Reseña del Congreso mundial de escritores para la defensa de la cultura
De nuestro enviado A. Bazán

Desde el 19 hasta el 24 de Junio se celebró en París el Congreso mundial de escritores para la defensa de la cultura. En el Palacio de la Mutualité, donde se realizaron los trabajos, se vieron reunidos durante esos días los más prestigiosos valores de la cultura de nuestros tiempos. Representaron a Francia, entre otros grandes escritores, André Gide, Barbusse, Malraux, Richard Bloch, Cassou; a Alemania, Heinrich y Thomas Man, Glaeser, Ana Seghers; a Inglaterra, Foster, Huxley; a Estados Unidos, Waldo Frank, Anderson, Nexce, Michael Gold; a la Unión Soviética, Pasternak, Babel, Panfferof, Ehrenburg. Causas invencibles de enfermedad impidieron la asistencia de Romain Rolland, uno de los organizadores del Congreso, de Gorki y de Valle-Inclán.
La historia, la personalidad, la obra de los escritores que organizaron el Congreso bastaban ya para saber la naturaleza de tal concilio y la dirección precisa de su finalidad. Todo escritor medianamente culto está en la obligación de saber lo que representan para el pensamiento de nuestros días y para la dignidad humana de todos los tiempos hombres como Romain Rolland, Barbusse, Gide y Malraux. No dejaremos de anotar por eso el máximo asombro que nos produjo el hecho de que algunos de nuestros escritores formularan en la prensa preguntas sobre la naturaleza del Congreso, sobre la clase de cultura que se trataba de defender y hasta se permitieran dar consejos y señalar derroteros al respecto {1}.
Y al hacer esta anotación tenemos que preguntar al mismo tiempo si la actitud que señalamos es originada por la falta de documentación al respecto, o si es que se finge ignorancia para dejar libre paso a la expresión de susceptibilidades más o menos infantiles.
En cualquiera de estos casos, tal actitud no deja de ser en extremo deslucida y lamentable.
Este Congreso trataba de reunir, y lo ha logrado en gran parte, a los escritores más avanzados de todos los países, a todos aquellos escritores que sin necesidad de estar adscritos a un partido político determinado, están unidos, sí, inquebrantablemente por sus mismas obras y por la misma fuerza de solidaridad en la defensa de los valores conquistados por el trabajo del pensamiento humano. El Congreso no ha sido más que una expresión de esta solidaridad ya existente, en un momento crítico de la historia, en que una ola catastrófica de locura y de barbarie amenaza cerrar el paso a los avances del progreso.
No es la primera vez que Romain Rolland se levanta para denunciar la inminencia y después la consumación de un gran crimen colectivo. Hoy, en 1935, como en 1914, no defiende ni exalta el furor bélico de sus compatriotas: hoy, como ayer, se rebela contra los ajetreos y las combinaciones monstruosas del imperialismo francés y de los demás imperialismos que preparan entre bastidores la gran carnicería; Barbusse vivió en el frente la sangrienta pesadilla de 1914, pero tal experiencia fue una fuente preciosísima de documentación que le sirvió para lanzar eficazmente esa tremenda acusación que es El Fuego; Gide también ha abrazado desde hace tiempo la causa de los oprimidos. Allí está su libro El viaje al Congo, y André Malraux, más cerca aún de las fuerzas heroicas que tratan de transformar el mundo, nos ha dado en Los Conquistadores y Condición Humana la visión más amorosa y conmovedora de los revolucionarios chinos.
Estos luminosos espíritus han sido los organizadores del Congreso mundial de escritores en defensa de la cultura. ¿Es posible aún preguntar qué cultura se trata de defender?
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¿Cuáles han sido concretamente las tareas del Congreso?
En primer lugar no es cierto, como han escrito algunos periodistas extranjeros y españoles, que en el Congreso se hubieran manifestado dos tendencias de principio antagónicas. Hubo un principio básico que orientó a la totalidad de congresistas, desde Julián Benda hasta Michael Gold, para citar a un comunista, hacia una decidida actitud de repudio contra el fascismo; todos los oradores señalaron desde distintos puntos de vista, todo lo que tiene de reaccionario, de retrógrado y monstruoso. Siendo Alemania el país donde el fascismo se presenta en este momento más exacerbado y bestial, hubo necesidad de referirse a él con gran insistencia, pero la condenación de tal epilepsia alcanzó a todos los países donde las clases privilegiadas se sienten más cerca del abismo. De esta manera las intervenciones de Waldo Frank y de Forster, hicieron luz sobre las formas empleadas por el capitalismo norteamericano y el inglés (las democracias perfectas) para implantar lenta y disimuladamente la dictadura de la ignorancia y del patíbulo.
