Blanco y Negro, revista quincenal ilustrada (segunda época)
Madrid, mayo de 1938
año XLVIII, nº 2 (2.350)
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Los cascotes de la Academia

Blanco y Negro, número 2, Madrid, mayo de 1938
Cubierta, por José Dhoy,
del nº 2 de Blanco y Negro, Madrid 1938

Cuando la paz vuelva a reinar en España y Madrid recobre la normalidad, a la par que el obrero, cambiando el fusil por el palustre y el martillo se dedique a reconstruir los millares de edificios hundidos o destrozados por los proyectiles de la barbarie, habrá también que derribar y reconstruir muchas instituciones caducas y dar nuevo ritmo, un ritmo en concordancia con el tiempo, a las antiguas Academias, fábricas fundamentales de la cultura patria; pero que al correr de los años, siguiendo el vicioso cauce social, se habían mixtificado, dentro de un lamentable anquilosamiento.

No era, ciertamente, la Academia Española de la Lengua la más enmohecida. Aun con reflejos políticos, inevitables, mostraba su vitalidad y merecía otra atención que sus similares: la de la Historia, la de Ciencias Políticas y Morales, la de Jurisprudencia, avispero de pasiones, y la de Ciencias Exactas. Pero la guerra ha entrado en la docta casa como viento de fronda, barriendo todo o casi todo lo que en ella había, ya que la metralla de los sitiadores no pudo hacerla desaparecer enteramente, cumpliendo el lema: «Muera la inteligencia.»

De triunfar el generalísimo, a buen seguro que, llegado el momento de reconstruir el círculo de los treinta y seis inmortales, reemplazando a los muertos y excluidos por el nefando delito de pensar liberalmente, Millán-Astray, Queipo de Llano, Cabanellas, Martínez Anido y otros intelectuales –no nos olvidemos de Parellada, Torrado, López Montenegro y Royo Villanova– ocuparían los sillones vacíos; pero como esto no es lo probable, hay que pensar en lo que va a ocurrir al restablecer la República la normalidad, después de su definitivo triunfo.

Vamos a examinar la lista de académicos publicada últimamente, en 1936:

Académicos de número: Don Ramón Menéndez Pidal, don Emilio Cotarelo y Mori (fallecido), don Francisco Rodríguez Marín, don Ricardo León, don Miguel Asín Palacios (fallecido), don Gabriel Maura y Gamazo, don Emilio Gutiérrez Gamero (fallecido), don Leonardo Torres Quevedo (fallecido), don Serafín Alvarez Quintero (fallecido), don Armando Palacio Valdés (fallecido), don Julio Casares, don Manuel Linares Rivas, don José Martínez Ruiz, conocido también por Azorín, en el anarquismo del siglo pasado, en el ciervismo que le hizo diputado, y en el rosado republicanismo del 14 de abril; don Joaquín Alvarez Quintero, don Vicente García de Diego, don Leopoldo Eijo Garay, obispo de Madrid-Alcalá; don Amalio Gimeno (fallecido), don Agustín de Amezúa, Fray Fullana y Mira, don Resurrección María de Azkúe (residente en Bilbao), don Armando Cotarelo y Valledor (residente en Galicia), don Julio de Urquijo e Ibarra (residente en Guipúzcoa), don Lorenzo Riber Campíns (residente en Barcelona), don Antonio Rubio y Lluch (residente en Barcelona), don Ignacio Bolívar, don Niceto Alcalá Zamora, el repudiado por izquierdas y derechas; don Gregorio Marañón y Posadillo, el del antiguo régimen, que hoy, rebajado del servicio de la República, nos desacredita, o se desacredita, por Suramérica; don Miguel Artigas y Ferrando, ex director de la Biblioteca, a quien hemos dejado pasar tranquilamente al otro campo para que allí nos calumnie del modo más vil y rastrero; don Salvador Bermúdez de Castro O'Lawlor, don Pío Baroja Nessi, aquel tremendo demoledor que hoy comulga con los requetés; don Tomás Navarro Tomás, don Ramiro de Maeztu (fallecido), don Enrique Díez-Canedo, don Jacinto Benavente, don Eugenio d'Ors, aquel Xenius tan bien avenido con las derechas; don Antonio Machado, don Ramón Pérez de Ayala, rebajado también, como Marañón, del servicio de la República, que espera tranquilamente, en unión de Ortega y Gasset (don José), comiéndose los ahorros de su larga embajada en Londres, sostenida en todos los climas, que se restablezca el orden, divagando sobre los temas más amenos de la literatura; don Eduardo Marquina, aquel poeta que representaba, con espléndidas dietas, a los autores españoles en todos los Congresos, y que lo mismo ponía letra a la Marcha Real, que imitaba a Pemán con Santa Teresa, o se contrataba con un Herrera cualquiera; don Miguel de Unamuno (que murió en Salamanca del dolor de su mal paso), don Blas Cabrera y don Wenceslao Fernández Flórez, cuyo mejor humorismo es presumir hoy en la zona facciosa de que le persiguió la República, y tuvo que fugarse de la España leal con más complicaciones que Edmundo Dantés.

Y no quedan más, señores. De los treinta y seis inmortales, apenas sobreviven, moral o materialmente, media docena. Hay que buscar treinta, dispuestos a limpiar, fijar y dar esplendor al lenguaje.

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