Filosofía en español 
Filosofía en español


¿Qué es ser revolucionario?

por F. Carmona Nenclares

I

El problema de la dimensión revolucionaria del hombre, pues sólo el hombre, entre los seres vivos, “es” revolucionario, está lleno para quien esto escribe, (y lo estaría también para otros muchos que pudieran hacerlo,) de luminoso contenido emocional. Porque es la propia vida, lo más fértil, inalienable y soterrado de uno mismo, quien lleva siempre al descubrimiento de esa dimensión revolucionaria, específica del hombre. En el preguntarse “qué es ser revolucionario” hay implicada para un revolucionario una especie de inevitable y melancólica revisión autobiográfica.

Tenemos que echar mano de una plural investigación previa para abrir el camino de la investigación última. El ser humano, centro de la naturaleza y de todas las relaciones sociales, será nuestro objetivo. Como sólo al hombre le es posible la dignidad revolucionaria hay que hacer inteligible de antemano, antes de definir esa dignidad, la esencia del hombre y de la vida. Puesto que, además, el hombre aparece siempre viviendo en sociedad habrá que señalar también, por la misma necesidad previa, la naturaleza del fenómeno social elemental o sea la naturaleza y razón de las clases sociales. Bastará, para enunciarlo todo, con el sumario estudio descriptivo.

Debemos partir de un principio establecido por la experiencia: la vida animal del hombre nos ayuda a comprender la de la esponja y ésta, a su vez, hace patente en qué consiste el simple “estar” inerte de la piedra. (Pero volviendo del revés la proposición, diremos: la piedra no hace inteligible a la esponja y tampoco ésta al hombre.) La piedra, la esponja y el hombre son tres entidades o acontecimientos –mejor “acontecimientos” puesto que el Mundo no es un complejo de cosas sino de procesos–, que debemos considerar dentro del curso general de la Naturaleza; es decir, dentro del enorme volumen del devenir cósmico. En seguida se obtiene un resultado concreto. La unidad del ser vivo está formada de elementos heterogéneos; la unidad de un cristal, en cambio, es idéntica en cada una de las partes constitutivas del todo.

Pero ¿y el hombre?... Este es algo más que una simple esponja cuya vida transcurre siempre en el presente. Por debajo de nosotros, los otros animales aparecen férreamente articulados a la Naturaleza. Ninguno de ellos produce, como le pasa al hombre, sus medios de vivir. Vive, además, fuera de sí porque su vida tiene el carácter de existencia, de algo que se verifica, repetimos, fuera de uno mismo. Conoce las tres dimensiones del tiempo, presente, pasado y futuro. Sólo él vive, en realidad, en el tiempo. El vivir de los demás animales transcurre, como el de la esponja, en el intemporal presente. La conciencia del tiempo convierte al hombre, y exclusivamente a él, en un ser histórico.

Hay algo más. La manera de actuar y moverse que podemos percibir en los animales no tiene verdadero carácter de conducta. Les es impuesta por la férrea articulación del instinto con el Universo. El hombre puede, hasta cierto punto, escoger el comportamiento. La acción del hombre se llama conducta porque es objeto de elección. Con esto tocamos el núcleo originario de nuestra jerarquía y condición. Consiste, sencillamente, en que el hombre puede decir “no” a su instinto. Eso es todo.

Luego el hombre, unidad psicológica y moral, encuentra que su existir no tiene naturaleza pasiva, receptiva, como la de la piedra, o instintiva, como la del animal, pura unidad biológica. No. Es el único ser vivo que tiene conciencia del tiempo. Por eso su vida es un “hacer”, una urgencia de acción. Y no de una acción cualquiera sino de una acción elegida, moral en el más amplio sentido. Esta acción moral ha creado, conjugándose con otras entidades absolutamente materiales que mencionamos más tarde las instituciones sociales dentro de las que el individuo se encuentra luego a sí mismo. Tenemos en el Estado una institución de ese género.

II

Con el hombre penetramos en la Historia. Esta, la Historia, es la forma temporal suprema bajo la cual el hombre, único ser histórico conocido, se ve a sí mismo y ve todo lo demás. Precisamente por esto, porque el hombre sabe que todo le es dado dentro del horizonte histórico, dentro de la Historia, tanto lo que existe de “hecho” (la tuberculosis, el campo, la mesa) como lo que solo existe “idealmente” {la belleza, el amor, etcétera...) resulta inaceptable la tesis de los historiadores antimarxistas, sean católicos o liberales, que tiene su origen indiscutible en el mito de la caverna de Platón. La objetividad o verdad de la Historia, por ser inmutable, establecida de una vez para siempre e “ideal”, cae, según esa tesis, fuera de la Historia. Pues los hombres permanecemos sumidos en el fondo de una caverna, de espaldas a la luz; vemos reflejarse en la pared las sombras de la verdad, pero no vemos “la” verdad porque ésta no es material. Plutón resulta así la fuente del más desesperado idealismo.

