Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Fernando Enríquez de Salamanca ]

La castidad ante la ciencia médica


En la época decadente de Grecia aparecieron unos sujetos que sistemáticamente cultivaban el sofisma, con el cual engañaban a muchos incautos. En estos tiempos de decadencia de la civilización occidental han aparecido también sujetos, distribuidos hábilmente por todas las naciones, como pertenecientes a una organización internacional, con cuarto voto, que se dedican a socavar los cimientos de la moral cristiana: ellos saben para qué. Como decía Mr. Dougand en su «Apología del Cristianismo», la historia de la Iglesia es la historia de la lucha contra los enemigos del dogma, que ha sido combatido, sucesivamente, por el orden de los artículos del Credo, hasta el último. Ahora empieza la lucha contra la Moral y, como en las tentaciones del desierto, comienza por el reducto más fácil de rendir: por la concupiscencia. Los cristianos no vigilantes prestan oído a las seducciones de su enemigo, que las presenta con ropaje seudo-científico y se engolfan en la lectura de autores de lúbrica fama, en vez de leer la «Guía de Pecadores».

Acaso sea conveniente, si no arrancar los postizos y dejar en su hedionda desnudez tales doctrinas, pues que la realidad de sus consecuencias prácticas ya lo hace, oponer al menos frente a ellas la que se deduce de la verdadera y austera ciencia, y como la campaña, bien organizada, arrecia, de un modo preferente, en determinado sentido, debemos oponernos a ella en el terreno en que se plantea.

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Vamos a tratar de una virtud moral, de la virtud de la Castidad. Pero, ¿qué es virtud? Etimológicamente, significa fuerza. Y fuerza, ¿para qué? Para oponerse y vencer a otras fuerzas. Las fuerzas a las que se opone la virtud son aquellas que tienden a desvirtuar nuestros actos, a hacerlos imperfectos, inadecuados a nuestra perfección peculiar. Y nuestros actos, ¿cómo se engendran? Por una serie de mecanismos eslabonados, que empiezan en el conocimiento, siguen en el afecto, en el sentimiento, en la tendencia, en la pasión, en el acto; aun cuando no siempre intervengan los elementos intermedios en la misma cuantía. El conocimiento elemental, adquirido por los sentidos, es lo que se llama sensación, y por él tenemos noticia del mundo que nos rodea; pero ese conocimiento abstracto de nada serviría para nuestra conducta si no fuera porque está contrastado, está ligado a otro conocimiento, que es el de la utilidad o nocividad que aquella impresión tenga en aquel momento respecto a nuestro soma, a nuestro organismo, en aquellas circunstancias. Es decir, que al conocimiento que nosotros los médicos llamamos epicrítico, se tiene que fundir y sumar otro conocimiento de la sensibilidad que llamamos protopática y es esa fusión la que engendra lo que llamamos el sentimiento; sentimiento que se puede reducir a dos modalidades, que son: placer y dolor, o de un modo un poco más complejo: alegría y tristeza; sentimiento que al fin y al cabo es una nueva modalidad de conocimiento, en el que se funden dos impresiones: la una, del mundo externo; la otra, del mundo interno que llevamos en nosotros; sentimiento que inmediatamente engendra un moto-reflejo, por ley ineludible biológica de que toda impresión produce una reacción, y ese moto-reflejo es lo que llamamos la tendencia, o también lo llaman el apetito; moto-reflejo que se manifiesta inmediatamente en el soma mismo, en el organismo, como, por ejemplo, cuando vemos, estando ayunos, un alimento apetitoso e inmediatamente se producen reflejos ostensibles, la hipersecreción salivar, &c. Esa apetencia, a su vez, desde el momento en que ha engendrado movimientos orgánicos, en el ejemplo propuesto la secreción salivar, engendra, a su vez, nuevas impresiones, que proceden de nuestra sensibilidad interna visceral o cenestésica y que vuelven a repetir otra vez el proceso de conocimiento, utilidad o nocividad, sentimiento y tendencia, y así se engendra lo que, parodiando la frase de Ramón y Cajal, refiriéndose en general a las conducciones en el sistema nervioso, llamaríamos la avalancha de conducciones, la bola de nieve, que hace crecer todo el proceso, hasta llegar un momento en que de cierta manera se impone y el sujeto queda allí un tanto pasivo frente a esa conmoción que provoca el objeto; y esa pasividad es la que da nombre al llamado afecto o afección. Y cuando todavía es más violenta la conmoción y se impone más al sujeto, se llama, precisamente porque el sujeto es más pasivo, pasión. Consecuencia de la tendencia, del afecto, de la pasión, sin o con pasión, con más o menos afecto, pero nunca sin tendencia, es el acto.

