Filosofía en español 
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Charles Chaplin y su teoría del cine sin palabras

Charlot
Dibujo de Torallas

De Charles Chaplin –del Charles Chaplin tardíamente redescubierto y triunfal– se han dicho ya –y se seguirán diciendo todavía– muchas cosas. “Cosas” que alcanzan la cima de las más descabelladas hipérboles, y “cosas” que traspasan los dormidos desiertos de la vulgaridad. De Charlot existe ya a estas alturas una tan extensa bibliografía como la quo podría exhibir, desde sus estatuas de bronce, el “más invicto caudillo” de esos cuyas hazañas han consistido, poco más o menos, en flagelar a la Humanidad. En fin, habiéndose dicho y escrito tantas cosas de Charlot, es lógico que de Charlot se hayan escrito y dicho grandes tonterías. De muchas de las cuales sería Charles Chaplin el primero en reírse, si por casualidad tuviera tiempo –o ganas– de leerlas o escucharlas.

Pero, de todos modos, con o sin ese cúmulo de elogios vertidos en todos los idiomas del mundo en torno suyo, Chaplin se sabe a sí mismo, desde el fondo de su filosófica modestia, una cima señera del arte cinematográfico, lo bastante considerable para poder dictar de tarde en tarde –sólo muy de tarde en tarde– ciertas audaces teorías que, por el momento, el anárquico mundo cinematográfico recogerá o no; pero teorías, al fin, con probabilidades –por venir de él– de alcanzar alguna resonancia en el mundo cinematográfico. (Lo cual no acontece, en verdad, todos los días.)

Desde este plano, pues, de su alta –y creemos que indiscutible– autoridad, Charles Chaplin ha podido gritar una vez más –y, por supuesto, con un grito que excluye todo desmelenamiento seudodemagógico– su reiteradamente nueva teoría del “cine sin palabras”. Y… sí; es posible que, con todo, esta teoría –vieja y nueva– de Charles Chaplin parezca una extravagancia. Por lo menos, no es absolutamente imposible que lo parezca. Lo cual no quiere decir, en modo alguno, que lo sea.

Pero entre el “ser” y el “parecer” –¡enorme y humorístico César!–, casi lo que más importa al mundo –y aun muchas veces a los propios interesados– es lo segundo. Bien que a Charles Chaplin, filósofo honoris causa de las pequeñas grandezas y de las grandes pequeñeces humanas, este “parecer” lo traiga bastante sin cuidado.

El ayer “payaso Charlot” de las críticas esclerósicas –¿quién diferenciaba entonces a Chaplin de su compañero Fatty?– y el hoy “genio Charles Chaplin” de los profetas a cosa vista, sabe muy bien lo que puede haber de cierto en un “ser” y lo que puede haber de mentiroso en un “parecer”. Y permitirse, por tanto, el lujo de contestar –arriba o abajo, caído o en el ápice de la gloria– con la brevedad de unas palabras ya aconsejadas por el otro gran incomprendido de la Biblia: “Yo soy el que soy”.

A Charles Chaplin –al Charles de hoy; al de ayer nadie le hubiera pedido opiniones– le han preguntado, una vez más, su opinión acerca del cine sonoro, tal como frecuentemente se viene utilizando en la actualidad. Y Charlot, dentro del tema de la pregunta, y aun saliéndose del tema de la pregunta, ha contestando cosas maravillosamente enternecedoras y poéticamente sutiles. Cosas, naturalmente, que no están al alcance de esos “prácticos espíritus comercialistas” para quienes el cinematógrafo –arte de nuestra contemporaneidad– como todas las artes, incluso la música, no son más que… eso: “¡música!”

Poco más o menos –y en un tono de voz de esos que no tratan de catequizar a nadie–, Charles Chaplin ha dicho:

—Ya sabe el mundo que yo no soy enemigo del cine sonoro. ¿Cómo podría serlo? Soy enemigo, simplemente, del “cine con palabras”. Con palabras de sobra. Lo cual es muy distinto. ¿Me pregunta usted por qué? ¡Ah, amigo mío, es muy sencillo: al mundo le sobran las palabras y le faltan sensaciones! El mundo quiere hoy silencios poéticos –y fructíferos–, y le dan ruidosas cencerradas, ¡Quiere pensar y sentir por sí mismo, y le obligan a sentir y a pensar al dictado! Un minuto de pausa, durante el cual el bigote inverosímil de Charlot – ya imitado incomprensiblemente hasta por audaces hombres de Estado– se olvida de la fina ironía de su humorismo irónico. Calla Charlot, reconcentrado; pero no es costoso suponer que in mente haga una frase parecida a ésta: “El mundo actual no tiene bastante con que todos los ciudadanos se hayan uniformado externamente; quiere vestirlos también, interiormente, con un ropaje único. O, cuando más, con trajes de bazar hechos en serie.”

Luego, saltando por encima del arco de la pregunta reporteril, Charles Chaplin divaga por recovecos quiméricos que le son gratos:

—La palabra por la palabra en sí es el gran lastre, el gran peso muerto que ancla a las imaginaciones en la tierra. ¡Qué pena no poder efectuar ya ante la pantalla aquellas maravillosas fugas psíquicas, cada uno hacia su región ideal, producidas por la sensación pura de las “sombras animadas” y por la otra pura sensación de la música que las acompañaba! En cambio, ahora –todavía a estas alturas– es lamentable que haya directores cinematográficos que sigan creyendo que el micrófono se ha inventado exclusivamente para ensartar diálogos y más diálogos, palabras y más palabras vacías. ¿Difíciles estados psíquicos? ¿Transiciones bruscas o lentas para producir reacciones apetecidas? ¿Ambientes? ¿Silencios de horas nocturnas que es necesario rellenar con algo? Amigo mío: un gesto, un color, un detalle, el pitido de un tren lejano, una melodía de acordeón semiborrosa… ¡He ahí unas pequeñas cosas que pueden “decir” más que todas las palabras!

