Blanco y Negro, revista quincenal ilustrada (segunda época)
Madrid, 1º de diciembre de 1938
año XLVIII, nº 16 (2.364)
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Julián Marías
Rosselló-Pórcel,
poeta balear (1913-1938)

Blanco y Negro, número 16, Madrid, 1º de diciembre de 1938
Cubierta, por M. Camarero,
del nº 16 de Blanco y Negro, Madrid 1938

Me ha llegado ahora un libro de poesía catalana, impreso en estos meses últimos: Imitació del foc, de mi amigo Bartomeu Rosselló-Pórcel. No podrá ya él hojearlo con aquel fervor que ponía en todo y que hacía sentir tan vivas en sus manos las cosas del espíritu: desde el mes de enero está descansando –tan pronto, sin haberse cansado aún nunca– junto a la iglesita de El Brull, en el Montseny. No será ya Rosselló quien pueda hacerme oír sus versos, él que me hizo gustar la poesía catalana, siempre distante; ahora está su libro aquí delante, mudo, con su título en finas letras rojas, y tengo que ser yo quien hable de él.

En Madrid, el nombre de Rosselló apenas despertará ecos; sólo pocas personas, de las que tuvieron relación directa con la Facultad de Filosofía y Letras, recordarán su paso fugaz de un curso por la Universidad madrileña y por la Escuela Internacional Española, hasta que la guerra puso un triste fin a tantas cosas. Pero precisamente por eso, por ser casi desconocido, interesa hablar de él, ahora que ya no vive, que no volverá a estar entre nosotros: conviene saber siempre, al menos, lo que se ha perdido.

Yo conocí a Rosselló en el mar. En 1933, en su Mediterráneo, a bordo del Ciudad de Cádiz, que entonces hacía un crucero universitario, y el año pasado dejó también de ver la luz, hundido junto a los Dardanelos por un barco italiano. En mitad del viaje, entre el grupo de los estudiantes barceloneses, apareció Rosselló, y luego su amistad quedó definitivamente ganada en una isla, en un templo griego, en una vieja librería de Atenas o de Nápoles. Al año siguiente volví a encontrarlo en la Magdalena, en Santander; y al otro en Madrid, hasta la guerra, sobre la que hicimos los dos profecías –fallidas– a las pocas horas de saber de ella, cuando nadie pensaba todavía en lo que había de ser. Después me escribía desde Barcelona cartas llenas de afán por Madrid, que le parecía aún más admirable después de comenzar el asedio de noviembre. «Los que tenemos –me decía una vez–, por esos climas, el honor de recibir cartas de Madrid no sabemos cómo pagarlo. Parece que cae sobre nosotros un reflejo de vuestro martirio ilustre que nos ennoblece delante de la gente que puede ver el heroico matasellos: Madrid. Nada menos.» Y luego añadía: «Si cualquier madrileño cuenta con mi admiración, yo, con mi curso en Madrid, me siento algo avergonzado de no estar con vosotros. Veo con claridad que cada uno escoge en cada momento la ciudadanía que más le honra, y yo, que he escondido la mía, la más honda, insular, porque me avergüenza, empiezo a sentirme incómodo con la barcelonesa, mía por elección...» Y poco después, contestando a unas noticias mías acerca de un obús que había destrozado parte de la casa, sentía su profunda alarma de hombre de letras, y me escribía: «Tiemblo, también, por tus libros, y les deseo un fatum de alegría.» Su última postal, de diciembre del 37, me anunciaba su incorporación al Ejército. Y al mes siguiente, después de una enfermedad rapidísima, moría, dejándonos llenos de tristeza y asombro a los que no comprendíamos como podía haberse acabado una vitalidad tan pujante y alerta, cómo era cierto que se había apagado una alegría tan alta.

