Filosofía en español 
Filosofía en español


Rafael Burgos

España en Trento

I Ojeada sobre la vida del XVI · II La Dieta de Worms · III ¿Quién era Lutero?
IV El Emperador · V El Concilio · VI El Concilio · VII Convocación del Concilio Tridentino


No pretenden ser estas páginas la Historia del Concilio de Trento que echaba de menos Menéndez y Pelayo. Más que un trabajo de investigación y estudio, que por otra parte no cabría en los estrechos límites de estos artículos, es de divulgación para llevar al conocimiento de todos lo que para España representó aquel magno y azaroso Concilio.

Es ya copiosísima su bibliografía. Mas también es verdad que, a pesar de ello, no es ciertamente España la que más se haya ocupado en hacer resaltar la parte, diríamos decisiva, que le cupo en el XIX de los Ecuménicos. Aun en nuestros días, a pesar del resurgimiento que se observa en el estudio de las cosas de España y en la revisión de su Historia, en este punto concreto, apenas si se ha adelantado nada.

Tarda ya en cumplirse las profecías de nuestros mejores escritores de las postrimerías del siglo pasado. Siempre hemos tenido los españoles la desdicha de que nuestras cosas sean despreciadas y rebajadas de su justo valor. Porque no pretendemos engalanar con los despojos de otras naciones la Historia de nuestra patria, que tanto de grado o por fuerza ha regalado a otras. España tiene títulos sobrados para ser la directora del pensamiento humano. Suelen ser los extranjeros quienes más utilizan en su provecho las normas que España trazara un día a la humanidad, presentándolas como nacidas en su país. Y tergiversando los textos y mal comprendiendo los hechos, lanzan terribles anatemas contra el secular atraso de nuestra patria. Menos mal que muchas veces el baldón que nos echan en cara con más frecuencia es precisamente nuestra legítima y única historia. ¡Somos (o fuimos) fanáticos! ¿Fanáticos? Eso es poco. Fue locura lo que tuvimos en los siglos más gloriosos de nuestros fastos. Pero locura de santidad, locura de amor de Cristo, locura de Imperio para dictar, con el Evangelio en la mano, la ley al mundo entero.

Así fuimos y eso llevamos dentro de nuestra alma, a pesar de esos dos siglos de extranjerismo, en los que nos vamos arrastrando torpemente por la tierra sin atrevernos apenas a mirar al cielo.

España fue la única nación que supo comprender mejor que ninguna otra todo el sistema de civilización contenido en las enseñanzas de la Iglesia. Y tal como lo comprendió, lo quiso y lo llevó a la práctica. Por eso fue España el paladín de la Contrarreforma, por eso desgastó sus energías en la lucha contra el error, por eso Hispanidad y Catolicismo llegaron a ser voces sinónimas.

Dos rasgos definen esencialmente a la Historia de España, dije en otro lugar. Por ambos se incorpora a la Humanidad y la sirve como nación alguna la sirvió jamás. España católica. Por catolicismo, universal; por catolicismo, misionera y redentora de medio mundo. España, escribe Menéndez y Pelayo, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes; España luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio. Esa es nuestra grandeza y nuestra unidad..., no tenemos otra.

España bajo un cetro que no es yugo, que es sostén de su grandeza, que es garantía de sus libertades, esperanza luminosa de su porvenir. «Nuestro honor, escribe Maeztu, fue abrazarse a la Cruz, a Europa, al Occidente e identificar nuestro ser con nuestro ideal. El mismo día que llevamos la Cruz a la Alhambra descubrimos el Nuevo Continente. Fue un 12 de octubre, día que la Virgen se apareció a Santiago en el Pilar de Zaragoza.» La corriente histórica nos hacía tender la Cruz al mundo nuevo. Esa es nuestra grandeza y nuestra unidad... no tenemos otra, y esos los dos ideales por los que España fue «nación y gran nación», esas sus aspiraciones y sus ansias, esa su Historia y esa, diré también, su Hispanidad.

Hoy queremos dedicar unas cuartillas para recordar por unos momentos aquella España que se nos fue porque quisimos y vamos a echar una rápida ojeada sobre una de las épocas más tempestuosas de su Historia: la de la Reforma y del Concilio. Dos cuestiones trascendentes en la vida de la Humanidad. La primera fue la obra germánica, la segunda la española. La primera de perdición y naufragio, la segunda de salvación y de vida. El encuentro de estas dos tendencias no ha terminado aún, ni sus consecuencias están aún liquidadas.

Vuelven los días aciagos en que las llamas sanguinolentas que alumbraron al mundo veinte años hace, amenazan de nuevo con sus siniestros resplandores. Parece que en estos momentos presenciamos la bancarrota de una civilización. Es la pugna, consecuencia de la falta de un anhelo espiritual, la lucha sin conciencia. Hace falta ahogar en sangre la rebelión de la criatura contra su Creador. Es el superhombre, el creído de su civilización, que piensa que no necesita de nadie para seguir su carrera vertiginosa en busca de molicie y de placer. Alemania es un pudridero, un hervidero de pasiones, Francia, el centro del sibaritismo y prostitución; las demás naciones...

Solamente España puede salvarse de esa terrible amenaza. Hay todavía en el alma española un poco de teología y eso le impide caer tan bajo. Mientras otras naciones vagan en pos de la verdad, corriendo tras el vicio, España ¡a pesar de todo! aún busca, quiere la verdad y vaga solamente en pos del vicio. No está todo perdido. Y el sedimento que a través de los siglos depositaron teólogos y juristas, místicos y ascetas en nuestra alma española, no lo ha podido arrastrar la corriente turbia de las «ideas nuevas». Aún podemos ostentar el dictado que a España dio Rubén Darío:

Nación generosa, coronada de orgullo inmarchito.

Aún somos y pesamos en la historia del mundo. Aunque relegadas al polvo de los archivos y bibliotecas las obras de los grandes pensadores españoles que iluminaron al mundo, el pueblo, que leyó en ellas, no es del todo malo. Esas obras pueden ser sacadas de la obscuridad y marcar el derrotero que debe seguir la Humanidad. Somos la civilización. Si nos damos prisa, quizá no sea tarde. Y España tiene que cobijar a los jóvenes pueblos de América. Tiene que seguir enseñando. La misión que tan gloriosamente cumplió en Trento, no es un hecho episódico. Esa misión se perpetúa a través de la Historia. Y ese destino le indica la nueva Cruzada, la nueva batalla de Contrarreforma que tiene que pelear.

No suelen venir dos siglos de oro sobre una misma Nación, ha dicho el Maestro, pero mientras sus elementos esenciales permanezcan los mismos, por lo menos en las últimas esferas sociales; mientras sea capaz de creer, amar y esperar, mientras su espíritu no se aridezca de tal modo que rechace el rocío de los cielos; mientras guarde alguna memoria de lo antiguo y se contemple solidaria con las generaciones que la precedieron, aún puede esperarse su regeneración; aún puede esperarse que, juntas las almas por la caridad, torne a brillar para España la gloria del Señor y acudan las gentes a su lumbre y los pueblos al resplandor de su Oriente. Un rayo de luz ha brillado en medio de estas tinieblas, y los más próximos al desaliento hemos sentido renacer nuestros bríos...

 

Antes de entrar de lleno en materia, debo hacer unas cuantas aclaraciones.

En el transcurso del relato, quizá pueda ver el lector un prejuicio por mi parte al enfrentar continuamente la figura del Emperador Carlos V con la de los Papas. Lejos de mí está el deseo de exaltar a uno a costa de los otros. Pero la Historia es la Historia y a ella nos ajustamos en todo lo que dejamos expuesto. De todas formas, aun en los hechos que condenamos, resalta más que la miseria de los hombres la realización de aquellas palabras de Jesucristo dirigidas a su Iglesia sobre la que no prevalecerán jamás las puertas del infierno.

No es afán nacionalista el exaltar a España sobre las demás naciones. Puédese asegurar que ninguna llegó no ya a superar, pero ni aun igualar a la España del XVI.

En mis consultas he preferido siempre ir a los Maestros, a aquellos cuya autoridad es indiscutible en todos los sectores de la opinión. He recurrido algo más a Menéndez y Pelayo para que el lector que, acaso, no hubiera tomado en sus manos ningún libro del Maestro, vea que el Polígrafo santanderino no es solamente para ser tratado entre eruditos y así se familiarice con él.

En general no he aportado ningún nuevo dato, sino divulgar los ya conocidos entre cierto público. Aparte tal o cual carta o relación que he encontrado en Manuscritos de la Biblioteca Nacional y en el Archivo Histórico, las demás que se mencionan son extractadas de otros libros que tratan sobre estas materias del Concilio.

Por último, tratándose de un trabajo de vulgarización, he creído conveniente suprimir las llamadas al pie de página para no desviar la atención del lector del relato anterior y subsiguiente. Por lo general no cito obras raras; la mayor parte de los libros de que hago mención son conocidos y de fácil comprobación, por tanto, al querer saber sobre la fidelidad de la misma o ampliarla con más detalles.

Réstame, en fin, rogar al lector su benevolencia por las omisiones, involuntarias, que encontrare.

 
I
Ojeada sobre la vida del XVI

Siglo XVI, Siglo de Oro en España, Renacimiento en Italia, esplendor del humanismo y resurgimiento de la escolástica. Paganismo soez y burdo materialismo. Divinización de la naturaleza y de los vicios fuera de España; teología, misticismo, morigeración en las costumbres, ascetismo en el suelo español. Dos tendencias. La católica, española; el europeísmo, todo lo restante. La frase de que hasta Dios se había hecho español es, históricamente, exacta y designa hasta qué punto había llegado en sus conquistas el espíritu de la Hispanidad. La división está hecha y en adelante la humanidad será exclusivamente, lo mismo que católica o no católica, hispana o antihispana. Allí donde España clavó junto con la Cruz el asta de su bandera, es todavía baluarte de la civilización cristiana; las demás naciones, que no sintieron su benéfica influencia, se pierden todavía en los mares de la verdad ignota.

Difícil será al orgulloso portador de una cédula que junto con su nombre estampa una fecha de treinta, cuarenta o sesenta años hace, imaginarse la vida del XVI. Es un creído de la «civilización». Se entusiasma ante las conquistas de las ciencias físicas, químicas o matemáticas, de las leyes sociales y políticas y de último tipo, no se fija en la triste paradoja que le ofrece a diario ese brillante mundo que contempla. Porque junto a esa magnificencia, los hombres no saben ya qué hacer, en qué emplear sus esfuerzos para obtener con qué atender a sus necesidades. Esa civilización arroja el café al océano, para mantener sus elevados precios guarda la producción especulando con el alza. En esa civilización se da el caso de que pueda haber al mismo tiempo miles de casas sin alquilar y millares de personas que, no teniendo cobijo, duermen por las calles.

Se olvidaron de la única misión del hombre sobre la tierra. Aquellas palabras de San Pablo: «sabed que no tenemos aquí ciudad permanente, y que mientras vivimos peregrinamos al Señor», debían esculpirse en todos los lugares de la ciudad y de la casa para que nos recordara constantemente nuestro quo vadis.

Esas palabras que el mundo hoy ha olvidado, las tenían muy presentes los españoles de la Reconquista, de la Contrarreforma o de Lepanto. España vivía solamente para Dios. Parodiando aquella célebre frase «Austria est imperare Orbi Universo» (que constituye el famoso anagrama A. E. I. O. U.), podríamos decir que «Hispaniae est portare signum Crucis Orbi Universo». Es exclusivo, privativo de España, llevar la fe de Cristo a todo el mundo. «España era o se creía, ha dicho Menéndez y Pelayo, el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar el sol en su carrera. Nada perecía ni resultaba imposible: la fe de aquellos hombres que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe que mueve de su lugar las montañas. Por eso, en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades, el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia y salvar por ministerio del joven Austria la Europa Occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas con la espada en la boca y el agua a la cinta y entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno de los que le arrebatara la herejía».

España no podía acometer semejantes empresas sin grandes sacrificios. Pero España supo dar lo mejor de su carne, de su sangre y de su espíritu, a la causa de Cristo. A pesar del oro y riquezas de las Indias, España vivía pobremente. El hidalgo, el señor, el conde o marqués no vivía mucho mejor que el artesano. Todos gozaban por igual de una misma suerte. Las arcas del Tesoro y la de los particulares se hallaban exhaustas a causa de las continuas guerras y empresas en las que España se empeñara por defender y extender la Iglesia de Cristo. No es, pues, aquella época de disipación y de orgía.

No lo era tampoco, consiguientemente, en la vida privada. Y si en las costumbres había mucho de reprobable, no alcanzaba ni con mucho a la corrupción que existía en otras naciones. La obra de Cisneros, adelantándose a lo que dispusiera más tarde el Concilio de Trento, permanecía en todo su espíritu.

Fue España la primera y la que con más insistencia pidió la reforma del Clero, y pueblo católico, la que la inició y llevó a buen término, y la primera también que, apenas terminado el Concilio, puso en vigor las normas dictadas por aquél.

No sucedía lo mismo en Francia e Inglaterra, y sobre todo en Italia y Alemania. El Renacimiento neopagano había herido, como visión de bienaventuranza, la fantasía de aquellos hombres. «El mundo occidental, dice Wyndham Lewis, estaba repentinamente intoxicado por el vino nuevo del Renacimiento, la dorada visión de las Indias y de las Américas, los viajes recientes, la expansión súbita de todo el globo, como una flor al sol; el recuperado contacto con las civilizaciones paganas de Grecia y Roma, que se hallaban ya en camino y aceleraron la captura de Constantinopla por los turcos en 1453; la cultura derramada por las imprentas; la partida y retorno de aventureros; la emoción del conflicto y de la conquista; toda Europa se convierte en torbellinos de fieros goces, pasiones y entusiasmos, amores, odios, generosidades y esplendores y también feroces crueldades, sacrificios, santidades y maldades. Mr. Arthur Machen ha observado con acierto que nuestro modo actual de vida, comparado con el de nuestros antepasados del Renacimiento, es como un estanque de pueblo junto al Niágara».

