 1938 al Japón potencia musulmana, provocando un verdadero alboroto. Fue en mayo de ese mismo año la inauguración de la Gran Mezquita de Tokio, asistiendo el emir Seif Al Islam, heredero del trono del Yemen; el jeque Hafiz Vajba, Ministro de Arabia y representante del Rey Ibn Saúd; además diplomáticos de Egipto, Iraq, Afganistán, Persia, y jefes de los musulmanes de la India, Filipinas e Indias Holandesas.
El 24 de julio de ese 1938 se declaró oficialmente la existencia autorizada del Islam en el Japón. Hay allí 15.000 musulmanes y siete mezquitas. En el Manchukuo aliado, 172.894 musulmanes. En la China nacional japonófila, 1.900.000. En el Yunnan chino, país de Aladino y su lámpara, prohibido hoy por ese Chiang-Kai-Shek hostil al Islam, hay 18.000.000 de musulmanes. También al sur de Filipinas con el millón de «moros» de Mindanao y Joló. Y las Indias Holandesas con 49.000.000 de islámicos de origen local, con mezclas árabes e indias. Hay más acá el interesante Islam de India, cuyos 80.017.000 individuos empieza muy cerca del límite de Birmania.
Sale ahora el Japón de sus paisajes de abanico Monte Fuji-Yama, de nieves dormidas que parecen nubes, jardines curvos de Nikko, con cerezas perdidas, entre ramas; castillos de muros cóncavos, puentecillos jorobados, presencia en el mar de cuadradas velas blancas, cielos de acuarela entre pinos extendidos. Salta ahora el entusiasmo japonés por encima de las fronteras y pone la proa hacia horizontes de pólvora. Recordar que estos horizontes son muchas voces de Islam y que van por el Índico de marzones a las playas de Arabia es un útil recuerdo.