Ernesto Giménez Caballero
España y Roma, II
Roma y la España antigua
Hispania
El primer sentido unitario, coherente y participador del mundo civilizado, sabemos que España lo recibe de Roma. La historia auténtica de España comienza en su contacto con lo romano.
Hasta la llegada de la cultura de Roma a España, nuestro país, más que historia tuvo prehistoria en el sentido de que su vida fue tribal, de islotes, étnicos y antagónicos, con invasiones parciales, pasajeras y poco profundas de otros pueblos.
España, puede decirse que aparece ante el mundo antiguo en el siglo III antes de Cristo. Cuando los Escipiones vienen a contender con los africanos cartagineses en el levante ibérico. (Primera lucha de lo romano contra lo oriental, desarrollada en nuestra patria.) La España anterior a esa fecha fue la legendaria Iberia, de vagos nombres sin límites: Estrinusis, Ofiusa, Tarsis...
En el Paleolítico inferior, España es Africa: el norte africano y el sur hispánico forman como un bloque y un conjunto.
En el Paleolítico superior, invasiones nórdicas por la ruta pirenaica escinden nuestra península en compartimentos plurirraciales.
En el Neolítico, se forman los primeros núcleos de pueblos sin gran nexo entre sí, dependientes cada uno de diversos círculos culturales y prehistóricos.
Durante la Edad del Bronce España es una especie de América virgen en el mundo antiguo: es el Eldorado de la minería, de los males preciosos: Almería, Huelva, Algarve, Asturias, son como potosíes que atraen al mundo mediterráneo. Y que provocan –en la Edad del Hierro– las invasiones de fenicios, griegos y cartagineses. España fue para esos emigrantes rapaces en busca del cobro y de la plata lo que California sería para el oro, o Méjico para el petróleo. Las huellas de lo fenicio, lo griego y lo cartaginés en nuestro país fueron de factorías. Si entonces, además de monedas y algunos objetos culturales, hubiesen existido latas de conservas y de gasolina, y utensilios mecánicos de explotación, es lo que encontraríamos hoy entre las ruinas de los establecimientos cartagineses, griegos y fenicios, por el breve litoral hispánico que explotaron. España fue, para ellos, una explotación: un litoral con hinterland, donde hacer fortuna y regresar a sus pueblos como indianos.
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El nombre de España se lo debemos. a Roma: Hispania (España). El nombre y el primer sentido nacional. Si puede llamarse así ese instinto de independencia «nativa», frente al invasor que ya se había iniciado contra el cartaginés en Sagunto y que se desarrollaría enérgicamente en las primeras etapas de la colonización romana entre nosotros. Sabido es lo que el término de «Numancia» significa en la historia de España: el primer grito de personalidad colectiva, la primera efeméride nacionalista. Así como Viriato: el primer insurgente o guerrillero nacional.
Andando el tiempo, Napoleón, heredero del sentido romano en el mundo del siglo XIX –nuevo César– encontraría en una Zaragoza y en un Empecinado, las herencias numantinas y viriateñas de España.
El contacto de España con lo romano fue un contacto más que al principio. Roma acude a España a proseguir sus luchas particulares contra el cartaginés: a arrebatarle sus factorías ibéricas y a explotarlas. Pero después Roma se funde a España: la funda, la crea. Roma es la paternidad de España.
Se diría que Roma llegó como para abusar de la pobre, bella, indefensa España. Pero que terminó por unirse a ella en sacro matrimonio. Por eso dieron hijos al mundo, que honraron sus bodas, universalmente.
César –el divino César– fatigó a España con sus correrías personales, en pos de la hermosa Andalucía. Como luego Mañara, también procedente de Italia, en el Renacimiento, las diaria con sus aventuras.
Pero España salió, al fin, triunfante de César, y don Juan salió inmortal.
España se puebla de fecundidad romana. España se matroniza. Y alcanza: unidad, sentido, alma, nombre, sucesión: Hispania.