El mismo Wyndham Lewis hace una evocación de aquel Gante, Lyon o Arras fastuosos, plenos de mercaderes que iban y venían de las Indias, repletas sus arcas de oro y pedrería, de pieles, terciopelos y sedas, colgaduras y tapices que importaban un montón de dinero, una verdadera fortuna. Y aquellos palacios como el de Hampton Court o los del Blois, rodeados de inmensos y bien trazados jardines y terrazas, con anchas avenidas, en los que se celebraban fastuosas recepciones y festas. Maderas perfumadas que embalsamaban el aire y preciosas músicas que deleitaban el ánimo, completaban esta postal del siglo XVI. Refiere la llegada de Wolsey, delegado del Papa y canciller de Inglaterra cuando fue a visitar al rey de Francia «entre el estruendo de trompetas y tambores, iba precedido por cincuenta caballeros de su casa, con su librea negra y carmesí y cadenas de oro; por cincuenta caballeros introductores descubiertos; por fin arqueros y marcando el paso y con arcos tensos; por las mazas de oro y por el gran crucifijo profesional, deslumbrante de pedrería, y el canciller, ataviado y calzado de carmesí, montaba una mula enjaezada de oro, con estribo de oro también, cerrándose el desfile por otros cincuenta arqueros más. Frente a esta visión podemos presentar la visita del embajador francés a Carlos V, Soberano de Alemania, España, Austria, los Países Bajos y América, cuando finalizaba su brillante reinado y estando en su residencia de Bruselas, sentando el Emperador ante un sencillo escritorio, viste traje de barata lana negra. Pues bien; ambas evocaciones son igualmente típicas del Renacimiento.

No difería gran cosa el Renacimiento de la Edad Media, pero el renacimiento era sensualidad, mientras la Edad Media se complacía en poner de relieve su espiritualidad. El Renacimiento rinde culto al encanto de las formas, de la luz y del color, aunque también eleva su pensamiento hasta Erasmo, Rabelais, Melanchton, Ronsard, Maquiavelo, Tomás Moro y Copérnico.

Lógicamente, este falso concepto de la vida debía conducir, como así fue, a la corrupción de costumbres. Ese esplendor y grandeza, en las artes y en la literatura, en la conquista y en el descubrimiento, se tradujo bien pronto en molicie y sibaritismo en la vida ordinaria.

Roma, la cuna del Renacimiento, era también la madre de los grandes vicios. La corte de los Papas era el verdadero emporio de todas las manifestaciones del saber humano. Durante el reinado de los Medicis y Farnesio, la Ciudad Eterna conoció sus mejores días. Se levantaban soberbios monumentos, se abrían grandes avenidas, magníficas iglesias y palacios, eran construidos apenas soñados. Se empieza entonces la construcción de la fábrica de San Pedro, el más grandioso de los monumentos que la Cristiandad haya levantado sobre la tierra. Los bueyes trabajaban incesantemente en la conducción de enormes bloques de piedra que eran trasladados de los circos y ruinas romanas a las Iglesias o al Palacio de los Farneses.

Los músicos, poetas, pintores y escultores, fijan en Roma su residencia, sabiendo de antemano que en el Papa tenían un seguro Mecenas.

Todo esto estaría bien si por las mismas calles que transita el Vicario de Cristo, los Cardenales, Obispos y personas santas, no pusieran también su planta otra clase de personas no tan santas. Roma tenía un ejército de mujeres de vida airada. Era, ni más ni menos, ese tipo de mujer internacional y cosmopolita que se puede ver hoy en cualquiera de nuestras grandes urbes. Pagaban su contribución y podían, por tanto, ejercer su triste ministerio.

No pretendemos recargar con tintas sombrías el cuadro de la degradación a que llegó la sociedad del XVI, sobre todo en los Estados alemanes e Italia. Una buena parte de la culpa corresponde, a no dudarlo, a los Papas, en cuyas manos estaba entonces el gobierno de sus Estados y la dirección espiritual de los demás. Aunque nosotros quisiéramos dar otra interpretación a los hechos, la misma verdad histórica nos impugnaría. Es imposible comprender la Reforma sin una corrupción grande en toda la sociedad y principalmente en el clero. «La tragedia del cisma religioso, ha escrito Grisar, se convierte en un enigma insoluble sí no se admite la triste premisa de la corrupción de la Iglesia. Pero gravemente errará el que suponga que el mal tenía su origen en la naturaleza misma de la Iglesia y que, por consiguiente, debían ser sacrificadas la doctrina y la jerarquía de la Iglesia.» Pastor ha demostrado hasta la saciedad, que la Reforma protestante fue engendro de ese estado de cosas lamentables.

Ya hemos hecho la salvedad de que en España no sucedía lo mismo que en otras naciones, en las que, naturalmente, el camino del Reformador estaba ya abierto y preparado suficientemente. Es un error creer que los acontecimientos son hijos de los hombres; no, al contrario, los hombres son hijos de los acontecimientos. Jamás un hombre, si no está asistido por fuerza superior, podrá no ya contener, pero ni aun desviar el curso de los hechos. El hombre que obra sobre un pueblo, es porque es más hombre que todos ellos, porque es el más sensible, es el que, como antena misteriosa, recoge fielmente los latidos de todos los demás. El pueblo oye con agrado lo que quiere que se le diga, lo que no, lo rechaza abiertamente. El que le habla más al corazón, ese será su ídolo. La exaltación de sus sentimientos, y si es de sus pasiones mejor, es lo que conducirá al triunfo a quien les hable de ellos.

Por eso Lutero no tuvo más que lanzarse al camino para que fueran tras él. Cualquier otro hubiera producido el mismo efecto. «Lutero fue un héroe de ocasión, ha dicho un escritor, sencillamente porque se puso al frente de la oposición a Roma». «En el fondo, observa Pastor, Lutero no hizo más que arrojar la tea incendiaria en el combustible que se había venido acumulando durante siglos».

Porque aquellas gentes querían no el saber la verdad, sino legalizar sus pasiones y sus vicios.

¿Por qué se separó Enrique VIII de la obediencia del Papa? Porque el Papa, justamente, le negaba la demanda de divorcio que él reclamaba para tener todas las mujeres que quisiera legalmente. Melanchton escribía al Rey de Inglaterra que «no debe intranquilizar al monarca el hecho de tomar segunda mujer en vida de la primera», puesto que los príncipes, por razones de estado, pueden hacer lo que más convenga para la salud de su reino. Consecuente con esta doctrina, Enrique abandonó a Catalina de Aragón, tía de Carlos, y se casó con Ana Bolena.

¿Por qué Felipe de Hesse se adhirió tan pronto a la causa del protestantismo? Pues porque Lutero demostraba que la poligamia era lícita, según la Sagrada Escritura, «permitida por Dios a los ricos».

Y todos los demás no pretendieron otra cosa.

Y así vino la Reforma.

Lutero se proclamó abiertamente contra el Papa con motivo de la predicación de las indulgencias otorgadas por León X a los que contribuyeran con sus limosnas a la construcción de San Pedro. «La gran apostasía, dice Grisar, halló un terreno favorable en la hostilidad que esta cuestión de orden material suscitara contra el Clero y contra la administración pontificia, hostilidad tanto más peligrosa cuanto que el Clero mismo, agotado por las tasas e impuestos romanos, la compartía».

El grito de rebeldía estaba ya lanzado, en un ambiente propio, para dejarse oír. Pero ¿sabe a punto fijo el que lanza una piedra el sitio en que caerá? ¿Sabe el ave cuando inicia su raudo vuelo a dónde irá a parar?

Lutero fue adentrado en el camino que había emprendido, y tan lejos fue en sus predicaciones que hubo momento en que quiso desdecirse. Pero ya era tarde, sus secuaces le empujaban. Ya no tenía más remedio que continuar por ese incierto camino de la vacilación y la duda, del ceder ante las exigencias de los que le empujan.

Lutero arroja al fuego, junto con los libros de Derecho Eclesiástico, los de Escolástica y controversia antiluterana, la Bula de excomunión recibida seis meses antes.

Su pluma es incansable, y así escribe multitud de libros, todos concebidos en los tonos más fuertes e injuriosos contra los «papistas» a los que llama perros rabiosos y otras lindezas por el estilo y contra la Iglesia de Roma, para la que no encuentra mejor calificativo que el de prostituta. El Papa, según él, «es un avaro leproso, el mayor de los ladrones y bandidos que haya existido ni existirá jamás sobre la tierra».

Al mismo tiempo Lutero escribía a Carlos V contándole sus amarguras. No le hacen caso cuando pide perdón, pues no le creen veraz, él no es otra cosa que una víctima inocente a quien se persigue sin causa ni motivo alguno y ruega al Emperador le defienda y ampare, pues Carlos es el Rey de reyes, y él, Lutero, «su humilde servidor, insignificante como una pulga».

El Papa también había escrito al Emperador recordándole su obligación de velar por la pureza de la fe y buenas costumbres y que la actitud rebelde y levantisca de Lutero reclamaba su pronta condenación.

Carlos V contestó a ambas cartas, convocando para el 6 de enero de 1521 la Dieta de sus Estados en Worms.

Carlos no creyó necesaria la presencia del hereje en la Dieta, ya que una vez que el Papa le había condenado, nada habría que hacer en ese sentido. Se le condenaría como instigador a la rebeldía y conculcador de las leyes del Imperio. Pero los Estados hicieron ver al Emperador la conveniencia de escuchar a Lutero: podría tratarse de su retractación; además, algunos de los puntos de su doctrina estaban oscuros y querían saber qué pensaba Lutero sobre ellos.

Lutero fue, por fin, llamado a la Dieta. El mismo Emperador suscribió un documento por el que le mandaba comparecer ante la Dieta, dándole plena garantía en lo tocante a su libertad para hablar como quisiese, prohibiendo a todos sus súbditos hacerle mal alguno y acogiéndole bajo su especial tutela en los veintiún días que le concedía para ponerse en camino a Worms, asistir a la Dieta y regresar a Wittenber, su residencia ordinaria. El heraldo imperial Gaspar Sturn le entregó el salvoconducto y le acompañó durante su viaje hasta Worms.

El Emperador pidió que los libros de Lutero fuesen entregados a la autoridad para su examen. Esto produjo viva inquietud y verdadero pánico en el ánimo de Lutero, pues comprendió que la visita del Emperador no era de pura fórmula. No obstante, se puso en camino inmediatamente, dispuesto a sacar todo el partido posible de su estancia en Worms.

Al día siguiente de su llegada fue conducido a presencia de la Asamblea del Imperio.

Rafael Burgos

(Continuará.)





II
La Dieta de Worms

«Que Su Majestad ponga atención en un frailecillo de nombre Lutero», escribía a Carlos V su Embajador en Roma, cuando aquél se disponía a asistir a la Dieta convocada en Worms.

El joven Emperador observa de cerca a este frailecillo turbulento que trae dividida a media Cristiandad con sus predicaciones. Lutero se presenta a la Dieta, montando un magnífico carruaje y precedido por heraldos que anuncian su proximidad. El Emperador, en cambio, apenas si ha advertido su llegada. Va vestido a la española, sencillo y majestuoso al mismo tiempo. En medio de la Asamblea compuesta por casi todos los Príncipes y Obispos de Alemania, Lutero deja oír sus furias. Atropelladamente va mascullando toda la rabia que hay en su pecho. Empieza con aparente tranquilidad, pero poco a poco va subiendo de tono hasta que el mismo Emperador tiene que llamarle la atención.

–No será este frailuco quien haga de mí un hereje –había dicho Carlos.

No obstante, el Emperador va repasando mentalmente las injurias recibidas, ya por parte del Papado, ya de los franceses. Quizá este frailuco le sirva para conseguir del Papa lo que tantas veces le ha pedido: el Concilio. No hacen caso a su ruego, ante el empuje creciente de Lutero, no tendrá más remedio que aliarse con él. Además el turco..., terrible pesadilla que no le deja reposar un instante. Recuerda también las palabras de su abuelo, el Emperador Maximiliano: que se atienda al fraile de Wittenberg; algún día pueda ser que necesitemos de él... Lutero podía llegar a ser, como lo fue en efecto, un terrible personaje con quien había que contar.

La sesión se suspende. Días más tarde, al reunirse nuevamente la Asamblea, Carlos, que ya ha meditado minuciosamente en las palabras que el otro día dijera Lutero, y en la actitud que convenía a la causa de Dios, que no olvidó en ningún momento, se levanta majestuoso e imponente... y con voz clara y elevada hace una magnífica confesión de fe católica, sin distingos ni paliativos y condena duramente la actuación de Lutero como hereje e instigador al desorden, recordándole que estaba fuera de la ley y debía abandonar la ciudad de Worms rápidamente. En Lutero se reúne ya la condenación del Papa y la del Emperador.

Parece natural que, en la Edad Obscura, la enemiga de los dos poderes de la tierra sería lo suficiente para que el desgraciado contase los minutos que le quedaban de vida. Desgraciadamente no fue así. Años más tarde, el Emperador, ya casi en el lecho de muerte, se dolerá ante los monjes de Yuste de no haberlo mandado matar. «Mucho erré en no matar a Lutero, les decía, y si bien le dejé por no quebrantar el salvoconducto y palabra dada pensando de remediar por otra vía aquella herejía, erré, porque yo no era obligado a guardarle la palabra por ser la culpa del hereje contra otro mayor Señor que era Dios, y así yo le había ni debía de guardar palabra, si no vengar la injuria hecha a Dios. Que si el delito fuera contra mí mismo entonces era yo obligado a guardarle la palabra, y por no le haber muerto yo fue siempre aquel error de mal en peor, que creo que se atajara si le matara».