¿Qué papel tiene la Virtud en este mecanismo eslabonado desde el conocimiento al acto? Tiene el papel de oponerse a lo que es fuerza, se opone menos o se opone indirectamente a lo que es conocimiento; desde luego que puede intervenir en interrumpir la fase de conocimiento, pero singularmente su misión es oponerse a lo que pudiéramos llamar el aspecto eferente de la corriente, o sea, desde la tendencia al afecto, a la pasión. La Virtud es esencialmente opuesta a la pasión; convierte al sujeto en activo en lugar de dejarle ser pasivo o pasional. Tanta más Virtud tendremos cuanto menos pasivos seamos, cuanto más activos, dueños de nosotros mismos seamos. Tratamos de una Virtud concreta, y es la virtud de la Castidad. Pero en ese proceso hay factores que intervienen aumentando o disminuyendo todo ese complicado mecanismo, todo ese desenlace de fuerzas. El primer factor es la predisposición constitucional, innata, preestablecida, de nuestro sistema nervioso; tanto es así, que hasta los animales masculinos, mutilados, olfatean y siguen a la hembra, es decir, por un mecanismo exclusivamente nervioso, preestablecido, tan complicado y tan admirable como el del niño recién nacido, que tiene el mecanismo preestablecido de la succión, como tiene el mecanismo preestablecido de la prehensión. En segundo lugar, influyen los mensajeros químicos, los excitantes, de índole química, de todas las funciones; cada función tiene su excitante químico propio, que los fisiólogos ingleses Bayliss y Starling llamaron «hormona», de la palabra griega «hormaoo», que significa yo excito; verdadero resonador que potencia la actuación de todas esas fuerzas que hemos descrito antes someramente. En tercer lugar, influyen mecanismos reflejos, que proceden de la actitud, del estado en aquel momento de nuestro organismo; no es lo mismo la respuesta que ante la visión de un alimento experimentamos cuando estamos saciados que cuando tenemos apetito, y lo mismo podemos decir de todas las demás funciones; la disposición orgánica en aquel momento condiciona la índole y la magnitud de la respuesta. Estos datos son interesantes, porque el conocimiento de estos mecanismos, tanto aferentes o cognoscitivos, como eferentes o llamados volitivos, nos permite dominar la situación y ser verdaderos estrategas frente al mundo exterior, permitiéndonos conducir la navecilla de nuestra existencia por rumbos seguros. Hay una obrita que trata este asunto desde este punto de vista concretamente, y preciosa, sobre todo, para la gente joven y aficionada a leer, que es la de Aymieu, titulada: «El gobierno de sí mismo». Su tesis es esta: «El maquinista domina la Naturaleza sometiéndose a las leyes de la Naturaleza, porque las conoce»; lo mismo nosotros, verdaderos maquinistas, debemos conocer qué resortes nos mueven para saber por dónde dirigirlos. Ciertamente, que no es esto demasiado indispensable desde el punto de vista práctico: ¡desgraciada Humanidad si así debiera ser para gobernarse acertada y prudentemente!; porque la Humanidad tiene experiencia sobrada para darnos normas de conducta sin necesidad de saber fisiología.