La realidad es, sin embargo, mucho más antidogmática de lo que quisieran los católicos y los idealistas y reaccionarios de toda laya. Esto se objeta por sí mismo. La realidad es que fuera de la Historia no hay, para el hombre nada, en absoluto nada. O sea, cuanto existe necesita formular su existencia en lenguaje histórico. (Diagnosticamos las enfermedades por su curso. Conocemos el Universo por sus procesos.) Solo cuando nos amputamos del fluir vivo y fresco en que vivimos es posible, por colocarse en una posición antivital, antihistórica, elaborar la idea de la existencia de algo que sea inmutable y eterno, llámese Dios, justicia o método terapéutico. Pero la verdad, lo objetivo, no reside en lo eterno e invisible físicamente. Sea lo que sea su esencia lógica, la verdad es algo que se realiza en la Historia. Tiene existencia material.

Desde el punto de vista de la eternidad, es decir, suponiendo que el hombre vive arrojado a un valle de lágrimas, seguido por la mirada de un ser supremo, inmóvil y eterno por encima del enorme y mudable proceso cósmico, es como se escriben los libros de Historia que envejecen inmediatamente. Nada hay que envejezca tan pronto, ni el hombre mismo siquiera, como un libro de Historia escrito con criterio anti-histórico. Pero, al mismo tiempo, nada hay más “reciente” y actual, en cierto sentido, que los épicos relatos de Herodoto, primer griego que tuvo la intuición de la Historia. Él se encontró con el hombre griego lleno de las necesidades del hombre de todos los tiempos y creador a la vez, empujado por la íntima exigencia de seguridad de aquéllas de las primeras instituciones sociales.

Ahora bien, ¿cómo está situado el hombre en la existencia...? Tiene necesidades que satisfacer, hemos visto. Más expuesto a las fuerzas naturales y más desprovisto de instintos que ningún otro animal, fabrica instrumentos para combatir su total desnudez y desamparo originarios. Con ello aparece la técnica, resultado de la adaptación del hombre al medio y de su dominio sobre él. Toda la vida social, la del individuo y la de las agrupaciones animales conocidas, reposa sobre las artes tradicionales que permiten utilizar para la subsistencia la carne, las plantas, los minerales y el aire. Pero aquí percibimos algo decisivo: el hombre puede modificar su trabajo, mejorándolo. También puede enriquecer su experiencia y conservar los conocimientos adquiridos. No hay nada parecido en los otros animales. La golondrina construye siempre el mismo nido.

Los instrumentos creados por la cultura material crean a su vez, además de necesidades nuevas, las condiciones sociales de la vida humana. El hacha de sílex, por ejemplo, exige una organización social determinada. Por eso se ha escrito más de una vez que el trabajo, actividad por la cual el hombre transforma la naturaleza y se transforma a sí mismo, es un fenómeno de índole revolucionaria. La razón de que lo sea está en que los progresos técnicos que comporta entrañan para la comunidad nuevas condiciones, materiales y espirituales, de vida. El individuo tiene que adaptarse mental y socialmente a ellas. Contrae en la tarea ciertas relaciones involuntarias, evidentes desde que construye el primer hacha, con los otros hombres. Tales relaciones, donde habrá de buscar la razón de las clases sociales y la génesis de las instituciones, forman la estructura básica de la sociedad. Corresponden, en cada momento, a determinado grado de aquel proceso de transformación material realizado por el trabajo. Necesitan serle compatibles e idóneas.

Bien puede afirmarse, por lo tanto, que el hombre tiene su destino, dicho de un modo algo general, en la transformación del mundo. No existe sino a condición de revolucionar los instrumentos de trabajo, el modo de producción y con ello, todas las relaciones sociales. ¡Imposible construir siempre el mismo hacha de sílex! Considerar las cosas e instituciones hechas de una vez para siempre, equivale a colocarse en una posición anti-histórica. Pues las cosas y sus reflejos en nuestra cabeza, las ideas (que vemos tomar cuerpo en las instituciones) atraviesan por un irrompible curso de génesis y caducidad. ¡Todo lo que existe, merece morir! Lo que ha sido real un momento se convierte más tarde, por la marcha del tiempo, en algo irreal, vacío de contenido; pierde así su necesidad y derecho a la existencia.