Lutero lo debió prever en algún momento, cuando escribiendo a su amigo Spalatino le decía: «Puede asesinarme, si quiere ese cerdo de Dresde (el Duque Jorge de Sajonia) mi sangre perseguirá siempre a ellos y a sus hijos».

Los protestantes han presentado con caracteres de apoteosis la réplica de Lutero al Emperador ante la Dieta de Worms y su estancia en dicha ciudad. La verdad es bastante más triste. Concedamos de grado todo lo glorioso que resultara aquella fecha para Lutero y para la causa que defendía. Un hecho que se repite a través de la historia y que nos recuerda que la célebre estancia de Lutero en Worms ante la Dieta del Imperio está por encima, muy por encima de la glorificación del hombre. Y ese hecho le condena. Es falso que de Wornis saliera la libertad del espíritu, si salió algo fue el libertinaje. Y no es una nueva era de comprensión y de más tópicos, es una fecha triste que abre una gran división en el pensamiento humano.

Es muy corriente considerar a Lutero como a un simple fundador de una secta religiosa, al protestantismo como un hecho que pertenece exclusivamente al dominio de la historia eclesiástica, sin más consecuencias en el orden moral, económico o político. Esa idea, precisamente, es hija de las doctrinas luteranas.

Sin que Proudhon nos dijera que en todas las cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología y viceversa, la experiencia ha venido a enseñarnos que la política y la religión van tan íntimamente unidas que realmente apenas si pueden separarse. La Historia, al menos la de veinte siglos de cristianismo, nos indica que los dos únicos agentes de la Historia son los católicos y los no católicos en cuanto tales.

Una de las grandes transformaciones que se operan con el nacimiento de la herejía alemana es lo que Lutero jamás pudo prever, ni siquiera vislumbrar: la nacionalidad, o mejor dicho, el nacionalismo. Alemania era entonces una multitud de pequeños Estados, sometidos a la obediencia de un príncipe, secular o eclesiástico. Pero en todos yacía latente el principio de la unidad. Por eso Lutero, al liberar a los alemanes de la obediencia de Roma y crear la Iglesia alemana, daba el golpe de gracia en la conciencia de todos, golpe decisivo que, al unirse más tarde entre sí los diferentes Estados para la defensa del nuevo credo, establecía las bases del futuro Estado alemán. Si Carlos hubiese sido más ambicioso en lo temporal, hubiera explotado en su provecho los deseos de los alemanes.

El espíritu renacentista y la evocación de los hechos gloriosos de otras épocas hicieron despertar en aquellas gentes un sentimiento desconocido hasta entonces y que hoy, por desgracia, llevado a su enésima potencia amenaza destruir la civilización.

«No es una exageración, dice Wyndan Lewis, el atribuir esta fiebre moderna de nacionalismo a la Reforma, que surgió de un exaltado culto al yo y acarreó el florecer de aquellos egoísmos que a una Europa del Renacimiento sin desmembrar bajo la contrarrevolución, la hubieran, en último caso, entorpecido en su crecimiento, y quizá, al fin, la habrían marchitado del todo. El nacionalismo moderno se manufacturó en Alemania en el siglo XVI». «Lutero explotó en su favor, dice Grisar, con habilidad suma y para enaltecer su causa este espíritu nacionalista cuando se vio obligado a luchar abiertamente». Por eso la Teología germánica de Lutero no es simplemente una cuestión religiosa, sino que por serlo hondamente, es una cuestión esencialmente política.

Y esa gran cuestión está aún por resolverse. Las naciones luchan todavía por no poderse liberar del pesado lastre de las ideas luteranas.

Pero acaso, dirá el lector, ¿es de tan enorme trascendencia las ideas, o lo que fueren, de aquel fraile excomulgado? Cristopher Hollis, en su Monstrous Regiment, citado por Wyndan Lewis, dice lo siguiente: Es muy posible que este viejo concepto europeo de una sociedad unida, que había sobrevivido y ganado fuerza desde el fracaso del experimento isabelino, podía haber evitado, o detenido al menos, la desastrosa rivalidad continental del siglo XVII y de la primera mitad del XVIII entre Austria y Francia y la guerra anglo-francesa, que duró ciento cincuenta años, desde los tiempos de Guillermo III hasta la batalla de Waterloo. Hubieran sido imposibles esas guerras, no consideradas como religiosas por sus beligerantes, de haber sido otras las condiciones religiosas de Europa. Así no hubiera podido adquirir fuerza creciente la Monarquía prusiana, que había utilizado la asistencia de Francia contra Austria y la ayuda inglesa contra Francia, más tarde. Toda la historia de nuestro tiempo habría cambiado.

Pero no solamente evolucionó en el siglo XVI la política, también la economía fue completamente trastornada. El egoísmo fue creando esas inmensas riquezas que entorpecen el funcionamiento de la rueda de la fortuna y del bienestar común. Este egoísmo reviste todas las formas posibles para enriquecerse a toda costa y a costa de quien fuere. El robo legal no es la única fuente de riqueza. Esto trajo inevitablemente la creación de las grandes empresas, el hombre máquina, cobrar todo lo posible, pagar lo menos que se pueda. Así se iniciaron las grandes luchas entre hermanos, hijos de un mismo Padre.

El protestantismo lanzó, además, la especie del libre pensamiento y con ella toda esa confusión de ideas, ese marasmo de seudociencia pedantesca que amenaza con volver locos a los pocos cuerdos que, por fortuna, aún existen.

 
III
¿Quién era Lutero?

Que Su Majestad ponga atención en su frailecillo de nombre Lutero. ¿Quién era este frailecillo? La verdad histórica no se alimenta ya como en otros tiempos, de supuestos o de citas más o menos ciertas. La revisión de la historia en todas sus partes es ya, gracias a Dios, un hecho. Una serie de monografías y estudios parciales escritos por verdaderas e indiscutibles autoridades, están fijando, creemos definitivamente, la verdad en la historia. Respecto de la personalidad de Martín Lutero, el docto profesor de la Universidad de Innsbruck, Hartmann Grisar, ha compuesto un precioso libro, en el que aparece tal, como es, la triste figura del agustino apóstata.

Estando tan ligada la cuestión del Concilio Tridentino con la herejía protestante, creemos conveniente dar una ligera idea de su fundador.

¿Quién era Lutero? Es difícil responder concretamente a esta pregunta, pues el examen sobre el fraile de Witenberg no nos dará nunca un juicio por el que pueda ser definido, si no es la indefinición de su personalidad, indefinición que heredó la secta por él fundada. La única norma que pareció animarle toda su vida, es la contradicción y negación de lo estatuido. Aunque luego volviera a afirmarlo, para otra vez volverlo a negar. Sus doctrinas y enseñanzas son una serie de aberraciones y negación del sentido común, sin precedentes en la Historia.

Aun dentro del triste papel representado por Lutero, ¿cabe incluirle en la galería de los grandes hombres? Ni como pensador ni como hombre de acción merece esos honores. Grisar se pregunta: ¿puede este hombre merecer el dictado de grande?, para contestarse: si ha sido grande, lo fue tan sólo con grandeza absolutamente negativa.

Sin embargo, mirando objetivamente la influencia que ha tenido en la marcha de los acontecimientos la doctrina de su nombre, no tenemos más remedio que reconocer en él una grandeza un poco trágica, una grandeza póstuma ciertamente, que habrá que repartir con la de Carlyle y Nietzsche, acaso como la de Rousseau y Voltaire, con la de Kant. Es el tipo egocentrista, soberbio, el super-hombre.

No cabe duda, que aun desprovisto de aquellas dotes de organización y visión política, incluso de prudencia y verdadero talento, aunque no falto del instinto de intriga, ironía, fina a veces, groseras las más, tenía cierta habilidad para granjearse la amistad de los príncipes. Su mayor éxito consistió en la corrupción de la sociedad, de la que él fue su personificación. «No vamos a discurrir, escribe el P. Carro, sobre posibilidades, pero sí diremos que no hemos visto nunca en Lutero las cualidades de los grandes heresiarcas, y por lo mismo sólo se concibe su éxito por la preparación enorme que encontró en la sociedad».

Desde pequeño hasta el sepulcro había alimentado lo que se suele llamar «manías persecutorias». Todos se conjuraban contra él, todos eran enemigos suyos, especialmente el diablo, del que parecía estaba poseído. Era muy propenso a la tristeza y estaba siempre dominado por un terror grande por las cosas divinas, en especial sentía verdadero pánico al pensar en la predestinación, en la suerte que le iba a caber al salir de este mundo. Lutero confía sus temores a su preceptor; eres un tonto, le responde. Dios no está irritado contra tí, eres tú quien estás irritado contra Él. Lutero sufre, además, de grandes ataques que le dejan tendido en tierra por mucho tiempo, en medio de horribles convulsiones.

Todo esto influye sobre el ánimo de fray Martín para dejar el convento. No pasó mucho tiempo cuando empezó a discrepar de la doctrina de la Iglesia, declarándose, más tarde, en abierta rebeldía contra ella. Aquí empieza su verdadera vida de hereje y el terreno propio en donde hay que estudiarlo.

Examinemos alguna de sus cualidades más sobresalientes, bien que estas cualidades no serán sino negativas.

Lenguaje de Lutero: Es curioso sobremanera la gama e infinita variedad de dicterios que utiliza Lutero para calificar a sus enemigos. Los católicos, por él llamados «papistas», son todo lo peor: burros, puercos malditos, herejes, panzas de blasfemadores, charcos putrefactos, maldito caldo del infierno, cerdos, epicúreos... Los grandes controversistas y teólogos alemanes, como Juan Eck y Witzet, eran unos farsantes, palurdos y mocosos, o bien unos parásitos, lameplatos y hasta vaso de noche.

Como puede observarse, el léxico alemán no tenía secretos ni escondites para Lutero.

Pero aun cuando es detestable que un hombre emplee ciertos vocablos, más detestable aún y grave es que los dirija, no ya contra personas o instituciones, sino que los emplea igualmente para atacar lo único por lo que el hombre es hombre. «La razón, afirma Lutero, es la ramera mayor del diablo, por naturaleza y por manera de ser es una ramera nociva, una prostituta, una ramera carcomida por la roña y por la lepra, que debiera ser aplastada y destruida. Tiradle fango a la cara para afearla. Está y debería estar ahogada en el bautismo. Merecería la miserable ser desterrada a la parte más cochambrosa de la casa, a los retretes». En este lenguaje, digno de antología, deberá sin duda estar basado el sistema liberal y la escuela de libres pensadores.

Pero Lutero tenía otra cualidad, muy digna de encomio por supuesto, ya que es el duque de Sajonia, su devotísimo amigo, quien hace el elogio: es el más deliberado embustero que conocí jamás. ¿Qué es la mentira? «Es una virtud, responde Lutero, que se emplea en contrariar la furia del diablo, en ser útil al honor, a la vida o al provecho del prójimo». No cabe duda que si la mentira, como afirma Lutero, es una virtud, es ésta la única de que puede gloriarse. Lutero lanzó las más infames calumnias contra todos los que se oponían de algún modo a sus planes, y toda su vida no es más que un tejido de burdas patrañas manifiestas o solapadas.

Hay otro consejo de Lutero, curioso como todos los suyos, y, desde luego, de gran utilidad para los príncipes alemanes: «lo que no puede adquirirse de modo normal, bueno será tomarlo subrepticiamente».

Lutero es glotón y borracho: me atraco de comida como un checo y me empapo de cerveza como buen alemán. En esas comilonas encuentra, según él, el reposo espiritual que necesita su alma para librarse de sus congojas y aficiones. Esta gula iba unida, naturalmente, a la más desenfrenada lujuria. Su carrera de heresiarca casi la inicia con su amancebamiento con la monja Catalina Bora. Es este el primer matrimonio civil, pues para Lutero el matrimonio no era un sacramento. Claro que él se había casado «¡porque el Señor le había empujado al estado conyugal!»

He aquí unas cuantas frases del heresiarca, que declaran mejor que cualquier comentario nuestro, la bajeza y degradación a que Lutero había llegado. El celibato eclesiástico es, según él, una institución maldita. «Sufro los ardores de mi carne indómita, escribía; yo debería arder en las llamas del espíritu y, sin embargo, me consumo en la hoguera de mi carne, en la lujuria, la pereza, la inacción, la somnolencia». En otra ocasión aconsejaba: «cuando la mujer no quiere, la criada puede sustituirla». Porque «no está en nuestro poder ser castos, ya que no tenemos el don de hacer milagros». «La palabra de Dios y su obra, dice en otro lugar, son testimonios de que la mujer ha sido creada para el matrimonio o para la prostitución». «Un mozo no debe aguardar a sus veinte años, ni una moza a los dieciséis, para casarse; entonces son aún sanos y deben confiar en que Dios cuidará de alimentar a sus hijos».

A pesar todo, no le alegra mucho su condición de casado, pues que en alguna ocasión un amigo suyo había dicho que, si algún día tomara mujer, se reirían el mundo entero y el mismo demonio y Lutero habría destruido cuanto había edificado hasta entonces. A lo que Lutero, tristemente, contesta: «He aquí que por este matrimonio me he rebajado y envilecido de tal manera, que creo que los ángeles se habrán reído mientras lloran todos los demonios».