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En un discurso profundo y brillante André Gide demostró en primer lugar que el concepto de nacionalismo (llevado a su más baja naturaleza por el fascismo) no se contrapone, sino que se compenetra al del internacionalismo en el pensamiento y en la acción revolucionaria de nuestros días. Allí tenemos el ejemplo brillante de la U.R.S.S.
Otro aspecto del discurso destruye la fórmula civilización mentira (la civilisation c'est le mensonge) que un escritor representativo del pensamiento idealista lanzaba en L'Action Française pocos días antes del Congreso, refiriéndose precisamente a la actitud de Gide: “Una civilización ficticia que quiere serlo y que se proclama ficticia; una civilización que es digno reflejo y producto de un estado social de falsedad, lleva en sí mismo los gérmenes de muerte”, dice el autor de Los monederos falsos, y establece la identidad existente entre civilización y verdad, y hace ver cómo es necesario defender esta verdad, cuando a causa de los intereses de las minorías la mentira trata de sustituirla.
La tendencia de principio, como decimos anteriormente, arrastró a la totalidad de escritores que asistieron al Congreso hacia una actitud de identificación del artista, del creador intelectual auténtico con el avance revolucionario de la sociedad, puesto que sólo la revolución la preserva de la muerte y la impulsa hacia formas cada vez más perfectas de convivencia humana. Las discrepancias de criterio que pudieron surgir se refirieron única y exclusivamente a la manera cómo el escritor debe servir más eficazmente a su propio destino y al de la revolución.
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Resumen de las intervenciones
André Gide
…Somos algunos, somos muchos los que no podemos admitir que el amor hacia nuestro país de origen esté hecho, sobre todo, de odio hacia otros países. En cuanto a mí, pretendo ser profundamente internacionalista conservándome profundamente francés. De la misma manera que pretendo conservarme profundamente individualista con pleno asentimiento comunista y en ayuda misma del comunismo. Puesto que mi tesis ha sido siempre esta: Siendo lo más particular posible es como cada individuo sirve mejor a la comunidad. A esta tesis se añade hoy esta otra como su corolario: En una sociedad comunista es en la que cada individuo, la particularidad de cada individuo, puede desarrollarse con más plenitud; o como escribe Malraux en un prólogo reciente y famoso ya: “el comunismo restituye al individuo su fertilidad”.
…He nombrado hace un momento a Rabelais. El aporta a la literatura francesa un elemento tumultuoso con el que no volvemos a encontrarnos casi, después. He dicho que su figura era muy representativa de su país; lo es más aún de su tiempo. Nuestra literatura después de él, casi repentinamente se ha calmado, temblado, se ha hecho juiciosa. Lo que más me parece caracterizarla en su conjunto, es una extraordinaria propensión a abstraerse, a retocarse, evitando las contingencias, los accidentes y las dificultades materiales de la vida.
Hablo, claro es, de nuestra literatura llamada clásica. Autores, espectadores o lectores y actores –quiero decir los personajes de las novelas y las tragedias– están igualmente al abrigo de las necesidades. Hablar de gentes afortunadas a gentes afortunadas, tal era el papel del escritor. Que él fuera o no afortunado, es lo que nosotros no podemos saber. Ni podemos inquietarnos tampoco por conocer; quién sabe sobre qué miseria se apoyaba esa fortuna de los favorecidos. La literatura, el pensamiento, se mantienen al abrigo de esas cuestiones molestas. Las admirables tragedias de Racine, por ejemplo, son flores que no pueden abrirse sino protegidas por vidrieras. El hombre del que se ocupan es un ser ocioso al que se le concede todo el tiempo necesario para ocuparse de sus pasiones, de su alma y de su espíritu; todo el tiempo concedido a sus pasiones para perfeccionarlas a su gusto.