III

Tocamos aquí la interdependencia estrechísima, indisoluble, de todos los aspectos de cada fenómeno histórico. Las instituciones sociales reproducen las mismas etapas irreversibles que el proceso del trabajo; son anverso y reverso, si se quiere. Tan es así que resultan incomprensibles dispuestas de otro modo. Las tres formas históricas del trabajo –esclavo, siervo y proletario–, han originado instituciones compatibles, idóneas. Todas ellas parecen moverse entre dos límites, también compatibles e idóneos: la forma de propiedad de los instrumentos de trabajo y la forma del Estado, institución suprema.

Pero las instituciones tienden a petrificarse. Basta con mirar para verlo. Ninguna ha desaparecido de buenas a primeras, empujada a la vida por métodos más o menos “idílicos”. Nunca. ¿Por qué? Es que representan intereses, poder. De órganos de reserva del trabajo se convierten, como los inconmovibles intereses que suponen, en trabas suyas. Por ejemplo: las relaciones feudales de propiedad, consagradas por la ley en forma de instituciones, cesaron de corresponder un día a las fuerzas productoras de la época. Eran incompatibles, dificultaban la producción en vez de acelerarla. Lograron transformarse en otras tantas cadenas.

Luego las instituciones sociales existentes en cualquier momento dado elaboran en su propio seno los elementos de su descomposición. (Dentro mismo de la sociedad feudal surgió la sociedad burguesa.) Como no hay estado social estático, cada situación social “presente” elabora, contiene y perfecciona las condiciones de la situación futura. La Historia lo refleja así en su cadena de acontecimientos e instituciones compatibles, e idóneas entre sí. No nos queda más que aceptarlo.

Apenas importa que, a primera vista, el azar domine en la superficie de los hechos históricos. Pues él jugará siempre bajo el imperio de ocultas leyes internas: sólo se trata de descubrirlas. Obtenemos el hilo conductor necesario teniendo en cuenta que no son las instituciones sociales, sean las que sean, la base última de una organización social. No. Las ideas emanan de los instrumentos y no al revés. La forma de propiedad de los instrumentos de trabajo señala la verdadera base última, radical. Nuestra manera de vivir condiciona nuestra conciencia. Y aquélla depende de algo, todavía previo: del puesto ocupado en la cadena de la producción. O trabajamos o vivimos del trabajo de los demás. Es bien simple.

Ahora surge algo nuevo, que debemos recoger: la existencia de las clases sociales. Es el fenómeno social elemental, el proto-fenómeno. Cuantos hombres conocemos –y cuantos otros conocieron hombres anteriores–, pertenecían a una clase social determinada. No hay excepción posible. Nuestro tiempo las ha reducido a dos: o somos propietarios o somos proletarios. Solo el trabajo, ajeno o propio, permite la subsistencia. La riqueza y ociosidad de unos, entraña necesariamente la miseria de los otros.

Mirad la Historia. Allí donde haya propiedad privada habrá también clases sociales. La forma de propiedad determina, de un modo general, el proceso social, político e intelectual de la vida. Las instituciones no son eternas, pero el Estado, suprema fuente del poder, es el órgano de la clase dominante, propietaria de los instrumentos de producción. El poder político resulta un simple medio para conservar esa propiedad. La lucha de la clase oprimida contra la clase dominante, de los proletarios con los propietarios, se hace necesariamente una lucha política sostenida contra la dominación política de esta clase. No importa que olvidemos el nexo de la lucha política con su base económica. El nexo existe.

IV

Hemos conseguido elevarnos a un plano de mayor visualidad. La lucha de clases, reflejo de la evolución de los medios técnicos de producción, es una especie de Rayos X social que permite ver los huesos de la sociedad humana en plena marcha. Todas las luchas sociales conocidas, tengan carácter político como la Revolución Francesa o simplemente religioso como la Reforma, encubren en el sustrato el lenguaje de la lucha de clases. Este es el motor mismo de la Historia.

La sociedad moderna quedó dividida en clases cuando después del XIII, el trabajador fue despojado de la propiedad de los instrumentos de trabajo. Con esa fecha surgió el capitalismo europeo. Es este, pues, quien ha creado, poniendo al aire su enorme contradicción interna, la lucha de clases. La propiedad privada de los instrumentos de trabajo y la producción socializada, principios que se anulan entre sí, forman los términos de esa contradicción, verdadero tema central de nuestro tiempo. Pero a nuestro tiempo, que lleva en la entraña tal deformidad nativa, hay que buscarle una vía libre. ¿Dónde...? No puede trazar siempre, so pena de asfixia, el círculo en que estamos metidos.