Pero estos temores se disipan al hacerse creer él mismo que Dios ha querido que sea así.

La Reforma, pues, que pretendía traer Lutero, no fue sino la legalización y entronización del vicio. Llegó Alemania a tal extremo de degradación, que el propio Lutero la calificó de «espantosa Sodoma», y Bucero, uno de los apóstoles del protestantismo, escribía en 1539, que «el pueblo retorna al salvajismo, la inmoralidad reina por todas partes».

Parece que en alguna ocasión quiere recoger las riendas que tan sueltas ha dejado y reprimir tanto desorden. Pero es ya tarde. Por otra parte, tampoco él lo quiere de verdad. Los enviados del Emperador han trabajado mucho para que vuelva Lutero al redil de la Iglesia, pero él les responde, con la autoridad de las Sagradas Escrituras, cuál es su misión.

Varios legados del Papa se han entrevistado con Lutero con el mismo fin que los emisarios del Emperador. ¿No habrá forma de reducir a esa fierecilla? Es el Cardenal Cayetano. Le llama a su presencia. Lutero, lo mismo que hará más tarde en la famosa Dieta de Worms, recita atropelladamente textos y más textos de la Biblia para justificar al Cardenal que no se aparta de la verdad revelada y que su posición es justa y agradable a Dios. Pero Cayetano no había venido a oír a Lutero, sino a instarle a que éste se sometiera. Sin abrir los labios ha comprendido que no era posible. No se puede hacer nada con él, escribe a Roma, es una bestia.

Lutero, ante legados y enviados imperiales, es un manso cordero, apenas si se atreve a levantar la vista del suelo, a elevar la voz. Parece un chico a quien se le ha cogido en una mentira, y dice: ¡pero si yo no he dicho eso! Cuando está a solas con superiores a él, es el hijo obediente y sumiso; cuando le observa algún partidario suyo, ya se contonea un poco, y cuando se marchan los legados y se queda entre sus secuaces, chilla, grita y lanza toda la hiel que tenía guardada. En cuanto se marcha un enviado pontificio o imperial, ya está escribiendo un libro contra él.

Esta mezcla de temor y de odio, de sumisión y rebeldía, de, a veces, santidad y maldad, parece ser el principal indicio de su carácter. Maritain ha dicho a este propósito, que en Lutero se encuentra en una gran dosis «una mezcla terrible de cinismo y de candor, de oración y de libertinaje».

Así vemos en extraña mezcolanza las expresiones más dispares. Es Dios quien le guía cuando arremete contra el Pontificado, quien le induce a tomar mujer. Al abrir las puertas de las clausuras y «libertar» a las monjas, les recordaba que era el Sábado de Gloria, día en que Jesucristo salió de su prisión. A cierta mujer escribía en 1524: «No estoy aún casado, pero no me opondré a la acción de Dios en mi persona». En una palabra, Dios está con él en todos sus actos, sean éstos cuales fueren. Como es Dios el agente de nuestra justificación, es una tontería que nos tomemos la molestia de luchar contra ningún estímulo de nuestras pasiones.

Vea el lector a qué estado puede llegar una sociedad con tales enseñanzas y resuelva por sí mismo si la cuestión religiosa es sólo cuestión de curas y materia para discusiones bizantinas, que ninguna influencia tiene en la vida social. A mayor abundancia, véanse unas cuantas palabras de Lutero sobre los campesinos: «No sois dignos, dice, de los beneficios y de los frutos que en la tierra os ofrece». Se encara con ellos y les dice: ¡Campesinos, estúpidos, asnos, mal rayo os parta! Vuestra parte es la mejor, os toca el tuétano y sois tan poco agradecidos que no queréis dar nada a los príncipes. El populacho debe ser golpeado, estrangulado, colgado, quemado, decapitado o degollado, para inspirarles temor. «Cristo, dice en otro lugar, no pretende abolir la esclavitud. Si el mundo durara mucho tiempo, sería preciso restablecerla».

No es difícil entrever a qué grado de bajeza y degradación puede llegar un pueblo con tal código de civilización y de cultura.

No se hable, pues, de fanatismo ni de imperialismo, cuando España tomó sobre sus hombros la tarea de rescatarla para Cristo. Gracias a sus esfuerzos, Europa no sucumbió ante la herejía, ante la barbarie, en último término. Hizo lo que pudo y más que pudo en su acción civilizadora. Así y todo, no pudo evitar totalmente las consecuencias de aquellas doctrinas demoledoras. ¡Era un pueblo contra mil! Y los que debieron ayudarle, se retiraron, dejándole solo. Siglo XVI. Un siglo de intrigas: Francisco I, Clemente, Paulo..., todos enemigos jurados del Emperador, todos enemigos de España. Carlos V. Toda una vida consagrada a una lucha gigantesca, sobrehumana, contra el error. En esa lucha empeñó España cuanto tuvo, pero no pudo más, y poco a poco, las ideas lanzadas por el fraile apóstata fueron rehaciéndose y tomando cuerpo en los libros de Schopenhauer, de Nietzsche, de Kant, infiltrándose en la vida filosófica y religiosa, produciendo el subjetivismo; en la vida social, desembocando en las democracias y en la anarquía, con toda esa gama de comunismos, sindicalismos y socialismos; produciendo esos violentos choques entre capitalistas y «proletarios», hasta terminar en esa guerra, la más sangrienta y endemoniada de cuantas conocieron la Historia.

Hoy, que aunque amenazados por todas partes, parece vislumbrarse un retorno a esa bendita Edad Media, profetizada por Berdiaeff, tendremos que volver atrás la vista y tomar de los siglos pasados nuestra cultura. Nos urge. Porque los acontecimientos se precipitan y llega pronto el día. Si no nos refugiamos en el espíritu que creó y modeló la nación española, si no buceamos con ansias para volverlo a vivir, en el grande y ancho mar de nuestro pasado, no es aventurado afirmar la pérdida total de lo que constituye el alma española. Si otras naciones se empeñan, a pesar de todo, en hundirse, que lo hagan. España tiene aún mucho camino que andar. Y esos caminos trazados ayer señalan los que hemos de seguir en el presente y futuro.

Rafael Burgos

(Continuará.)





IV
El Emperador

¿Quién era el Emperador? Aquí las más enconadas y absurdas disputas. Aquí la incomprensión e ignorancia más absoluta, el corto criterio y estrecha visión al juzgarlo, el odio sectario que no puede o no quiere ver en la grandiosa figura de Carlos V otra cosa que un producto de la Edad Obscura, un hombre torvo, de aviesas intenciones, egoísta, intransigente… ¿Quién era el Emperador? ¿Era ese guiñapo puesto a las órdenes del Papa, que decía Lutero? ¿O ese fracasado de que nos habla Besold al censurar aquella expresión de desengaño del César, cuando decía que más quería haber sido zapatero que rey de Castilla? ¿Es el hereje que otros han pretendido ver en el Tutor y Defensor de la Iglesia?

Todavía está por hacer la historia de aquel reinado. Los que la han acometido, extranjeros en su mayor parte, no han sabido arrojar de sí el pesado lastre de los prejuicios.

Los únicos reproches, y ya suena a tópico, que la Historia puede hacer al gran Emperador, son el caso de Roma y el llamado Interim de Augsburgo, por el que Carlos invadía peligrosamente el dominio espiritual, de derecho exclusivo de la Iglesia. Pero si bien no podremos encontrar una disculpa para tales actos, sí tenemos una explicación, y fue su mismo acendrado catolicismo, quien le llevaba, a veces, a buscar por todos los medios la reconquista de lo perdido. Con acierto observa Menéndez y Pelayo que a un hombre así «podrán calificarle de fanático, pero nunca de hereje, y contra todos sus calumniadores protestará aquella sublime respuesta suya a los príncipes alemanes que le ofrecían su ayuda contra el turco a cambio de la libertad religiosa: Yo no quiero reinos tan caros como esos, ni con esa condición quiero Alemania, Francia, España e Italia, sino a Jesús Crucificado. Al lado de tan terminantes declaraciones, continúa Menéndez y Pelayo, poco significa el proceso que Paulo IV, enemigo jurado de los españoles, mandó formar al Emperador como cismático y fautor de herejes por los decretos de la Dieta de Augsburgo, puesto que tal proceso era exclusivamente político y se enderezaba sólo a absolver a los súbditos del Imperio del juramento de fidelidad, y traer nuevas complicaciones a Carlos V. Así y todo no llegó a formularse la sentencia ni pasó de amenaza la excomunión y el entredicho».

Encontramos en este párrafo de Menéndez y Pelayo unas palabras que hemos observado cumplidas en todos los extranjeros y extranjerizantes siempre que tratan de España. Todos son «enemigos jurados de los españoles».

El Emperador, único defensor del catolicismo del siglo XVI, encuentra en la Sede misma del cristianismo el desdén más inexplicable. España, ni aun en los siglos en que fue el campeón de la fe y la verdadera salvaguardia del catolicismo y de la civilización, ha sido comprendida ni respetada.

No hay un tratado de historia en el que lo español no quede relegado a un segundo término, cuando no, y esto es lo más frecuente, es maltratada y hasta insultada. Y lo más triste es que la fobia o incomprensión no es exclusiva de los escritores de la otra acera, sino que parecen emularse en improperios contra nuestra patria. Bernardo Navagero dice de Paulo IV que nunca hablaba de su Majestad y de la nación española que no les llamase herejes, cismáticos, germen de judíos y de marranos, hez del mundo, deplorando la miseria de Italia que se veía obligada a servir a esta gente tan abyecta y vil. La Historia de Pastor, entre otros libros, a la que tantas veces hay que recurrir, está llena de duras condenaciones para los españoles, a los que olvida mucho en el curso de su narración, descargando su mal humor en la gigantesca figura del Emperador, a quien culpa de todo lo que pasa por su desmedida ambición, su afán imperialista, &c., y la verdad es que a no haber sido por algo de eso, estuviéramos aún en guerras de reconquista contra los turcos, y el catolicismo, reducido por los luteranos, se hubiera ocultado de nuevo en las Catacumbas.

No pueden comprender una España que pospone su bien material en ansias de mayor espiritualidad. No entienden cómo, a sabiendas, se arruine una nación, si en ese aniquilamiento ganan otra para Cristo. No pueden comprenderlo, porque esto es demasiado sublime para cerebros tan bajos. Si como españoles, dice el P. Carro, debemos reconocer que Carlos V sacrificó a España en hombres y dinero en empresas que no siempre le importaban como nación, como españoles y como católicos no debemos culpar al gran Rey que siempre obró obligado por las circunstancias que mandan en los hombres y que supo emplear nuestras energías en tan nobles causas como la defensa de la fe y de su imperio en las que iba incluido el prestigio de España.

Lo mismo nuestras guerras y conquistas del siglo XVI que todo el imperio, que bajo su cetro mantuvo Carlos y más tarde su hijo Felipe, no tienen otra explicación que la de haberse constituido España en defensora de la fe verdadera. «La grandeza materia, dice el Maestro, la extensión de los dominios de España por alianzas, por matrimonios, por herencias, en todo el siglo XVI, es nada en comparación de este gran principio de unidad católica y latina, de resistencia contra el Norte y contra la herejía y la barbarie, que constituye en el siglo XVI el alma y el verdadero impulso y la verdadera grandeza de nuestra raza. A Felipe II, políticamente considerada la cosa, le hubiera sido más ventajoso abandonar desde luego los Estados de Flandes y vivir en paz con Inglaterra; pero ni Felipe II ni ningún gobernante español católico de aquellos tiempos podía dejar que la herejía se entronizase sin resistencia en las marismas bátavas, o que, bajo el cetro de la sanguinaria Isabel, oprimiese la conciencia de los católicos ingleses. En general, más que guerras de ambición, de dominación y de imperio universal, las guerras españolas del siglo XVI fueron guerras religiosas, guerras de resistencia contra el elemento germánico. Tan alto, tan generoso y desinteresado móvil bastó a dar unidad y carácter propio a nuestra raza y a nuestra historia. Todo se enlaza, con él y de él depende y por él se explica y justifica: lo mismo las conquistas de América, en Asia, en Oceanía, a donde llevamos la luz del Evangelio y la civilización europea, que la resistencia contra la reforma en Alemania, en Holanda y aun en Inglaterra, donde nos venció el poder de los elementos, movidos por inescrutables voluntades de Dios, más que por el poder de los hombres». Realmente es asombroso pensar hasta qué punto llegó el español del siglo XVI llevado del sentimiento religioso. Pocas naciones, ha dicho Petrie, en la historia del mundo ha hecho tanto con tan escasos medios como España y ello se lo debe principalmente a la influencia ejercida por la Monarquía.

A tales pueblos tales gobernantes, se ha dicho muchas veces. Y el pueblo español del XVI no podía por menos de corresponderle un hombre de la talla de Carlos que rigiera sus destinos. España cumplió en el mundo, como nación alguna, su misión de redención y salvación.

La verdadera reforma de la Iglesia, iniciada en Trento, tenía que estar precedida por un gran desenvolvimiento teológico. Y nunca en España ni fuera de ella se pudo presentar un «pueblo de teólogos», según la frase de Menéndez y Pelayo, como lo fue la España del siglo XVI. El resurgimiento de los estudios teológicos hizo imposible que aquella corrupción de las costumbres y extravíos de la inteligencia, hijas del Renacimiento, siguiera su marcha arrolladora, y así se inició esa opinión favorable al Concilio, de la que participaban desde el Emperador al último de sus vasallos. Por eso España pudo librarse de la peste luterana.