No vengo de ningún modo a exponer el proceso de esa literatura, de la que admiro como nadie las obras maestras. Es más, añadiré que luego de Grecia, jamás el arte alcanzó un grado tal de perfección. Se nos dice: esos reyes y esas reinas del siglo XVII, no nos interesan. No se puede menos que compadecer a los que de una parte son insensibles a la belleza pura de sus gestos y de sus palabras, y de otra no saben reconocer la autenticidad de las pasiones que esa púrpura protege y reviste. Pero los actores de todas esas tragedias son siempre seres privilegiados. Una literatura de este tipo que no se interesa más que por esta clase de seres, y de ellos no considera más que el cerebro y el corazón corre el riesgo de perder la base. El arte renunciando al contacto con la realidad, con la vida, acaba muy pronto en artificio. Exceptuando la literatura latina, ninguna otra, al menos en Europa, me parece tan exangüe, tan cercana a caer en lo ficticio como la francesa. Es siempre por la base, por la tierra, por el pueblo, por donde una literatura recobra fuerzas y se renueva. Es comparable a Anteo, del que nos cuenta la fábula griega de tan profundas enseñanzas, el cual, perdía sus fuerzas y su virtud cuando su pie no se posaba sobre la tierra. Lo que vuelve a infundir vigor a nuestra literatura del siglo XVIII, vigor del que estaba tan necesitada, no es Montesquieu, ni el mismo Voltaire, aun con todo su genio; no, son los escritores ordinarios, los plebeyos. Es Juan-Jacobo, es Diderot.
“La civilización –leemos en una Action Française reciente–, la civilización es la falsedad. Es el esfuerzo por sustituir el hombre facticio al hombre natural; el vestido, el adorno y la máscara del hombre a la desnudez del hombre. Entre la civilización y la sinceridad es necesario elegir” –concluye el autor del artículo.
Pues bien; no. Yo no admito que la civilización sea necesariamente insincera, o, si se quiere, que el hombre no pueda civilizarse, sino mintiendo. Esta noción de sinceridad me parece de una extrema importancia, puesto que yo rehúso a acantonarla al individuo. Digo que la sociedad es la insincera cuando pretende sofocar la voz del pueblo, arrebatarle la ocasión, la posibilidad misma de hablar, cuando mantiene al pueblo en tal estado de servilismo, de embrutecimiento y de ignorancia que él mismo ni siquiera sabe lo que tiene para decirnos lo que la cultura encontraría gran provecho en escuchar de él. Desde el principio de mi carrera me opuse a la declaración de los nacionalistas de entonces: “El hombre ha dicho ya todo lo que tenía que decir; no hará más que repetirse.” ¿No es, pues, admirable que dos siglos después de La Bruyère, que estimaba que “llegaba demasiado tarde”, no es admirable que sintamos hoy ante una incógnita llena de peligros y de promesas, toda una humanidad valiente, joven y en trance de innovación?
Continuemos lo anterior. Quien dice literatura, dice comunión. Se trata de saber con quién comulga el escritor. En algunas literaturas, y singularmente en la francesa, se produce con frecuencia un fenómeno curioso: el del escritor de valía que no consigue ser escuchado en su tiempo. ¿Podríamos suponer que no escribía más que para él? No. La comunión que no consiguió obtener en el espacio, espera obtenerla en el tiempo: su público está esparcido en el porvenir. Permanece aparentemente, raro, esotérico; su virtud permanece insensible para los otros, sus cualidades desapercibidas. Me acuerdo de Baudelaire, de Rimbaud, del mismo Stendhal, que pretendía escribir para un círculo poco numeroso, y decía que sus verdaderos lectores no habían nacido aún. Es el mismo caso de Nietzsche, de William Blake; de Melville…, por no citar más que a los mejores.