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El apetito opuesto a la virtud de la Castidad, es indudable que tiene una gran influencia en la vida individual y social. Pero, ¿corresponde ese apetito a una función esencial para la vida del individuo? Francamente, ya se ve que no es así: es un apetito coligado con una función social para la especie, pero no para el individuo. Realmente, es admirable que se dude de esto después de la experiencia secular que hay, lo mismo en el reino animal que en la especie humana. No habrá ninguna afirmación científica tan contrastada por la experiencia como esta que acabo de hacer. La función reproductora no tiene importancia esencial para la vida del individuo, sino para la vida de la especie; se puede vivir sin ella, y se puede vivir sin satisfacer el apetito con ella coligado. Lo demuestra la simple consideración del ciclo vital del hombre: nace, se desarrolla, vive catorce o dieciséis años sin que la ejecución material de esa función tenga la menor importancia, porque la que tenga es puramente artificiosa y debida al ambiente y a la mala educación; llega la madurez del sujeto, adquiere su preponderancia, dura, como estrella fugaz, quince, veinte o treinta años; vuelve a extinguirse{1} y el sujeto continúa el ciclo de su vida; de tal modo, que pudiéramos decir que, de tres partes de la vida del hombre, dos están completamente ajenas a la función procreadora. Prueba más evidente de que es una función supletoria, accesoria, de que es un verdadero lujo (luxus, de donde viene el nombre del apetito desordenado), no puede darse. Hasta tal punto es esto cierto, aun desde el punto de vista social, que, según los estudios de Conrado Gini{2}, solamente una mitad de la Humanidad coopera al sostenimiento de la especie, y la otra mitad no. ¿Tan necesaria es para el individuo una función de la cual se puede dispensar la mitad de los sujetos, puesto que prácticamente son inhábiles para ella? Es decir, que se ha construido un castillo de naipes, un algo artificioso, completamente innatural, completamente incientífico.

En la vida del sujeto, además, se realiza el cumplimiento de una ley que pudiéramos no llamar siquiera ley biológica, porque es una ley general, que es la que Letamendi designó con el nombre de «Ley de los equivalentes vitales», ley que, en un aspecto conreto de la cancerología, Erhlich expresó con la palabra «atrepsia», que es la ley que deriva del hecho de la limitación de energía del ser vivo, que tiene un caudal de energía limitada y que, por consiguiente, no puede emplear indefinidamente, ilimitadamente, sus energías en varias direcciones, sino que todo cuanto emplee en una dirección, se lo resta a otra; cuando prospera una función, tiene que menguar otra; y de ahí derivan hechos expresados por ese modo de hablar de las generaciones y de la experiencia secular, que llamamos refranes, uno de los cuales es, por ejemplo: «Después de comer, ni un sobre escrito leer»; es decir, que mientras está trabajando al máximo una función orgánica, las otras están inhibidas o descansan; ¿por qué?, porque no pueden trabajar simultáneamente varias funciones a la vez con toda su plenitud. Pues esto podríamos aplicarlo a estas dos apetencias que pudiéramos llamar la apetencia de la conservación del individuo y la apetencia de la conservación de la especie; la función de conservación del individuo y la función de conservación de la especie. En tanto la una predomine, se tiene que debilitar la otra; tanto la otra predomine, la primera se debilita, y esto es una ley inexorable que confirman y enseñan los hechos. Este antagonismo se establece en el mismo ciclo vital individual; pero, además, se establece en los casos que se desvían de la normalidad. En el ciclo vital vemos que precisamente en la época en que predomina el desarrollo individual, que es la primera infancia, la segunda infancia, y lo que se llama ordinariamente la prepubertad, en esas fases es cuando menos pujanza tiene la función genésica, y después, cuando la función genésica se establece, se paraliza el crecimiento, tiene un estadio de mengua y solamente después hay un pequeño brote ulterior de crecimiento individual; después cede la función genésica y continúa la función de conservación del individuo. Se ve, sobre todo, este antagonismo franco en la fisiología experimental y en la clínica. Aquellas predominancias hormonales que contribuyen al desarrollo, un tanto exagerado si se quiere, del soma, contribuyen a paralizar la libido y las funciones genitales, y al contrario.