Muchos obstáculos se interpusieron en los buenos deseos del Emperador, que quería acabar de una vez no sólo con la herejía, sino con los abusos que la habían traído. Las continuas discordias con Francisco I, el peligro turco y la insinceridad del Papa, de quien se decía que no quería de verdad el Concilio ni la paz entre los eternos rivales Francisco I y el Emperador, hicieron que éste, distraído por tantos y tan diversos asuntos, no pudiera acometer, como era su deseo, a la ansiada reforma. Esta rivalidad entre el rey de Francia y Carlos, es lo que hizo decir al gran Francisco de Vitoria: «Yo por agora no pediría a Dios otra mayor merced sino que hiciese estos dos príncipes hermanos en voluntad como lo son en deudo, que si esto hiciese no habría más herejes en la Iglesia ni aún más moros que los que ellos quisiesen; y la Iglesia se reformaría, quisiera el Papa o no, y hasta que esto no vea ni daré un maravedí por Concilio ni por todos cuantos remedios ni ingenios se imaginaren. La culpa no debe estar en el rey de Francia y mucho menos en el Emperador… Dios se lo perdone a los príncipes o a los que con ellos los ponen, pero no perdonará… las guerras no se inventaron para el bien de los príncipes, sino de los pueblos; y si esto es ansí, como lo es, véanlo buenos hombres, si nuestras guerras son para bien de España o Francia o Italia o Alemania, sino para la destrucción de todas ellas.»

De nuevo encontramos en la actitud de Paulo III algo de lo que ya observamos en la de su antecesor. El Papa no quiere el Concilio. Vitoria hace notar claramente que si hubiera mejor inteligencia entre Francisco I y el Emperador «no habría más herejes en la Iglesia ni aún más moros que los que ellos quisiesen» y que «la Iglesia se reformaría quisiera el Papa o no». Otro dato lo tenemos en aquella célebre carta del confesor de Carlos y teólogo del Papa, el P. Soto, la más conocida de todas, en la que poco antes de morir le da diferentes consejos, los cuales, si los cumpliese, «no solamente no se derogará la autoridad y provecho de la Sede Apostólica y de Su Santidad, pero se acrecentará mucho, y si Vuestra Santidad no lo hace así, no dudo sino que la Silla Apostólica perderá mucho y Vuestra Santidad será condenado por ello en el juicio de Dios.»

Y es que, al fin, Paulo III era un Farnese, continuador de la política de engrandecimiento de su antecesor. Por eso no ve con buenos ojos la paz e inteligencia de los dos príncipes, en cuyas manos estaba el destino de Europa. Divididos, en cambio, podría aliarse con uno en contra del otro, según se lo dictaran las circunstancias.

El Emperador no atentaba, pues, contra el poder espiritual del Pontífice al alentar una reforma en la Iglesia por medio del Concilio. Ya hemos visto en otro lugar cómo procuró sacar todo el partido posible en favor de la causa del Concilio, cuando el Papa fue hecho prisionero en Sant Angelo. Al llegar estos rumores a Francia e Inglaterra fueron tan mal acogidos, que declararon no reconocerían las deliberaciones de un Concilio celebrado en tales circunstancias. La verdad es que aunque Carlos pensara en algo parecido, no se atrevió a hacer nada en ese sentido.

Su respeto al Vicario de Cristo, andaba parejo con su animadversión al Soberano temporal. Carlos repite una y otra vez en todas sus cartas la sumisión y obediencia que debe a Su Santidad.

Con motivo de la traslación del Concilio que se celebraba en Trento a Bolonia, Carlos envía su protesta, dando instrucciones de todo a su representante en el Concilio D. Francisco de Toledo, y le dice que haga «lo que allá mejor le pareciere para más justificación del protesto, fundándolo en razones jurídicas, sin entrar en ningún punto que pueda tener sabor ni olor de cisma, ni en que el Concilio y autoridad de él quede con los Prelados y otras personas que ahí están…

En 23 de agosto de 1547 escribe a Mendoza dando nuevas muestras de acatamiento al Papa y así le faculta para que haga lo que crea más conveniente, «guardando la autoridad de Su Santidad y su Santa Silla, teniendo solamente presente lo que es necesario para el remedio de esta Germania y reduciéndole a la debida obediencia y que se reformen los rectores y otros que tienen a su cargo almas, para que vivan ejemplarmente, hagan sus oficios y doctrinen al pueblo… cuanto a lo demás que Su Santidad en lo de la reformación haga lo que le pareciere ser menester por el bien general de la Cristiandad y la autoridad y reputación de la Santa Silla, en la cual y en todo lo demás entenderemos de buena gana con Su Santidad, acatándola y teniéndola en esto el respeto que muchas veces ha conocido.» Verallo, Nuncio de Su Santidad cerca de Carlos V, escribía en 17 de marzo lo siguiente: «Otra cosa que promete su Paternidad (el P. Pedro de Soto), de parte del Emperador, es que en las cosas pertenecientes al Concilio Su Majestad no se entrometerá nunca en impedir el desarrollo del Concilio ni tocará un punto la autoridad de la Sede Apostólica y de Su Santidad, al contrario, la favorecerá de buen grado.»

A pesar de todas estas protestas de sumisión a la Silla Apostólica, no parece que el Papa hiciera gran caso de ellas. Las cartas se suceden sin interrupción, manifestando el Emperador hasta el cansancio que no quería otra cosa que la renovación de las costumbres.

Sin embargo, en Roma apenas si su voz encuentra eco. Paulo III, Farnesio, estaba entonces muy atareado aprobando los proyectos de su nuevo palacio y el tiempo que le sobraba lo dedicaba a hacer alianzas con Francisco I, aliado éste de los protestantes y del turco. ¿Qué mayor prueba que ésta de la urgente necesidad de una reforma?

Entretanto los turcos se preparan para, de nuevo, llegar hasta el corazón de Europa. Francisco I se había aliado con el famoso pirata Barbarroja, que llevó la desolación a las costas de Italia y España. En medio de tanta deslealtad, Carlos se debate inerme. Hasta los protestantes han clamado contra el crimen del francés. Primero ofrecieron su ayuda al Emperador a cambio de ciertas libertades, pero luego renuncian, pues ven con enojo las alianzas de Francisco I que lleva a la Cristiandad al abismo y ante la promesa de Carlos de convocar un Concilio nacional, si el de Trento no se reunía pronto, los luteranos se ponen de parte de Carlos. Con 50.000 hombres penetra el Emperador en Francia. Estos avanzan en su conquista hasta llegar al Marne. Están a punto de caer sobre París, pero Francisco pide la paz, que le es concedida mediante ciertas condiciones que, dicho sea de paso, no piensa cumplir.

Mas ¿a qué continuar? No podemos seguir la historia de estas guerras. No es nuestro objeto. Quede demostrado con lo dicho la sincera religiosidad y alteza de miras del Emperador y su decidido empeño por la reformación de costumbres. El Catolicismo le debe su apoyo en los momentos más decisivos de su Historia.

Hasta que no decline su mando, su vida será milicia, como lo fue siempre, pero milicia, dura, cansancio, desengaño…

No pudiendo más renuncia a todos sus títulos y se retira a las soledades de Yuste a prepararse a bien morir. Su hijo Felipe II queda en su lugar. Él ya ha trabajado bastante y necesita descanso. A su hijo le ha dicho: Tened siempre a Dios delante de vuestros ojos y ofrecedle todos los trabajos y cuidados que habéis de pasar. Nunca os olvidéis de servidle, sed devoto y temeroso de ofenderle y amarle sobre todas las cosas. Sed fervoroso y sustentad la fe… Esto decía el Emperador egoísta, el Emperador protestante

Carlos no podrá ver los resultados del Concilio, ni el final de las contiendas con los turcos. Pero a su lado se encuentra un jovenzuelo que en Lepanto ahogará para siempre el poder mahometano, y su hijo Felipe II llevará a cabo la obra de resurgimiento de la vida cristiana y el engrandecimiento del Imperio español de que él puso los cimientos.

 

Son las dos y media de la madrugada del 21 de septiembre de 1558. Las campanas del monasterio de Yuste, acompasadas y lúgubres, anuncian que el Emperador ha dejado de existir. Los que le han visto morir, se dirigen a la iglesia a rezar por su alma, mientras que los monjes entonan fúnebres cánticos y plegarias. Un mensajero ha partido rápido con la noticia: Carlos, Emperador del Sacro Imperio Romano, soberano de Alemania, Austria, Flandes, América, rey de España e Italia ha muerto.

Carlos murió como había vivido, como un cristiano. Los que se han atrevido a manchar su memoria no merecen ni el desprecio. El propio Melanchthon hubo de decir: «Más glorioso y más maravilloso que todos los triunfos del Emperador era el dominio que tenía sobre su carácter. Ninguna palabra o acción suya fue imperiosa, nada había en él de forzado y ni la menor señal de orgullo o dureza. A pesar de todos los esfuerzos hechos para enojarlo, escuchó a los luteranos contenido y sereno. Su vida privada es un modelo de templanza, continencia y moderación.»

Entre los modernos no católicos, Oliveira Martins ha hecho el siguiente elogio del Emperador: «Carlos V es el verdadero sucesor de Carlomagno, el defensor del mundo cristiano, superior al Papa, y casi tan monarca en lo espiritual como en lo temporal. Es la imagen de España avasallando al mundo con la expansión de ese genio que aún ahora, después de lentamente elaborado, se impone a las conciencias y a las naciones. En Carlos V el príncipe domina al guerrero, la razón de Estado tiene más fuerza que la bravura. Es el jefe de una nación, es el primer soberano moderno. Es la España que habla por boca de Carlos, Emperador y casi Papa, príncipe y estadista que en España aprenderá las máximas de la novísima política. Es la España, es su genio, es su civilización que, pasando por cima de los planos políticos e imponiéndose a su voluntad, funda con Carlos un trono imperial, un trono de ambos mundos.»

Este fue aquel hombre, aquel genio que tuvo en sus manos las riendas del gobierno de casi todo el mundo. Y esta la España de entonces, «un pueblo de teólogos y soldados, que echó sobre sus hombros la titánica empresa de salvar con el razonamiento y con la espada la Europa latina de la nueva invasión de bárbaros septentrionales; y en la nueva y portentosa cruzada, por no seguir a ciegas las insaciadas ambiciones de un conquistador, como las hordas de Ciro, de Alejandro y de Napoleón; no por inicua razón de Estado, ni por el tanto más cuanto de pimienta, canela o jengibre, como los hebreos de nuestros días, sino por todo eso que llaman idealismos y visiones los positivistas; por el dogma de la libertad humana y de la responsabilidad moral, por su Dios y por su tradición, fue a sembrar huesos de caballeros y de mártires en las orillas del Albis, en las dunas de Flandes y en los escollos del mar de Inglaterra. ¡Sacrificio inútil, se dirá, empresa vana! Y no lo fue, con todo eso, porque si los cincuenta primeros años del siglo XVI son de conquista para la reforma, los otros cincuenta, gracias a España, lo son de retroceso; que el protestantismo no ha ganado desde entonces una pulgada de tierra, y hoy, en los mismos países en que nació, languidece y muere. Que nunca fue estéril el sacrificio por una causa justa y bien sabían los antiguos Decios, al ofrecer su cabeza a los dioses infernales antes de entrar en batalla, que su sangre iba a ser semilla de victorias para su pueblo. Yo bien entiendo que estas cosas harán sonreír de lástima a los políticos y hacendistas que, viéndonos pobres, abatidos y humillados a fines del siglo XVII, no encuentran palabras de bastante menosprecio para una nación que batallaba contra media Europa conjurada, y esto, no por redondear su territorio ni por obtener una indemnización de guerra, sino por ideas de teología…, la cosa más inútil del mundo. ¡Cuánto mejor nos hubiera estado tejer lienzo y que Lutero entrara y saliera donde bien le pareciera! Pero nuestros abuelos lo entendían de otro modo, y nunca se les ocurrió juzgar de las grandes empresas históricas por el éxito inmediato. Nunca, desde el tiempo de Judas Macabeo, hubo un pueblo que con tanta razón pudiera creerse el pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios; y todo, hasta sus sueños de engrandecimiento y de monarquía universal, lo referían y subordinaban a este objeto supremo: Fiet unum ovile, et unus pastor.

Rafael Burgos

(Continuará.)





V
El Concilio

No era de los tiempos de Lutero precisamente la idea de una gran reforma de la Iglesia en su cabeza y en sus miembros. Tiene sus antecedentes en días más remotos. Ya desde el siglo XIII, los buenos católicos empezaban a sentir la necesidad de una fuerte disciplina que acabara con todos los abusos y así lo proclamaban. El Pobrecillo de Asís, al entonar cánticos a la santa pobreza y acogerse a ella para salvar su alma y la de sus hermanos, no hacía otra cosa que poner un jalón en aquella necesaria restauración de todas las cosas en Cristo.

Hasta el siglo XVI, empero, no se acometió por todos con decisión y energía la tan ansiada reforma. Tuvo que sentirse la Iglesia conmovida hasta en sus instituciones más fundamentales para convencer a los más remisos de la magnitud del peligro. Cincuenta años antes se hubiera salvado todo, se hubiera extirpado el abuso en sus comienzos, se habría ahogado la herejía en su nacimiento mismo, se habría evitado aquella gran división en la conciencia católica.

Es verdad que existieron algunos laudables intentos para llegar a la ansiada reforma. Pero Constanza y Basilea no representaron, al fin, más que un puñado de buenas intenciones echadas sobre un terreno poco propicio para su prendimiento.

Al despertar el 1.500 bajaba al sepulcro Alejandro VI, que, según algún escritor, con su muerte llenó de júbilo a toda la Cristiandad. No vamos a detenernos en el examen de la conducta de este Papa, ya con exceso traída y llevada por los libelistas de todos los tiempos. Pero no cabe duda de que su disolución y olvido de las cosas de la Iglesia preparó y abrió más y más el camino franco hacia la gran división.