…La U.R.S.S. nos ofrece actualmente un espectáculo sin precedente, de una importancia inmensa, inesperada, y me atrevo a añadir: ejemplar. El espectáculo de un país en el que el escritor puede entrar en comunión directa con sus lectores. En lugar de bogar contra corriente, como nosotros hacemos por necesidad, no tienen más que dejarse llevar, puesto que puede encontrar a la vez en la realidad que le rodea, una inspiración, su dictado, y el eco inmediato de su obra. Lo que no deja de tener sus peligros, porque la obra de arte lleva en sí una resistencia vencida. Pero de esos peligros de orden nuevo ya habrá tiempo de hablar. Por ahora veo en la producción soviética obras admirables; pero no descubro aún aquellas en las que tome cuerpo y figura el hombre nuevo que ella elabora y que nosotros esperamos. Nos pinta aún la lucha, la formación, el alumbramiento. Espero confiadamente las obras anunciadoras y de gran vuelo en las que el escritor, adelantándose a la realidad, la preceda, la invite, le abra las vías.
…En toda obra de arte duradera, es decir, susceptible de satisfacer los deseos renovados, hay algo más y mejor que simples respuestas a las necesidades momentáneas de una clase de gente y de una época. Que sea conveniente favorecer la lectura de esas grandes obras, ni que decir tiene; y la U.R.S.S., con las impresiones de Pushkin y las representaciones de Shakespeare demuestra mejor aún su verdadero interés por la cultura que por la publicación de un raudal de producciones, a menudo notables, que glorifican su triunfo, pero que podrían quizá no tener sino un interés momentáneo. Lo que me parece equivocado es el querer indicar con exceso lo que importa considerar en las obras del pasado, de precisar demasiado la enseñanza que de ellas puede sacarse. Puesto que desde luego, una obra enseña mucho más por el solo hecho de que es bella, y yo descubro cierto menosprecio, cierto desconocimiento de la belleza, en la rebusca demasiado precisa de una “lección”, a deducir de la obra. En la rebusca demasiado exclusiva de los “motifs”, en el desconocimiento de los “quietifs”. Creo, por el contrario, que es provechoso el dejar a cada espíritu libre para interpretar a su manera las grandes obras. Si él descubre a su vez una enseñanza un tanto diferente de la enseñanza corriente, iba a decir: oficial, no estoy muy seguro de que se equivoque por eso, o que a veces su mismo error pueda ser de mayor provecho que una sumisión ciega a la opinión admitida. La cultura trabaja en la emancipación del espíritu y no en su sometimiento.
…Hoy, toda nuestra simpatía, todo nuestro anhelo y necesidad de comunión están dirigidas hacia una humanidad oprimida, desfigurada y doliente. Pero no puedo admitir que el hombre deje de interesarnos cuando cesa de tener hambre, de sufrir, de estar oprimido. Rehúso el admitir que no merezca nuestra simpatía sino más que como miserable. Me doy cuenta de que el sufrimiento magnifica, es decir, que cuando no nos prosterna, entonces nos martillea y nos endurece. Pero al mismo tiempo me complazco en imaginar, en desear un estado social en el que el júbilo sea accesible a todos los hombres, y hombres a quienes el júbilo pueda elevar.
Julio 1935.
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André Malraux
Primer discurso de clausura
Cuando un artista de la Edad Media esculpía un crucifijo, cuando un escultor egipcio esculpía los rostros de los dobles funerarios, creaban objetos que podemos considerar como fetiches o figuras sagradas, porque no pensaban en objetos de arte. No hubieran podido concebir que se las tomara como tales. Un crucifijo estaba allí representando a Cristo, el doble representando a un muerto. Y la idea de que un día se pudiera reunirlas en un mismo museo, para estudiar sus volúmenes o sus líneas, la hubieran concebido únicamente como una profanación. En el museo del Cairo, en un armario cerrado, hay unas estatuillas. Son las primeras representaciones del hombre que se conocen. Hasta entonces no se había conocido más que el doble, noción mucho más clara, el doble, que abandona al hombre durante el sueño antes de separarse de él por la muerte. Cuando yo pasé por allí, un visitante medía sus formas, y yo pensaba en el vértigo que se hubiera apoderado de aquel que los esculpió si hubiera podido adivinar que acabaría siendo un problema artístico el momento en que en el valle del Nilo, probablemente en el tercer milenio, un escultor desconocido había dado forma por primera vez al alma humana.