Quedaban de Rosselló sus trabajos sobre literatura española, dos pequeñas colecciones de obra poética original y este libro que ahora aparece. Su poesía era siempre catalana; cuando yo le hablaba de su posible cultivo en castellano, sentía temor. No se atrevía, porque no estaba seguro de la posesión poética, entrañable, de la lengua que escribía en magnífica prosa. Rosselló consideraba y estudiaba con devoción la poesía castellana, pero sin atreverse a entrar aún en ella.

Acerca de Jorge Guillén, a quien admiraba sobre todas las cosas, escribió una nota, que es tal vez lo mejor que se ha hecho sobre el tema.

Y en este libro, encabezado por tres amigos y maestros suyos, Sbert, Gabriel Alomar y Carles Riba, llega a una calidad poética que hace sentir cuánto ha perdido la poesía española. No se trata ya de promesas, sino de estos poemas suyos, de los veintidós a los veinticuatro años, que no necesitan indicación de edad como justificación de deficiencias, sino al revés, para subrayar sus extrañas cualidades. Será difícil encontrar un poeta tan joven y con una tan perfecta sencillez. Lo mismo en algunas canciones simplicísimas, con todo el encanto de la mejor poesía popular, como la Historia del soldat, que en otras composiciones de mayor intimidad lírica, donde las imágenes son siempre elementales, sin el menor rebuscamiento, donde el objeto poético es algo con lo que vivimos, algo que tenemos al alcance de la mano o de los ojos, y que por eso puede cargarse de emoción al ser aludido suavemente, sin tocarlo apenas.

La tarda del dissabte
m'enamoro a la plaça.
La nit del diumenge,
a la cantonada.
El dilluns, a la fira,
el dimarts, a l'hostal...,
Febres de maig
duren tot l'any!

No es fácil encontrar versos de más inmediata frescura, con menos obstáculos verbales. Y otro tanto ocurre, al escribir el otro tono más pausado, cuando Rosselló señala –pudiéramos decir calladamente– una cosa, agua, nube o río, para hacer que ella misma, sin perturbación y sin intermediarios, nos envié sus mejores reflejos estéticos.

Escolto la secreta
harmonia de l'aire
i l'ardor que tremola
d'unes grans aigües lliures.

Rosselló no dice demasiado las cosas, porque sabía muy bien que no es eso lo necesario. Lo que es menester es hacer que las cosas viertan por sí solas el contenido poético que encierran; sólo se trata de ponerlas a la luz en que dan sus más altas irradiaciones, y entonces dejarlas estar quietas. Así puede llegar a escribir versos tan excelentes, tan llenos de fuerza expresiva y alusiva, como éstos:

Aprèn l'ombra llunyana, blava i blanca,
deis núvols plens de venti pròdigs d'ales.

O también

Però lo m'he perdut en les planúries
que han oblida la dansa, el crit de l'aigua...

Y en la última composición del volumen, En la meva mort, en su muerte, que no sabía tan próxima, alcanza Rosselló una fuerza, una intensidad de emoción poética que excede de los límites de los versos, y se queda sonando, después de haber doblado la última página del libro, como la estela de un barco ya pasado:

Reina d'aquestes hores, ara véns
tota brillant, armada.
Inútil desesper del vespre! L'alba
s'acosta ja amb l'espasa,
i l'ardor temerari que m'encén
allunya les estrelles.

Ese ardor lo llevaba Rosselló a todas partes : a un estudio sobre Quevedo, a una clase de su Instituto-Escuela, a una conversación entre amigos, a sus trabajos últimos al servicio de la guerra. Un ardor que era siempre, al mismo tiempo, una claridad; por eso Rosselló era una de las personas que no se han perdido en estos años. Tenía estas dos condiciones –ardor y claridad– que hacen falta para cruzar sin menoscabo íntimo estos años durísimos y turbios que nos está tocando vivir a los españoles. Y sin perderse, entero y sin fallas, se ha encontrado a sí mismo definitivamente, en la muerte, demasiado pronto. Sin ir tan lejos como hubiera querido. Sin haber llegado siquiera a la paz.

Julián MARIAS


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