La Cristiandad tuvo que contentarse con la buena voluntad de los Papas sucesores de Alejandro, más que con hechos reales. Todos veían la necesidad de atajar el mal, y hablaban de ello, pero ninguno tomaba sobre sí tan molesta tarea. Acaso la experiencia reciente de lo sucedido en Pisa y Basilea restaran ánimos a los más decididos.

Hubo un hombre de buena voluntad: Adriano VI, pero su breve pontificado no le permitió plasmar en hechos lo que era deseo de todos{1}.

Julio II, su antecesor, tuvo bastante con cristianizar la corriente renacentista y neopagana. El Renacimiento, como toda obra humana, tuvo su parte no sólo buena, sino sublime y grandiosa, pero tuvo también una no pequeña porción de escepticismo y materialismo sórdido. Julio II fue, entre todos, un decidido protector de las Artes. Nunca han podido juntarse en la historia de una nación tres nombres como los de Brabante, Miguel Ángel y Rafael. Julio II era tan artista como ellos o más que ellos. Aprovechó este resurgimiento de las bellas artes para glorificar los símbolos del cristianismo y ahí está esa gran cúpula que cobija a todos los cristianos del orbe como prueba de su altísima confección del arte.

Literatos y artistas encontraban protector y apoyo en el Papa del Renacimiento que había hecho de Roma el emporio del saber. Sin embargo, a pesar de tanta magnificencia, cuando la historia del Arte y de la Literatura escribían sus mejores páginas, la de la Iglesia apenas si tenía otras que las de desdén o a lo menos de olvido.

Y mientras tanto la rebeldía había prendido en Alemania. La rebeldía primero, luego el cisma. Y con el cisma había surgido no ya una nueva religión, no un nuevo credo, sino una nueva política y una nueva, al fin, civilización. Malos días se avecinaban para los buenos católicos.

Toda la cristiandad lloraba con lágrimas de sangre la desidia con que se presenciaban los ataques a la religión, la burla sangrienta al Pontificado, el escarnio de las cosas santas… El Emperador no cesaba de instar una y otra vez al Papa para que convocase con la urgencia que el caso pedía un Concilio general que corrigiera tantos abusos y fijara las normas para el futuro.

Pero ni la gravedad del mal, ni las continuas súplicas de Carlos hacían mella alguna en el ánimo de Clemente. Entregado por completo al engrandecimiento de su casa.

Los acontecimientos se precipitan al ocupar este Papa la Silla de San Pedro. Es imposible comprender la conducta de Clemente VII. Intachable en su vida privada, recto, de gran inteligencia, al decir de sus historiadores, no tenía otra pasión que procurar todo el bien posible para sus familiares. Es evidente que se ocupó muy poco de las cosas de la Iglesia, a la que sirvió más bien en la conservación y aumento de sus Estados que en su misión espiritual. Débil de carácter, ya se inclinaba al lado del Rey de Francia, ya al del Emperador. Naturalmente, tal política no podía tener buenos resultados. En efecto, el 24 de febrero de 1525 lograban las armas del Emperador el triunfo más grande y rotundo que viera el siglo XVI. Vencedor de Italia y de Francia, dueño de Francisco I, pudo agregar a sus ya extensos dominios los del Rey de Francia y acabar de una vez con las perpetuas contiendas en Italia. Concertó, sin embargo, un tratado de paz con Francisco I, devolviéndole a los franceses. El Papa dirigió entonces su vista a Carlos V como antes la había puesto en su hermano, y, temeroso de su enorme poderío, le pidió la paz. Mas pronto la intriga fue minando lo hecho con tan feliz éxito y reavivaron en los ánimos del Emperador y del Papa las viejas rencillas. Ninguno se fiaba del otro. Lo pactado no tenía más fuerza que la que ellos quisieran darle. Eran los tiempos de Savonarola y Maquiavelo.

Poco después Clemente VII rompía lo pactado y se aliaba con los enemigos del Emperador, que, en definitiva, eran los enemigos de la causa del catolicismo o por lo menos eran indiferentes en cuanto a la lucha contra los luteranos, con el exclusivo objeto de mermar el poderío español en Italia que comprometía la independencia de los Estados Pontificios o los intereses de la casa de Florencia. La nueva liga estaba formada por Inglaterra, Francia, los Estados Pontificios y los de Milán, Florencia y Venecia. Este acto tuvo consecuencias incalculables para la religión, pues viéndose el Emperador desasistido de los que tantas veces habían prometido su concurso para ir juntos contra los luteranos, sólo cuidaba en precaverse contra tantos enemigos. El Emperador lamentaba tan angustiosa situación y a buen seguro hubiera suprimido el poder temporal del Papa que tanto le hacía olvidar las cosas de la Iglesia de no tener en contra, si tal hiciera, a todos los católicos y aun a la misma Inquisición que le hubiera juzgado como a un malhechor.

Entre tanto las tropas imperiales, a las órdenes de Borbón, invadían la capital del orbe cristiano. Los nuevos bárbaros del norte habían caído sobre la Ciudad Eterna y cometían en ella toda clase de crímenes. Roma fue horriblemente devastada, saqueada e incendiada y el mismo Papa hecho prisionero en su Castillo de Sant Angelo.

El Emperador se dolió de lo sucedido, pero se valió de la preeminencia que las circunstancias le habían otorgado sobre el Papa, para obtener de éste la promesa de convocar inmediatamente un Concilio.

Veyre, negociador de la paz entre el Emperador y el Papa y en nombre de aquél le ofrece la libertad y su apoyo a condición de que, inmediatamente, sin dejar transcurrir un día más, convocara el Concilio para atajar los estragos de la Reforma.

Mucho se ha culpado a Carlos como causante o al menos consentidor del saco de Roma. Es verdad que el Emperador no tenía ni poca ni mucha estima del Pontífice. Le creía cobarde, por no atajar inmediatamente el curso de la Reforma y juzgaba como castigo divino el saqueo y devastación de la Ciudad Eterna, pero también es verdad que en él no hubo otra responsabilidad que la de tener al frente de sus tropas a un hombre de ningún escrúpulo. No hay que olvidar tampoco que Clemente VIII, al aliarse contra el Emperador como soberano temporal, debía resignarse con la suerte que le cupiera, que en esta ocasión, ya hemos visto, no le fue propicia.

Con el saqueo de Roma perecieron las artes, la vida literaria, la de ensueño y de placer. Erasmo lamentaba, plañía más bien, tanta desgracia; los poetas, músicos y pintores entonaban tiernas endechas a la madre del Arte. Pero ese canto no era el viril de un guerrero, era más bien la melancolía de una doncella. Lo que el humanismo perdió con la devastación de Roma, lo ganaron la moralidad, la disciplina y las buenas costumbres.

Clemente Vil prometió al Emperador la rápida reunión del Concilio. Carlos, por su parte, devolvió al Papa los Estados Pontificios, se comprometió a restaurar algo del antiguo poderío de los Medicis y, por si fuera poco, le ofreció la mano de su hija Margarita para un sobrino del Papa. A vista de esto, Clemente prometió coronarle Emperador, lo que se verificó con gran solemnidad en Polonia el 24 de febrero de 1530, cuando Carlos V tenía, por tanto, treinta años de edad.

Al llegar a este punto, haciendo una pequeña digresión, queremos dar una ligera idea de este Imperio, del que Carlos acaba de ser coronado soberano.

Keyserling ha llamado al Sacro Imperio Romano la «idea supernacional europea». Este Sacro Imperio era creación de los católicos, quienes al ver en el dominio temporal ejercido por los Reyes el sello divino, otorgaban a éstos toda sumisión y vasallaje. El Papa ejercía un dominio espiritual, el Emperador, temporal, pero de tal forma, que en los asuntos que no eran puramente internos o de conciencia, podía el Emperador intervenir, y de hecho lo hacía.

Sobre las ruinas del Imperio de los cesares de Roma, nacía el Imperio del Occidente, el Sacro Imperio Romano, cuyo primer soberano fue Carlomagno y antes de Carlos V ostentaba este título su abuelo Maximiliano I. Este dictado lo concedía el Papa, quien coronaba al Emperador electo. Sin la consagración pontificia no existía tal Emperador, por donde era no sólo un poder exclusivamente temporal, sino que le confería un carácter espiritual en cierto modo, ya que desde entonces quedaba obligado a defender a la Iglesia y vigilar por la religión y buenas costumbres en sus Estados.

En el momento en que presentamos a Carlos, dos Reyes, el de Inglaterra y el de Francia, disputan a éste tan preciada soberanía. Ninguno de los dos escatiman esfuerzos por obtenerla. Pero no hay más que una corona y esa es para Carlos, y ya hemos dicho cómo en febrero de 1530 la recibía de manos de Clemente VII, arregladas ya con éste algunas diferencias.

* * *

Con la promesa formal del Papa de acelerar lo del Concilio, marchó el Emperador, después de su coronación, a Alemania, desde donde escribió en el mes de julio a Clemente dándole sus impresiones sobre cosas de religión y progresos del protestantismo, insistiendo otra vez en la necesidad de reunir el Concilio cuanto antes. Otra vez el Papa vuelve a prometerle la celebración de un Concilio, pero siempre que los luteranos se sometieran a las decisiones de éste. Señalaba las ciudades de Roma, Bolonia, Piacenza y Mantua como las más a propósito para la reunión de dicha Asamblea.

Pero el Emperador, deseoso de ganar tiempo y arrebatar la victoria a los secuaces de Lutero, unos días antes de su coronación en Bolonia, el 21 de enero promulgó la convocatoria para la Dieta del Imperio, que debía reunirse en Augsburgo. Fue enviada a todos sus Estados de Alemania y en ella prometía escuchar a los disidentes. El Emperador, que asistiría personalmente a la Dieta, procuraría aunar las voluntades y zanjar las diferencias que surgieren. En caso de no haber un acuerdo apelarían a un Concilio Universal.

Desde la promulgación del edicto para la Dieta de Augsburgo no cesaron de trabajar los dos partidos contendientes. El Dr. Eck preparó rápidamente un tratado contra la Reforma luterana, que fue publicado antes de la llegada del Emperador.

Los protestantes no perdían el tiempo, y así Melanchthon redactó un documento en el que, sin nombrar para nada a Lutero (a pesar de que estaba hecho de común acuerdo) ni la nueva religión y con el pretendido deseo de corregir ciertos abusos y volver al cristianismo primitivo, exponía solapadamente su intención. El documento, llamado Confesión de Augsburgo, se decía inspirado por los príncipes, en cuyo nombre habla, y no por los teólogos. Más tarde esta Confesión llegó a ser el credo de la nueva doctrina.

Al abrirse la Dieta, Baier, canciller de Sajonia, leyó ante el Emperador la famosa Confesión. Nadie, a primera vista, encontró nada delictivo en los veintiocho artículos de que constaba. El Emperador encargó a varios teólogos el examen detenido del documento y la réplica, si fuera menester, de su contenido. Los teólogos, conocedores ya de lo que se trataba y de que en el referido documento se callaba más de lo que se decía, redactaron una magnífica refutación. El Emperador creyó ver en ella más que un razonamiento valiente, pero sincero y veraz, odio y mordacidad, por lo que mandó reformarlo, y de esta manera fue leída al mismo tiempo que el Emperador aconsejaba a los disidentes a volver al redil de la Iglesia.

En caso contrario él, como Tutor y Defensor de la Iglesia, los trataría como a infieles y, por tanto, enemigos del Imperio.

Carlos quería a todo trance evitar la violencia, y así unas veces les aconsejaba como padre, otras les amenazaba como Emperador, pero creyendo siempre que de una u otra forma sacaría algún bien de ellos.

Pero mientras tanto… mientras tanto Lutero, que nunca creyó salir tan bien parado de semejante empresa, engreído por el triunfo, escribía al elector de Sajonia, su gran amigo y protector, dándole cuenta de sus éxitos, asegurándose no sé cuántos más para el futuro, porque «confía en Dios, por quien lucha, a cuya causa sirve…» El cisma había ganado la partida, los príncipes se adherían a la Confesión y al mismo tiempo se unían entre sí para la salvaguardia del nuevo credo. En ello les iba gran parte de su fortuna, pues que se habían enriquecido a costa de los bienes de las iglesias, que Lutero, para congraciarse con ellos, había declarado ser propiedad de los príncipes.

El Emperador no pudo más y se declaró abiertamente en contra de los protestantes, prohibiéndola severamente en sus Estados y declaró vigente el Edicto de Worms, mientras el Concilio no se reunía. Señaló el plazo de un año para reintegrarse al seno de la Iglesia. Lutero sabía ya a qué atenerse. Engreído por el favor de los príncipes, ni por un momento pensó en retractarse de cuanto predicara, antes se preparó para una resistencia armada contra el Emperador. En sus comienzos había enseñado que no era licito hacer la guerra al Emperador, pero estas alternativas en sus enseñanzas no es cosa nueva en Lutero. Ahora proclama que «no ha de ceder una línea al adversario, si quieren guerra la habrá». «Hay que empuñar las armas contra todo fraile o clérigo». «Yo mismo lo haré así porque hay que exterminar a esos miserables como a perros rabiosos».

En menos de seis meses Lutero replicaba debidamente a los deseos de concordia del Emperador con la liga de Esmalcalda, de la que entraron a formar parte el Duque Ernesto de Brunswik, Juan de Sajonia, los Condes Gibhard y Mansfeld, el landgrave Felipe de Hesse, el Príncipe Wolfango de Anhalt y las ciudades de Estrasburgo, Ulm, Constanza, Miminngen, Biberach, Lindau, Isny, Lubeck, Brema y Magdeburgo.