Es un ejemplo de esto la hormona cresco-excitadora del lóbulo anterior de la hipófisis, una de las muchas que se van descubriendo en esa glándula incretora. El lóbulo anterior de la hipófisis, glandulita situada en la base del cerebro, en la llamada silla turca, tiene, entre otras funciones, la de contribuir al desarrollo del individuo; tanto es así, que, cuando se exagera esa función, se engendra el llamado gigantismo, y cuando ya el sujeto no está en condiciones de crecer en forma de gigantismo, la llamada acromegalia, porque, por lo menos, las extremidades de las extremidades se desarrollan monstruosamente: la cara, los brazos, las manos, los pies. Pues bien, en el gigantismo, como en la acromegalia, se produce una depauperación de la función genésica, una esterilidad e inapetencia genésicas; no quiere esto decir que en una primera fase no aparezca lo contrario, porque en la primera fase, antes de que haya predominado francamente el desarrollo del soma, esa función participa de la exuberancia general, toma parte en la mesa del banquete general, pero luego es el soma el que se come todos los alimentos y deja exhausta a la función específica. Y otro tanto podríamos decir con respecto a otras hormonas que rigen el desarrollo individual, como el timo, que contribuye al desarrollo del organismo y que al llegar la pubertad se atrofia; como la cortical suprarrenal, que si bien parece sinérgica con la función gonadal, sin embargo, sólo es hasta cierto punto, y este cierto punto es que la función cortical suprarrenal contribuye al beneficio de todo el organismo y, por consiguiente, como una parte de ese organismo, al de la función gonadal; pero como se exagere esa función cortical, engendrando un síndrome patológico que se llama el hirsutismo, entonces el desarrollo exagerado del soma, lo que trae como consecuencia es la esquilmación de la función de la especie. Pudiéramos citar todavía más ejemplos.

Pero aun en la función gonadal, o sea la propiamente específica, los estudios de Pézard, singularmente, han descubierto una gama de respuestas orgánicas que tienen trascendencia biológica, trascendencia científica. Ha visto este autor que las cantidades de hormona que se necesitan para el desarrollo general del cuerpo son pequeñas relativamente; que con un poquito más de excitante químico se produce una acción dinamogénica, añadida a la morfogénica, y, por último, después de sentar esa base firme del desarrollo corporal completo, de la acción dinamogénica completa en los animales, y como coronamiento, como lujo y adorno, aparece el apetito sexual; de tal manera, que claramente se deduce de aquí cómo el organismo, aun en esa función al servicio de la especie, lo primero que trata de conseguir es la perfección individual, sobre la cual y únicamente sobre la cual, cuando los procesos son normales y fisiológicos, se establece como coronamiento el apetito y la ejecución de la función específica genuina, que es, repito, como un adorno de las otras. Esto es lo que la naturaleza hace cuando está en equilibrio, aislada de fuerzas o influencias perturbadoras. Desgraciadamente, el hombre es el animal más desequilibrado de todos, y esta ruptura del equilibrio en el hombre, tiene varias causas.

En el hombre no guarda proporción y adecuación el apetito y la capacidad funcional genésica. Es un hecho comprobado que no son los más lascivos los más fecundos y al contrario. El apetito sexual está imbricado con los demás apetitos, que todos pueden reducirse a la tendencia al placer en general (a esto ha llegado a reducir Freud su «libido»). Cuando el hombre no acierta o no puede conseguir un placer concreto, suele perseguir otro distinto que le sustituya por el momento, y éste es el origen de muchas perversiones, como las llamadas euforísticas (alcoholismo, morfinomanías, el erotismo inicial de los esquizofrénicos, &c.) Tengo el convencimiento de que casi todo el erotismo de la generación actual, es debido a la falta del bienestar que dan la salud física y la salud moral.