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No nos interesa en este trabajo nuestro reseñar lo que Roma dió a España, cultural y políticamente. Sino lo que apaña da a Roma en el mundo antiguo. Nos interesa el índice espiritual de lo español ante la Roma cesárea e imperial de la antigüedad.
España ofrece al Imperio romano cinco césares españoles. Y España ofrece al genio de Roma un haz de poetas máximo
Córdoba
Andalucía fue la tierra de España que antes fundió su alma con la de Roma. (Luego el litoral tarraconense. Luego Lusitania. Las más tardías tierras de romanización: el noroeste Galaico y la Cantabria dura, breñuda y misteriosa.)
La República romana había dividido a España (197 a. de C.) en dos departamentos: el citerior y el ulterior, separados por el Saltus castulonensis, la sierra de Cazlona.
Augusto fraccionó la España ulterior en dos provincias: Lusitania y Bética.
A la Bética –provincia la más pacífica y fusionada– se la hizo provincia «senatorial», a diferencia de otras más peligrosas que cayeron bajo la adscripción directa del imperio, de la mano militar.
Cada provincia romana estaba dividida en «civitates» y «conventus» –circunscripciones administrativas.
La Bética (Andalucía) tuvo cuatro conventos: Cádiz, Córdoba, Ecija y Sevilla.
Cádiz poseía una tradición fenicia, un pasado prerromano. Sevilla, un recuerdo tartesio y milenario. Pero el carácter nuevo, central, capitalicio de la Andalucía romana, lo recibió Córdoba.
Córdoba sería la ciudad imperial por excelencia en la historia de España hasta que Toledo le arrancara un día ese título bajo el catolicismo.
Ya sé que Tarragona y Mérida tuvieron un prestigio oficial mayor que el cordobés, en la España romana.
Pero Córdoba tuvo el sentido imperial que luego se desarrollaría espléndidamente en la Córdoba árabe del Califato.
Por eso, hoy Córdoba tiene para mí todavía un perfume superior al de Sevilla y al de otra cualquier ciudad andaluza. Un perfume que sólo yo lo abandono para aspirar el de Toledo. De Córdoba salieron de los mejores hombres (héroes) de España. Césares, Filósofos, Poetas, Capitanes, Toreros: ¡aroma imperial cordobés!
Césares como Trajano y Adriano. Filósofos como Séneca, Averroes y Maimónides. Poetas como Lucano, Juan de Mena y Góngora. Capitanes como el grande Gonzalo, el de Córdoba. Toreros como Lagartijo, Frascuelo y el Guerra. (El torero durante el siglo XIX y el actual siglo es quien hereda la tipicidad heroica en forma popular y de fiesta.)
Abandonada y olvidada –hoy– Córdoba guarda sin embargo ese reflejo soberbio e imperioso. En sus patios romanos se percibe –aún– bajo el cielo azul ese reflejo. «Patios cercados de columnas de mármol, enlosados y con fuentes y flores. Las abejas y las avispas zumban y animan el patio durante el día. El ruiseñor le da música por la noche», decía el gran cordobés Juan Valera, de aquellos patios.
«Córdoba no tiene el ambiente sutil y voluptuosidad que se respira en Sevilla; hay en ella una nota de severidad, de sobriedad, de ascetismo, que es lo que domina en las casas. La línea negra de la lejana serranía está siempre a la vista. En el Quijote hay mucho de Córdoba; lo hay en la elegante sobriedad y en el fondo de melancolía resignada que allí se muestran.» Fondo de «melancolía resignada». Así ve Azorín, exactamente, a Córdoba: «Yo no le encuentro a esa ciudad tan árabe como dicen. Me parece bastante castellana y hasta un tanto romana, no sólo en su tradición, sino en su actualidad», confirma Pío Baroja, con su aguda visión de climas espirituales.
De Córdoba la romana saldrían, en el mundo antiguo, dos grandes césares: Trajano y Adriano. Los dos Sénecas. Y Lucano el Poeta.