Toda obra de arte se crea para satisfacer una necesidad, una necesidad que sea lo bastante apasionada para que le demos nacimiento. Después, la necesidad se retira de la obra, como la sangre del cuerpo, y la obra comienza su misteriosa transfiguración. Entra entonces en el dominio de las sombras. Sólo la misma necesidad nuestra, nuestra misma pasión la harán salir de ellas. Hasta entonces, la obra de arte permanecerá como una estatua grande, de ojos blancos, por delante de la cual desfila un largo cortejo de ciegos. Y la misma necesidad que dirigirá hacia la estatua a uno de los ciegos, les hace a los dos abrir los ojos al mismo tiempo. Nos basta con retroceder cien años para que tantas obras entre las que nosotros consideramos como más necesarias, sean ignoradas aún; doscientos para que la definición de la mueca sea para ellos la sonrisa radiante y crispada del gótico. Una obra de arte es un objeto, pero es también un encuentro con el tiempo pasado. Yo sé que hemos descubierto la historia. Las obras que pasaban del amor al granero, pueden pasar del amor al museo, sin que esto signifique ningún cambio, puesto que toda obra de arte está muerta cuando el amor se ha retirado de ella.
Y por lo tanto, ese gran movimiento tiene un sentido. Y es que si nosotros tenemos necesidad, para vivir, del arte, del pensamiento, de los poemas, de todos los viejos sueños humanos, ellos, para revivir, nos necesitan también. Están necesitados de nuestra pasión, de nuestro deseo; están necesitados de nuestra voluntad. No están allí como los muebles de un inventario después de un fallecimiento, sino como aquellas sombras que esperaban ávidamente a los vivos en los infiernos de la antigüedad clásica. Querámoslo o no, los recreamos al mismo tiempo que nos creamos nosotros mismos. Por el movimiento mismo que le hace crear, Rousard resucita Grecia; Racine, Roma; Hugo, a Rabelais; Corot, a Vermeer; y no existe una sola creación individual sublime que no esté como contada por los siglos, que no arrastre en su nacimiento las grandezas adormecidas. La herencia no se trasmite, se conquista.
Camaradas soviéticos: vosotros habéis situado vuestro Congreso de Moscú bajo las efigies de las más altas glorias, pero lo que nosotros esperamos de vuestra civilización, que las ha amparado en la sangre, en el tifus y en el hambre, no es únicamente que las respete, sino que gracias a vosotros, les pueda ser arrancada una vez más su nueva significación.
Mil diferencias nos asaltan bajo nuestra voluntad común. Pero esta voluntad “es”, y cuando no seamos más que un aspecto de nuestro tiempo, cuando todas estas diferencias estén conciliadas en el fondo fraternal de la muerte, queremos que lo que nos ha reunido aquí, a pesar de todas las debilidades y los combates de nuestra reunión, sea lo que imponga una vez más a la figura del pasado su nueva metamorfosis.
Puesto que toda obra puede llegar e ser símbolo y signo, pero no siempre de lo mismo. Una obra de arte es una posibilidad de reencarnación. Y el mundo secular no puede perder su sentido sino con la voluntad presente de los hombres.
Y se trata, para cada uno de nosotros, de recrear en su dominio propio, por su propia rebusca, por todos los que buscan en sí mismos la herencia de fantasmas que nos circunda; de abrir los ojos a todas las estatuas ciegas, y transformando las esperanzas en voluntades y las rebeliones en Revoluciones, la conciencia humana con el dolor milenario de los hombres.
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Teniendo que limitar la información sobre el Congreso Mundial de los Escritores en Defensa de la Cultura, al escaso espacio que poseemos, damos a nuestros lectores, en el presente número y en el siguiente, en extracto, las primicias de las más importantes intervenciones. Pero Nueva Cultura, –cuyo norte no es otro que el de cubrir en el grado máximo de eficacia, las necesidades ideológicas e informativas de los trabajadores e intelectuales de la nueva España que despierta a la luz del concierto universal– prepara la publicación de todos los discursos, intervenciones, resoluciones, textos y documentos relativos al Congreso, en su texto íntegro y corregido por sus autores, en un gran tomo que será el más fiel exponente de la capital importancia y trascendencia de este acontecimiento dentro del cuadro de la civilización y la cultura humanas de estos tiempos decisivos.
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{1} Véase el artículo de Blanco Fombona en La Voz del 20 de Junio de este año.