Grisar advierte certeramente la ceguera de los príncipes que tan terrible golpe infería a la unidad alemana, poniendo en riesgo su fuerza en el interior y su evolución en el exterior.

Pero mientras tanto en campos de Suiza se riñe una gran batalla por la defensa de la fe. A Lutero le había salido un competidor, el cura Zwinglio, al que Lutero trataba de hereje porque negaba la presencia de Jesucristo en la Eucaristía. En octubre de 1531, los católicos ganaron la batalla de Kappel, en la que perdió la vida el mismo Zwinglio. Lutero bendijo a Dios con tal motivo, pues veía en su mente ese castigo divino y acaso, acaso, temiera un poco por la suya. Lo cierto es que las cosas tomaron un nuevo rumbo y pretendiendo cubrir las apariencias de un acatamiento a la Dieta de Augsburgo, proponían una paz —mejor tregua— religiosa.

Pero la liga de Esmalcalda continuaba recibiendo adhesiones por parte de los príncipes. Con ocasión de ser elegido, tras grande oposición de los luteranos, Rey de romanos, Fernando, hermano del Emperador, se unieron a los de Esmalcalda el Duque de Baviera, católico, y Francisco I, que con el propósito de aniquilar el poder de los Augsburgo, hizo alianza con el mismo Solimán, que invadía Hungría, y ya estaba a las puertas de Viena. Carlos, vacilante, sin tener casi a quien recurrir, cuando todos se volvían contra él, se resolvió a aceptar la paz religiosa que los luteranos le proponían, quedando éstos en libertad para predicar sus doctrinas. Dio la batalla al turco, obteniendo una magnífica victoria. Poco después se entrevistaba con el Papa para hablarle de nuevo sobre el Concilio. Se convino, por fin, preparar los preliminares de la tan deseada asamblea. El Papa, por un Breve, expondría a los príncipes la necesidad del Concilio, rogándoles prestasen su apoyo. En cuanto a los Estados de Alemania, sería un enviado de Su Santidad y otro del Emperador los que intervinieran directamente en las negociaciones cerca de los príncipes.

En enero despachó el Papa el Breve para los Reyes de Francia e Inglaterra y más tarde para los demás Estados electores del Imperio, convocando el Concilio para mayo de 1537 y en la ciudad de Mantua.

No llegó a esta fecha Clemente VII. El 25 de septiembre de 1534 fallecía el Papa, dejando a la cristiandad preñada de los más tristes presagios.

El tantas veces deseado Concilio huía de nuevo, cuando ya se creía llegado.

Dígase lo que se quiera, Clemente se opuso por todos los medios a que se discutiera en un Concilio su política mediciana y personalísima. Ahí están la correspondencia entre los Embajadores de Carlos V y su dueño para la comprobación de lo dicho. La verdad es que por su política de medro y engrandecimiento personal llevó la devastación a Roma, la desolación a gran parte de Italia, y lo que es más doloroso, por no haberse puesto de parte del Emperador, que con tanta insistencia pedía la celebración del Concilio, como remedio a tantos males, la Cristiandad se vio dividida.

Rafael Burgos

(Continuará.)

——

{1} Adriano de Utrech, más tarde Adriano VI, fue Obispo de Tortosa cuando fue llamado a ocupar la Silla de los Papas. Había sido tutor de Carlos V y Virrey interino de España. Todos los historiadores coinciden al apreciar a este Papa como a un hombre lleno de santidad y doctrina.





VI
El Concilio

A la muerte de Clemente VIII fue elegido Papa el Cardenal Alejandro Farnesio, el día 13 de octubre de 1534, tomando el nombre de Paulo III. Era de edad avanzada, sesenta y siete años, y poco antes de ser llamado a regir los destinos de la Iglesia, había padecido una larga y grave enfermedad. Gran político, quizá en exceso, enérgico de carácter, atenta su mirada a los graves sucesos de Alemania, desde el primer momento de su elevación al Pontificado no tuvo otra preocupación que la de convocar rápidamente el Concilio. No solamente cabe a este Papa la gloria de haber iniciado la verdadera reforma de la Iglesia, sino entre otras sabias disposiciones, tiene a su favor la trascendentalísima publicación de la Bula, en la que se declaraban ser iguales los pobladores del Mundo recién descubierto a los soberbios habitantes del Viejo Mundo, capaces de merecer a los ojos de Dios y dignos, por tanto, de todos los derechos y deberes comunes a todos los hombres. En una palabra: eran seres humanos como los demás habitantes del Universo. Parecerá extraño que se le atribuya tanto honor a estas declaraciones del Papa. Recuérdese, sin embargo, que a aquellos hombres del XVI les era muy difícil hacerse a la idea de que aquellos seres de tostada piel, de abultados labios, que vivían desnudos y semisalvajes, fueran hermanos suyos y que Dios les escuchara lo mismo que a ellos. El Papa puso bajo la tutela de españoles y portugueses el Nuevo Mundo, encareciéndoles la obligación que tenían de hacerlos llegar al conocimiento de la verdad, encarecimiento que, dicho sea de paso, no necesitaban los españoles de aquellos tiempos, pues no comprendían la vida de otro modo que luchando por la extensión de la fe de Cristo.

Puede decirse que este período ocupa la parte más intensa y decisiva no sólo de la Historia de la Iglesia, sino también de la de España. En este período es donde el Emperador se nos presenta como el verdadero Tutor y Defensor de la religión católica. Si una buena parte del buen éxito del Concilio en cuanto Sínodo eclesiástico para la definición del dogma y establecimiento de las leyes para el mejoramiento de las costumbres, corresponde a los católicos en general que intervinieron en él, otra no menor corresponde a España, cuyo Emperador tomó sobre sí la tarea de llevarlo a buen fin. De haber sido Carlos el inficionado de las ideas protestantes que quieren ciertos autores, no hubiera sido, ciertamente, el paladín de la causa del Concilio. Los testimonios son tan abrumadores que no es posible evadirse de la verdad histórica. Si Carlos hubiera abandonado la defensa de la fe y dejado la libre propaganda de las ideas luteranas, otra hubiera sido la suerte de Europa. Es verdad que no siempre tuvo acierto en sus empresas. En último caso, es necesario creer en la buena fe que alentó en todos los momentos de su vida. De haber encontrado el apoyo de los demás Príncipes, es seguro que el protestantismo habría sido ahogado en su nacimiento mismo. Se ha dicho y con razón, que Carlos, puesto en la alternativa de escoger entre la corona y una misa, se hubiera quedado con ésta, despreciando aquélla. No hubo, pues, condescendencias por su parte por miedo a perder su soberanía. Lo único que le preocupó en todo momento fue la defensa de la religión y no el sostenimiento de sus reinos que no los quería sino para ponerlos a los pies del Crucificado.

Paulo III, por fin, se decide a poner manos a la obra y convocar el Concilio universal, que debía celebrarse en Mantua el 23 de mayo de 1537. Envía delegados, da órdenes, empieza los preparativos. Mas a pesar de todo, algunas frases deslizadas en sus cartas y en las de los embajadores, hacen suponer que el Papa no quería el Concilio. Si esto era cierto, los acontecimientos vinieron a favorecerle.

Alemania declaró que no tenía nada que ver con un Concilio convocado por el Papa. Enrique VIII, por su parte, hizo cuanto pudo para entorpecer la celebración de aquél. Las continuas guerras de Carlos contra turcos y franceses, imposibilitaron todo intento serio de Concilio. Así hubo de prorrogarse año tras año hasta 1545. Entretanto, los luteranos se preparaban para la guerra contra los Estados católicos. A esta guerra prometían su asistencia el Muy Cristiano Rey de Francia, y Enrique VIII, ya separado definitivamente de la Iglesia. No se llegó, sin embargo, a ella y se convino una tregua de quince meses. En ese tiempo se celebrarían coloquios religiosos en sustitución del Concilio. Carlos accedió a lo que se le pedía a pesar de su resistencia a tratar en las Dietas de asuntos de religión. Esperaba que mientras tanto se convocara el Concilio y no llegara a tratarse por los Príncipes de las cuestiones de orden espiritual.

El Papa envió legados a estos coloquios que empezaron en Hagenau, continuaron en Worms y terminaron, por fin, en la Dieta de Ratisbona. En esta conversación se llegó a una aparente concordia y debiéndose marchar el Emperador, que había presidido la Dieta, a la campaña de África, publicó el llamado Interim de Ratisbona, que no satisfizo a nadie, pero que de momento dejaba libre al Emperador para atender a otros negocios.

Por fin, después de nuevas moratorias, el Papa en su Bula del 19 de noviembre convocaba el Concilio para el 15 de marzo de 1545, fecha que luego se retrasó hasta el 13 de diciembre del mismo año, en cuyo día se tuvo la primera reunión del Concilio.

Fue elegida la ciudad de Trento, en el Tirol, porque, aunque era ciudad italiana, pertenecía al Emperador y «así su Majestad podía decir libremente a los luteranos que debían guardar lo acordado en el Concilio celebrado en Germania, a ruegos y solicitud de su Majestad, por causa de ellos» (Carta del P. Soto).

A pesar de los mejores deseos del Emperador para atraer a los protestantes, en la Dieta de Worms, abierta el 15 de enero de 1545 y presidida por el Rey de romanos, hermano del Emperador, éstos se negaron rotundamente a asistir al Concilio y más aún a aceptarlo, pues ellos contaban con la asistencia del Espíritu Santo y ninguna necesidad tenían de Concilios.

El Emperador llegaba a la Dieta en el mes de mayo y creyó que su presencia bastaría para reducir a los rebeldes. No fue así y ya Carlos no pensaba en otra cosa que en hacerles la guerra, respondiendo al gesto de la Confederación de Esmalcalda, para lo que solicitaba la ayuda del Papa. En estas negociaciones sé perdió mucho tiempo. Entretanto, y ya abierto el Concilio, el Emperador disponía un nuevo coloquio religioso en Ratisbona. Con este coloquio pretendía el Emperador distraer a los protestantes mientras él hacía los preparativos conducentes para hacerles la guerra, aparte de que de esta forma pudo cerrar más fácilmente la Dieta de Worms, ya un poco peligrosa. La paz con Francia, la tregua concertada con el turco y las buenas relaciones con el Papa, que le ayudaría en la empresa, le hicieron entrever que era llegada la hora de reducir de una vez a los luteranos por la fuerza de las armas, ya que no había sido posible por la de los razonamientos y tolerancias.

El ofrecimiento hecho por el Papa Paulo III al Emperador para hacer la guerra a los protestantes, era este: 300.000 escudos, pagaderos a los seis meses; 12.000 infantes y 500 caballos. De España irían a Alemania 10.000 infantes y 500.000 escudos.

Después de grandes dilaciones llegaron las tropas pontificias y se unieron a las españolas, que ya habían iniciado el ataque. La victoria hubiera sido facilísima para las armas del Emperador, quien anunciaba que el objeto de la guerra era castigar al landgrave de Hesse y al elector de Sassa, si el Papa, imprudentemente, no hubiera hecho públicas las capitulaciones entre él y el Emperador, declarando que éste hacía la guerra por motivos de religión. Esto hizo que se unieran en un bloque compacto los Estados protestantes, haciendo más difícil la victoria. El Emperador prefería hablar de los motivos políticos solamente, pues de esta forma eran menos los enemigos y podía vencerlos más pronto, imponiendo luego su voluntad como quisiese.

Parecerá extraño a ciertas personas que el Emperador hiciese la guerra por fines religiosos exclusivamente. Y podrá argüirse sobre la licitud de dicha guerra, ya que, aunque la religión es un deber principalísimo en el hombre, no puede ésta ser impuesta por la fuerza. Y más aún se extrañará el lector cuando sepa que esta guerra contra los protestantes no solo fue aconsejada, sino casi exigida como caso de conciencia, por el confesor del Emperador, el P. Pedro de Soto, de tal forma, que de no hacerse la guerra a los protestantes, él declinaría su cargo de confesor, pues no quería cargar con la responsabilidad que se siguiera. No cabe duda que a este gran teólogo pertenece una buena parte del éxito de la empresa.

Veamos lo que dice el Emperador acerca de esta guerra: «Ya tenéis entendido, escribía a su hijo Felipe II, lo que ha pasado en lo que toca a la empresa que el año pasado se pensó hacer contra los protestantes para reducirlos a la fe y apartarlos de las ideas que tienen, visto que no se veía y ni se hallaba otro medio más conveniente, habiendo procurado el remedio por tantas vías para no venir a tales términos». Añade luego que «considerando el estado en que están las cosas de la religión, y en la confusión en que se halla la Alemania y la poca esperanza que se tiene de que su voluntad quieran reducirse y dejar lo que siguen y volver al gremio de la Iglesia, como se ha visto por experiencia en lo pasado (esta experiencia es de veinte años, nada menos) y conosciendo cuanto ésta se ha extendido y que cada día se va acrescentando y que si no se remediase, sin más dilación, podía seguirse grandes daños y inconvenientes y aun por el peligro que estas tierras bajas (la carta está escrita en Flandes) correrán por la vecindad que tienen con la Alemania y finalmente por ser cosa tan de servicio de Nuestro Señor y aumento de su santa fe católica y reposo de la Christiandad, a la que tenemos tan particular obligación por la dignidad en que Dios nos ha puesto mayormente que aunque habemos hecho en tantos trabajos, visto que no se ha podido hasta ahora ejecutar por su pertinencia y otros respectos particulares de algunos que lo han querido impedir, habiendo bien mirado y considerado como cosa de tanto peso y calidad y comunicado en Worms con el serenísimo Rey de los romanos, nuestro hermano, y teniendo parecer de otras personas servidoras nuestras, nos hemos resuelto a hacer la dicha empresa en este presente año, placiendo a nuestro Señor, teniendo lo que es necesario del dinero y si no lo tuviéramos, con lo que pudiéramos tener, porque ya es cosa forzosa».