Los dos Césares cordobeses
De los cinco emperadores que España diera a Roma –Galba, Trajano, Adriano, Máximo, Teodosio– dos fueron cordobeses: los más famosos y grandes.
No existe en nuestra literatura, en nuestra historiografía, ningún estudio concluyente y fino sobre estos emperadores (Trajano fue recordado en un bello libro por Ramón de Basterra, raro poeta y augur, del que hablaremos en su punto). Trajano (98-117) fue el primer emperador procedente de las provincias. Se conserva su efigie en un Manual de la gliptoteca de Munich. Rostro enérgico, generoso. franco, viril. De nariz y boca llenas de robustez y expresividad. Su temperamento cuentan que respondió a esa efigie. Bajo su régimen Roma llega al máximo de su expansión, de su elasticidad imperial.
Trajano fue para la Roma cesárea, algo así como Carlos para la Roma católica. Si el Católico ofreció a Roma una América bárbara para cristianizar, Trajano la ofreció otra región intacha de romanismo: la Danubiana, la región dácica, lo que luego se llamarían los Balkanes.
Creador de una nueva «romanía» (Rumanía), fue el cordobés Trajano: poblándola con italianos y españoles. [11]
Trajano escribió –a estilo de César– su campaña. Y Roma le recordó para siempre en esa columna de su foro que aún se yergue con gracia de ciprés de Córdoba, en pleno corazón de la ciudad eterna.
Trajano designó como sucesor a su paisano Adriano, quien rigió el imperio desde el año 117 al 138.
Adriano, a semejanza de un Felipe II, fue el conservador de los límites imperiales llegando hasta cercar con empalizadas de leño y con muros de piedra las lindes donde la «pax romana desmit».
Adriano fue el emperador culto, viajero, con sentido catolicista y universo del régimen, con un espíritu de absolutismo ilustrado. Se dejó la barba a la griega, en admiración de la filosofía ática. Cobró un vehemente entusiasmo por Atenas, que enriqueció con cuanto pudo. Aún se conservan las ruinas, en Atenas, de la gran Biblioteca Adriánica. Adriano fue –en lo político– lo que Séneca en lo filosófico: un ensanchamiento de lo nacional hacia lo universal, de lo romano hacia lo humano.
Este Emperador cordobés aún pervive en Roma por testimonios como el Panteón, gran idea universalista hecha arquitectura. Y unificó el derecho civil romano con el famoso «edictum perpetuum». Y entre los despojos de su villa Tívoli (arquitectónicos y recuerdos de todos sus viajes), se adivina la anchura de aquel alma hispánica, que supo abrazar el mundo antiguo con pasión de amante andaluz.
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Otro español surge, emperador, cuando el imperio de Roma va a tocar a su fin: Teodosio (346-395). Si Trajano el cordobés fue el último conquistador, y el cordobés Adriano el máximo conservador de lo conquistado, Teodosio –nacido en la castellana Coca– representó el supremo esfuerzo de Roma por la unidad antes de que se derrumbase definitivamente. Teodosio fue el finalizador del Imperio romano. Bajo él, por vez última, vibran en unidad los lindes imperiales desde Escocia hasta Mesopotamia. Teodosio había logrado contener las invasiones de los bárbaros con el sistema de los «foedesati». Había podido vencer a los insurgentes y separatistas, como Máximo, el otro emperador español, a quien Teodosio aniquiló en Aquileya. Venció a otro insurrecto, Eugenio, y al franco Arbogosto. Logrando una pacificación y unificación, que sólo duraron hasta la muerte de nuestro Teodosio en Milán. Teodosio repartió el Imperio entre sus hijos. A uno, el Oriente: a Arcadio. Y al otro, el Occidente: Honora. Oriente y Occidente no volverían a unirse. El Imperio de Oriente duró hasta 1453, en que los turcos entraron en Bizancio, en Constantinopla. El de Occidente desapareció en el siglo V, bajo aquellos bárbaros que Teodosio supo contener.
El español Teodosio fue el último gran campeón de Roma en el mundo antiguo.
E. Giménez Caballero