Es imposible constatar la veracidad de la siguiente descripción; pero supongamos que los ojillos de Charlot se animan; que se anima también su rostro con esa risa de conejo que le sitúa entre un Mefistófeles muy a la antigua y un Hamlet muy contemporáneo; que luego se siente extrañamente locuaz ante el reportero:

—Es lástima que la palabra del cinema haya limitado muchos horizontes de vuelos ideales. Sí, es realmente mucho más hermoso imaginar que seguir el vuelo de ciertas imaginaciones rastreras de directores. Pero, amigo mío, yo, que por haber dicho que las palabras hacen daño al cinema he sido tildado de reaccionario, de atrasado, de hombre sin posibilidad de renovación, estoy ahora contentísimo. Contentísimo… por algo mucho más avanzado todavía que la palabra y que el sonido en el ecran. Figúrese usted que alguien está tratando de inventar… “el perfume del cinema”. El perfume del cinema o, lo que es lo mismo, el non plus ultra del cinema, amigo mío.

Ni nosotros ni Charlot podemos constatar ahora el gesto de estupefacción del reportero. (Aunque, ¿puede existir reportero alguno que esboce siquiera gestos de estupefacción ante las más inverosímiles declaraciones?) Pero es que, además, Charlot ya no ríe, ya no dialoga. Simplemente sueña en voz alta:

—¡El perfume del cinema! Será algo magnífico. Figúrese usted: en la pantalla, un jardín. Palmeras, acacias, tilos, rosas, orquídeas, violetas… Y en la sala, en el ambiente de la sala, en la nariz de cada espectador, en la imaginación de cada espectador, todo eso: olor de las palmeras, de los tilos, de las orquídeas, de las acacias… ¡Un paisaje en esencia y una esencia que a cada espectador de el grado de su propia potencialidad sugestiva y rememorativa! (Yo no estoy muy enterado de las cosas poéticas de España; pero he oído decir que un gran poeta de allí, Antonio Machado, sólo pudo reconstruir una olvidada “estancia psíquica” oliendo una flor.) Le digo a usted que este invento, combinado con el sonoro, a base de las menos palabras posibles, será algo magnífico en el futuro cinema. Sólo hay, por ahora, dos obstáculos que estorben la realización de este sueño: uno de ellos, puramente técnico, que la técnica se encargará de resolver, y es retirar fulminantemente un “olor” para sustituirlo casi simultáneamente por el siguiente. El otro… o, mejor dicho, lo otro –porque me refiero a la “palabra”– es más difícil todavía. Faltan aún quizá dos o tres años más de latazos verbalistas sin otra finalidad que la de demostrar… que se tiene un micrófono al alcance de la boca. En fin, ¡una gran lástima que ahora que podría llegar definitivamente el mundo a conseguir su arte cinematográfico esencialmente puro –sombras, música, perfume (lo más concreto por inconcreto)–, no quiera soltar el lastre de las inútiles verborreas que atan a la tierra!

Y ya decidido a “parecer” extravagante –aunque sin olvidarse humildemente del “yo soy el que soy”–, Charles Chaplin deja caer ante el silencio del reportero el escándalo de esta afirmación:

—¿Sabe usted, amigo mío, cuál ha sido la causa de la muerte actual del teatro? Esta: que las obras teatrales están sólo confeccionadas con palabras. Y las palabras solas resultan ya un miriñaque demasiado engorroso para la espiritualidad deportiva de nuestro siglo. ¡Es tan terriblemente trabajoso meterse por las llanuras interminables de las escenas teatrales para ver siempre… eso: llanuras! ¡Tenemos tan poco tiempo, además!… (Una pausa, durante la cual él, tan genial actor, no sabe dónde colocar las manos.)

—¿Le extraña a usted lo que digo? Pues no le voy a descubrir ningún Mediterráneo al decir esto: en Alemania y aquí mismo, en Norteamérica, están ensayando varios jóvenes con todo entusiasmo el teatro a base de frases comprimidísimas, que son a modo de ilustraciones del ambiente sobre el que actúan luego la música, el color y la luz, el detalle apenas perceptible y, en primer lugar, las decoraciones.

Ante esto, la pregunta del reportero era inevitable:

—¿Y cree usted, señor Chaplin, que eso pueda tener éxito? ¿Que esos jóvenes ganen dinero?

Tampoco podemos afirmar que esta respuesta sea auténtica. Pero es lo mismo. Charles Chaplin, interrogado así, ha debido tener una contestación digna de sus geniales vagabundeos filosóficos y también casi casi conmovedora:

—¿Éxito inmediato? Es posible que no. ¿Ganar dinero? Desde luego, no tanto como para lucir espléndidas sortijas en sus dedos y automóviles lujosos de última marca. Pero, amigo mío, si esos jóvenes buscaran eso, sencillamente habrían optado por ser tenderos.

Rosa Arciniega