Carlos expone aquí los motivos religiosos que le inducen a la guerra, aunque no cita los políticos, que, sin duda alguna, no dejarían de pesar sobre su ánimo. Porque si bien es verdad que no es lícito hacer la guerra para imponer la fe, no hay que olvidar que los príncipes protestantes se valían de la naciente Iglesia para fines completamente políticos y que nada tenían que ver con la religión.

El protestantismo había robustecido el poder de los príncipes adheridos a la nueva fe, se habían apoderado de los bienes de las iglesias y conventos y podían tener las mujeres que se les antojaran. Esto es lo que les interesaba a los príncipes, lo demás les tenía sin cuidado. Por esto, a pesar de las declaraciones de Carlos, la guerra contra los protestantes, no es guerra de religión, sino secular, para restablecer el orden y someterlos a la obediencia. Lutero no se había recatado de injuriar al Emperador que, según él, no era sino «un mercenario del Papa o un ladrón de caminos; no hay diferencia alguna entre un homicida y el Emperador».

Aparte de esto, recuérdese de paso los graves desórdenes de Westfalia, que en sus locuras y monstruosidades se adelantó con mucho a la época del Terror en Francia.

El Emperador presentó la batalla, pero el landgrave de Hesse y Federico de Sajonia huían pidiendo la paz. Como no les hiciera caso alguno el Emperador y habiendo entrado éste victorioso en Rottenburg, comenzaron los luteranos las hostilidades. La desigualdad era notoria: 22.000 hombres entre españoles, italianos y del Papa, debían luchar contra 50.000 alemanes. A pesar de esta desigualdad, Carlos adelantaba en su marcha victoriosa, hasta derrotarlos en la batalla de Mühlberg, en donde se habían concentrado.

No nos interesa los incidentes de esta guerra y sólo queremos hacer resaltar el espíritu cristiano con que la acometió. Podríamos describir aquellas angustias del Emperador ante el incumplimiento por parte del Papa de su palabra de ayuda en la expedición contra los luteranos, aquellos desalientos que más de una vez le acometieron a vista de la falta de dinero, aquella insistencia en pedir a Paulo III la autorización para obtener el dinero que necesitaba para continuar la guerra, de las riquezas de iglesias y conventos de España, ya que los destinaba para su lucha contra los enemigos de la fe católica. Pero basta ya de batallas. La gran campaña de Carlos V, como dijo Oliveira Martins, es el Concilio de Trento. En esa Asamblea es donde repercuten todos los actos del estadista, todas las victorias y derrotas del guerrero; esa Asamblea es el centro al que convergen todas las mallas de la enmarañada red de la política de Europa; en esa Asamblea vemos el genio de España reformando la religión, antes que la intervención del príncipe luchando para defenderse de sus émulos.

 
VII
Convocación del Concilio Tridentino

Omnium generalium conciliorum in Ecclesia Catholica habitorum nec per longius tempus productum, nec diutius expectatum desideratumque est quam Concilium Tridentinum. De todos los Concilios generales habidos en la Iglesia Católica ninguno ha sido tan esperado ni tan vivamente deseado como el Concilio Tridentino. Así empiezan las Actas de aquella trascendental Asamblea.

Esta se reunió, conforme dejamos indicado, el 13 de diciembre de 1545. Con asistencia de los Legados y Padres, se celebró Misa de pontifical en la iglesia de la Santísima Trinidad de Trento. Estaban presente los Embajadores de Fernando I y el español D. Alfonso Zorrilla, quien en nombre de D. Diego Hurtado de Mendoza, Embajador del Emperador, presentó las excusas de aquél por no poder asistir. Luego leyó una carta del mismo Embajador, cuyo encabezamiento sacrosanctae synodo generali Tridenti congregatae ecclesiam universalem representati, dio origen durante todo el Concilio a más de una discusión. El Cardenal del Monte aceptó las excusas del Embajador y leyó la Bula por la que se convocaba el Concilio. Empieza dicho documento explicando los deseos que el Papa tenía desde el principio de su pontificado de remediar los males que aquejaban a la república cristiana. Hace un llamamiento a los Príncipes, exhortándolos a que envíen al Concilio que se convoca a los Prelados de su reino y asistan ellos a poder ser o envíen legados suyos. Fija, por último, la ciudad de Trento para el lugar de las deliberaciones.

El mismo día se celebra la primera reunión. El Cardenal Legado pregunta a los Padres reunidos en el Concilio si estiman conveniente declarar abierto el Sacro y General Concilio Tridentino en honor y gloria de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, para incremento y exaltación de la fe y religión cristiana, para la extirpación de las herejías, para la paz y unión de la Iglesia, reforma del Clero y pueblo cristiano. Respondiendo los Padres afirmativamente, queda abierto el Concilio. Se señala una Comisión que estudiaría en días sucesivos el orden a seguir en las deliberaciones.

Y ya aparece el nombre de un español unido íntimamente a los trabajos de la Asamblea: el P. Domingo de Soto. Redactó las seis primeras sesiones. Era religioso de la Orden de Santo Domingo y asistía en representación de su General.

España envió a aquella magna Asamblea treinta y siete Obispos, de los cuales treinta y uno asistieron personalmente y seis fueron representados por un Procurador. Todos iban acompañados de eminentes Teólogos y Canonistas. Aparte de esto se encontraban también los Teólogos del Papa y los del Emperador.

El Concilio no estaba aún de acuerdo al empezar sus deliberaciones: unos optaban por el dogma, dejando para el final la reforma; otros, españoles en su mayor parte, propugnaban por la inmediata depuración de los abusos y reforma de costumbres. Este era también el criterio del Emperador y el de su Confesor P. Soto. Sin embargo, tanto el Papa como sus Legados querían tratar antes del dogma, relegando a segundo término la reforma. Siendo la causa principal del Concilio la corrección de los abusos y licencia de costumbre, era lógico que debía empezar por este punto, para gozar así de mayor autoridad y destruir el único baluarte de los protestantes.

Surgió una tercera proposición media. Se discutiría todo a la vez, alternativamente.

No agradaba a los Legados ni aun al mismo Papa esta grande influencia de los españoles en las cosas del Concilio. Más de una vez los Legados pedían al Papa que les enviara más Obispos italianos para contrarrestar el empuje de los españoles. Además, con la proposición lanzada por el Embajador de Carlos y suscrita en su mayoría por los españoles, de que el Concilio debía unir a sus títulos el de «representante de la Iglesia Universal», se habían excitado los ánimos, murmurándose que los partidarios del Papa querían hacer el Concilio a su medida.

Esta oposición se agravó hasta el extremo de que pensara Pablo III en la traslación del Concilio a Bolonia, ciudad perteneciente al Papa, cosa que se llevó a cabo con el pretexto de una supuesta peste declarada en Trento, pero que en realidad no se pretendía otra cosa que poner al Concilio bajo su dominio, haciendo así más difícil la injerencia del Emperador en la marcha de aquél.

Esta traslación fue un rudo golpe para Carlos que a toda costa quería revestir el Concilio de las máximas garantías de libertad e independencia, cosa que sería más difícil celebrándose en una ciudad pontificia, «donde no se tendrían los votos por libres, como lo eran en Trento».

«El P. Soto es de opinión, dice Verallo, Nuncio del Papa cerca de Carlos V, que si los Reverendísimos Señores Legados y Prelados se trasladaron por temor a la peste, según se dice, sin consultar con Su Santidad ni con Su Majestad, a quienes debían notificar sus propósitos, al menos para la elección del lugar, Su Santidad debe remediar el mal obligándoles a volver, ya que se ha demostrado, por informes aquí llegados, que no existía tal peste». De esta forma «no habrá motivos para decir que fue trasladado a una ciudad de Su Santidad con el fin de hacerlo a su gusto; lo cual escandalizará mucho, no sólo en la Germania, sino también en otras naciones».

El Emperador ha cursado órdenes a los Padres reunidos en Trento que no salgan de allí, sin su especial permiso, rogándoles al mismo tiempo que se abstuvieran de toda clase de reuniones que pudiera interpretarse como una continuación del Concilio, pues esto podría provocar el cisma.

Carlos vuelve a instar para que el Concilio regrese a Trento, como antaño, para que se convocara.

A esto no tiene ahora el Papa otra respuesta que dejarlo en Bolonia y hasta piensa en disolverlo, sin fijarse en los estragos que la herejía continuaba haciendo en las filas católicas.

A pesar de todo, ni los deseos del Emperador ni los de los católicos de Alemania, que lo esperaban todo del Concilio, fueron satisfechos. El Papa se entendía con Francisco I, enemigo perpetuo del Emperador. Carlos V envió su protesta al Concilio, que fue leída en plena sesión el 23 de enero. El Concilio fue suspendido, meses después, por orden del Papa.

Mientras tanto en la Dieta habían ya tratado sobre las cuestiones de religión que era lo que el Emperador precisamente quería evitar a toda costa.

La suspensión del Concilio fue hecha el 13 de septiembre de 1549, y ya hasta el 1 de mayo de 1551 no se celebró nueva reunión, la 11.ª sesión del Concilio, ya trasladado nuevamente a Trento. Reinaba Julio III, sucesor de Pablo, que murió al poco tiempo de suspender las deliberaciones del Concilio en Bolonia. Esta segunda época del Concilio fue una de las más fructíferas, en la que no faltaron representaciones de la Iglesia de Alemania tan valiosas como la del elector de Tréveris.

Carlos, a pesar de las derrotas sufridas, no cesaba de trabajar por reducir a los protestantes a la obediencia a Roma, y así, en la Dieta de Augsburgo, había propuesto claramente su deseo y más tarde su mandato de que se sometieran a las deliberaciones del Concilio. Los protestantes, que se acordaban todavía de la derrota de Mühlberg, accedieron a enviar teólogos al Concilio, pero querían antes guardar las espaldas, para lo que pedían se les proveyera de un salvoconducto del Emperador y otro del Concilio. Ambos fueron concedidos, y aparte del ya mencionado elector de Tréveris, se presentaron en Trento los enviados de los Estados de Brandeburgo, Reuthingen, Estrasburgo, Biberach, Ravensburgo, Lindan, Sajonia y Wurtemberg. Los propósitos de éstos, a pesar de las intimaciones del Emperador, no eran ni mucho menos la sumisión. Júzguense sus móviles por la carta que Salmerón dirigía a San Ignacio de Loyola a este propósito: «Por diversas vías han captado una misma solución, diciendo que sus príncipes, rogados del Emperador, los enviaba a Trento, donde se decía que había un convento de personas que trataba de cosas de la fe, llamado Concilio Universal, y que ellos decían que sus príncipes habían prometido al Emperador demandar sus Letrados y estar en lo que se definiera en Trento, cuando se celebrase en él Concilio libre, universal y cristiano, y que éste no es libre, porque los Obispos que están en él tienen hecho juramento de fidelidad al Papa. Tampoco que no es universal, porque no hay de todas naciones en él. Asimismo que no es cristiano, porque han definido muchas cosas contra la Escritura, máxime en el artículo De Justificatione, y por esto piden que se deputen otros jueces fuera de los Obispos y el Papa».

Pero en verdad los protestantes no querían ningún Concilio ni aun el libre de que hablaban. La realidad era muy diferente. Ellos procurarían entorpecer la labor de la Asamblea mientras que el elector Mauricio de Sajonia se entendía con el Rey de Francia para caer sobre Trento y hacer prisioneros a los Padres del Concilio.

Los enviados de los príncipes alemanes fueron marchando tal como habían venido, esto es, sin decir nada a nadie. Poco después, la ciudad de Augsburgo caía en poder de los luteranos, y el Concilio fue nuevamente disuelto ante la proximidad de los enemigos. La intervención de Fernando y el eterno peligro turco hicieron que no pasaran las cosas adelante.

Pero ya el Emperador está enfermo. Más que enfermo, agotado, extenuado. Uno tras otro va cediendo todos sus dominios. Cuando no le queda nada se retira al monasterio de Yuste. Allí acabará sus días.

La obra de la contrarreforma, falta de su principal animador, queda paralizada. En l555 pasó a mejor vida Julio III, sucediéndole Marcelo II, que reinó tan sólo veintidós días.

El Concilio sigue sin abrirse. Paulo IV, sucesor de Marcelo II en el gobierno de la Iglesia, no tiene el menor interés en continuarlo, aunque sí en declarar la guerra a los españoles, guerra que no tuvo peores consecuencias para el Papa, por ser Felipe II el Rey de España. En cuanto a Alemania, los protestantes no fueron ya molestados en sus creencias al dejar Carlos el Imperio.

Después de grandes aplazamientos, el 18 de enero de 1562 se celebró la apertura del Concilio de Trento en su sesión 17.ª Reinaba el Papa Pío IV, gran amigo de los españoles, que tuvo la suerte de ver terminados los trabajos del Concilio y, consiguientemente, una nueva era de resurgimiento en la vida cristiana. La última sesión, la 25.ª del Concilio, tuvo lugar el día 3 de diciembre de 1563. El Papa confirmó todo lo hecho por el Concilio, y al efecto publicó en 30 de junio la Bula de aprobación. Los españoles podían enorgullecerse, a su regreso a la patria, de haber realizado una de las obras de mayor trascendencia que se acometió jamás.

Rafael Burgos

(Continuará.)