Solo conocemos una solución. Hablamos de una solución “verdadera”, los paliativos, en cambio, abundan. Hay que anular la lucha de clases superándola. Puesto que existe una evidente desproporción, comprobable inmediatamente, entre la fuerza real de una clase, la proletaria, y el poder político que se le concede por las otras clases, debemos, primero, ahondar esa desproporción revelando sus cimientos. Y luego, por medio del desarrollo de las íntimas posibilidades que encierra, llevarla al límite de su máximo rendimiento: la dictadura del proletariado. Es lo que hemos hecho hasta aquí. Una sociedad de clases desaparecerá anulando las mismas clases.

Ahora podemos contestar ya nuestra pregunta: ¿qué es ser revolucionario...? Aquel que conciba la necesidad objetiva de la dictadura del proletariado, ese es revolucionario. Pues no hay una necesidad mecánica, automática, de que el capitalismo se resuelva en socialismo sin intervención de la voluntad de los trabajadores. Estos son quienes tienen que decir “sí”. Su destino radica, como hemos visto, en la transformación de la materia, empeñada por sí misma en un movimiento perpetuo, y de la sociedad, también dotada de automovimiento irreversible. Fuera de la Naturaleza y de la Sociedad o Historia, no hay nada.

Pero un último problema descubrimos todavía. ¿Por qué medios llegar a percibir la necesidad objetiva de la dictadura del proletariado, nexo esencial entre capitalismo y socialismo...? Como la lucha de clases impuesta por la burguesía capitalista conduce por sí misma a ella, bastará con una intuición vertical, de abajo arriba, de la Historia. Esta lo permite. No es una masa homogénea de hechos indiferenciados; si así ocurriera, sería de todo punto incomprensible. Vista desde la lucha de clases –nuestro sitio–, resulta un proceso coherente, lleno de unidad y sentido. No hay otro punto de mira, sea religioso o cultural, con que lograr tanto. Es el único que existe. ¿Qué obtenemos de él, ya que permite condensar la experiencia, en cuanto a intuición vertical, de abajo arriba...? Esto: que las revoluciones son siempre las parteras de toda vieja sociedad que lleva en las entrañas una nueva, superación y negación absolutas, al mismo tiempo, de la anterior. La lucha de clases transportada del terreno económico al político explica las revoluciones como intervención de la violencia. En un cierto grado de desenvolvimiento, hemos dicho antes, las fuerzas productivas se hacen incompatibles con el régimen de producción, con la forma de la propiedad consagrada por la ley a través de las instituciones... Surge la revolución. La violencia implica la desaparición de la clase dominante. Ninguna de las conocidas ha cedido nunca voluntariamente a otra el poder político dimanado de la propiedad privada de los instrumentos de producción. Jamás.

Esto es todo. Necesidad de la dictadura del proletariado, pues cuando el trabajador sea el representante de “toda” la sociedad, las clases sociales se harán superfluas. La dictadura proletaria exige como palanca la revolución. Las clases no han existido eternamente y deben desaparecer. Jamás lo harán mientras los trabajadores, narcotizados por el socialismo reformista, no pongan en claro su papel de clase revolucionaria; lo es porque encierra en su seno el futuro... Esto lo decimos desde el punto de vista militante; las reformas democráticas terminan por castrar. Ahora bien, desde el plano de la Historia donde estamos reconocemos que la sociedad burguesa, demócrata y reformista por consunción, lleva en la entraña la clase que supone su propia ruina. Con Marx y sin Marx es así porque así es la Historia. Nada importa que lo queramos o no. Siempre será un hecho de experiencia el que las cristalizaciones históricas –Estado, &c.– pierden un día, en virtud de la marcha ascendente e irreversible del proceso de la producción, su idea central, convirtiéndose entonces en pesadas cadenas para el individuo. Hay que romperlas en vez de pintarlas de dorada purpurina.

¿Y si sustituyéramos el principio de la “reconciliación y armonía de las clases” por el de la “lucha de clases”, realidad que da de sí la comprensión de la experiencia histórica...? ¡Ah, eso es la contrarrevolución! El socialismo que proponga la sustitución será contrarrevolucionario. También lo serán el republicanismo y el comunismo que lo intenten. Armonía de clases quiere decir contrarrevolución y nada más.