Cuando un filósofo se acerca a las cosas, a los hechos, actúa muy frecuentemente de corruptor. Le ofrece unas categorías magnas, que los pobres hechos nunca sospecharon, y aceptan con fácil servidumbre el imperio de la idea. Es la eterna polémica en torno a la imposible objetividad de toda Filosofía de la Historia. Nosotros, no obstante, creemos que esa es la única Historia posible. Ahora bien, la Política no es una disciplina investigadora, sino una acción. Si el filósofo se ciñe a los hechos actuales y les somete a una soberanía sistemática, entonces es cuando tiene lugar la corrupción de que hablamos antes. Se verifica el gran fraude de la realidad, destruyendo así la palpitación política, que es acción directa sobre los hechos vírgenes. De ahí que el político tenga algo de primitivo, y aun de bárbaro. Y que desoriente a los filósofos alguno de sus rápidos virajes.
Don José Ortega y Gasset, mi gran maestro de Filosofía, es un escritor de la máxima solvencia filosófica. Creo –yo, que conozco bien este aspecto suyo– que es antes que nada filósofo, y de los de primer rango de una época. Los españoles semicultos poseen tal incapacidad para la percepción de los valores filosóficos, que le niegan de plano ese carácter, y, en cambio, le reconocen valores de otra índole. Siempre he defendido a este maestro mío frente a esos juicios malévolos, que al adscribirle un exclusivo y gigantesco sentido literario buscaban un indudable efecto peyorativo.
Pero hoy no se trata de considerar o comentar un libro filosófico de Ortega, sino un libro político, La redención de las provincias (1931). Nadie puede ignorar la rectitud meditadora que preside a los ensayos políticos de Ortega. En este terreno de la política me separan de él hondísimas discrepancias, que debo exponer con toda lealtad. Su libro contiene críticas exactas de todo ese tinglado artificioso que se llamó vieja política. El análisis de la Constitución canovista, el proceso de la descomposición interna del viejo Estado, a base de ósmosis y endósmosis curiosas entre el Poder central y el ruralismo cacique, es pulcro y preciso. Se trata del próximo pasado nacional, de la política de los últimos treinta años, que el filósofo aprehende con facilidad suma.
Ahora bien: Ortega adopta luego su índice político y se mezcla a la polémica diaria del presente. Aquí ya el timón falla, y surgen de un lado contradicciones, de otro infidelidades al espíritu de nuestra época. Se da muy bien cuenta, sí, del supremo carácter que debe informar una política de altura. Por eso es magnífica la apreciación siguiente: «Se disputa sobre formas del Estado, como tal y sin más; pero no se nos insinúa qué vamos a hacer con ese Estado, qué gran tarea histórica debemos emprender.» (pág. 40.) Y más adelante: »Una política que no contiene un proyecto de grandes realizaciones históricas queda reducida a la cuestión formal de gobernar, en el sentido menor del vocablo, a la cuestión de ejercer el Poder público.» Exacto. En estos dos párrafos está, sin embargo, escondida la fuente radical de discrepancia política que nos separa de Ortega.
Ortega y Gasset no ha conseguido desprenderse en política del viejo concepto de Estado. Se mueve en el orden de ideas roussonianas y de la Revolución francesa, según las cuales el Estado es pura y simplemente una institución al servicio de la nación, del pueblo. Un instrumento útil, algo sobrepuesto de que la nación se sirve. Ese era, en efecto, el Estado liberal burgués, vigente en el mundo durante todo el siglo XIX. Hasta la Gran guerra. Todo eso se halla hoy rotundanente superado. El Estado es más bien la base misma del pueblo, se identifica con el pueblo, y no es un mero auxiliar del pueblo para realizar sus hazañas históricas. Gracias al Estado, hoy se comprende que los pueblos consigan una acción colectiva de volumen histórico. Al idear, por tanto, una política, mejor dicho, al realizar una política, es indispensable que preceda ese período creador de un pueblo en que éste se torne un Estado, obtenga de sí mismo una orden de marcha. El Estado no es, pues, un marco externo que se le coloca a un pueblo desde fuera, sino algo que nace de él, se nutre de él y sólo en él tiene sentido. El Estado liberal burgués se fabrica en serie y los pueblos lo adoptaron en su día en forma de Constituciones, dictadas asimismo en serie. Recuérdese cómo el sociólogo y moralista inglés Bentham escribía constituciones de encargo, según se le hacían los pedidos.
Frente a todo eso triunfa hoy en el mundo el nuevo Estado, cuyo precursor ideológico más pulcro es Hegel. El Estado es ya eso que hace posible el que un pueblo entre en la Historia y lleve a efecto grandes cosas. Pueblo y Estado son algo indisoluble, fundido, cuyo nombre es todo un designio gigantesco. No es ya un tinglado artificioso que un pueblo se pone y se quita como si se tratase de un vestido.
En el libro de Ortega, igual que en todos sus escritos de política, se advierte la filiación ideológica del viejo Estado, que le impide penetrar en los nuevos tiempos. No le basta su destreza y su gran talento. El vicio es radical y anega el resto de virtudes. Es lástima, porque si hay en España alguna mente ágil, con soltura y elegancia para hacernos la disección de los fenómenos políticos, es la de Ortega. ¡Qué estudios hubiera podido escribir sobre el férreo Estado soviético, o bien sobre la musculatura del Estado fascista!