En el desequilibrio humano intervienen, en primer lugar, causas constitucionales, congénitas, innatas, las menos; no se hereda de ordinario una gran predisposición al vicio. En segundo lugar, y más importante, tenemos el hábito, lo que los fisiólogos llaman la facilitación, que hace que todo el mecanismo nervioso se ordene en ese sentido vicioso y tome el predominio y la delantera y la supremacía sobre esas otras influencias que antes hemos dicho, morfogénicas y dinamogénicas, y entonces, cuando predomina lo exclusivamente terminal, que pudiéramos llamar, sobre lo fundamental morfogénico y dinamogénico, entonces, claro es, se establece el desequilibrio. De esto tenemos, desgraciadamente, bastante ejemplos; hay individuos que, congénitamente, hereditariamente, son lo que se llaman neurósicos, desequilibrados del sistema nervioso, lo cual no quiere decir que todo nervioso haya de ser necesariamente inclinado al vicio, pero entre ellos hay algunos que parecen estar más propensos al erotismo que otros.

Pero, singularmente, lo que tiene importancia es lo adquirido durante la educación y en el curso de la vida, la facilitación adquirida; porque hemos abierto las puertas del conocimiento a impresiones que provocan desencadenamientos repetidos; es esa codicia de la vista en lecturas, cines, teatros, paseos, sobre todo ahora, en que las mujeres parece que se han empeñado en ser colaboradoras del vicio, o bien porque, por una táctica pedagógica mal entendida, generalmente malignamente entendida, se ha fomentado toda esa facilitación, todo ese complejo terminal de adorno, de lujo, a que antes he aludido, mediante la coeducación, que no hace más que procurar el predominio de lo último sobre lo primero, de lo accesorio sobre lo fundamental, de la especie sobre el individuo y, por consiguiente, de debilitar al sujeto, de perjudicarle y establecer los jalones de su infelicidad futura.

Pudiéramos poner algunos ejemplos más, que omito en consideración a la brevedad, para tratar, en cambio, de otro asunto trascendental, que es el de los pretendidos perjuicios de la continencia. En realidad, examinadas las cosas hoy día, ningún autor serio cree en tales perjuicios. Indudablemente que no todos están llamados al celibato perpetuo, pero creer que esos perjuicios existen, sobre todo antes de los veinticuatro años, es ir contra la corriente científica. Löwenfeld, en su obra Sexualleben und Nervenleiden, cita un solo caso en que la continencia fue tan molesta, tan perturbadora, que hubo de recomendarse a aquella persona el cambio de estado, persona que se creía llamada al celibato perpetuo; pero, por lo demás, afirma que no existe más inconveniente que el de contener cualquier otra necesidad o el de padecer cualquier otra molestia, como el frío o el calor, el cansancio, &c.; es decir, producirá molestias, pero, generalmente, no produce perjuicios. Bien analizadas las cosas, resulta que los llamados perjuicios no son atribuibles a la virtud en sí, sino a la herencia del sujeto, a los hábitos adquiridos, a la facilitación adquirida en vida anterior, o bien, como dice Adler en el Handbuch de Bethe y Bergmann, a un erróneo concepto de la vida, o sea, a un complejo de inferioridad que hace a estos sujetos empeñarse en seguir derroteros equivocados, en vez de seguir la vida de frente y por los caminos normales.

La doctrina freudiana de los perjuicios de la represión de los instintos, sobre que conduciría al absurdo de la imposibilidad de la humana convivencia, es falsa, porque los instintos reprimidos, tan sólo perjudican cuando se los fomenta y alimenta al mismo tiempo que se reprimen; son los castos a medias los perjudicados; pero los que luchan con todos los medios, incluso los sobrenaturales, sólo padecen molestias y trastornos transitorios, que acaban por desaparecer. También producen trastornos las vacunaciones, los abscesos de fijación y muchos otros tratamientos curativos que los médicos empleamos, y a nadie se le ocurre condenarlos.

Esos perjuicios de ninguna manera son debidos, como cree el vulgo, a una exuberancia de hormona específica, que, por decirlo así, subyugara al individuo. Bien demostrativo es el caso de Kauder, que se cita en el Handbuch de Hirsch, de un muchacho de diez o doce años, con unas porciones gonadales exageradas y sin ningún apetito sexual. Hasta el punto es esto así, que Richter, el autor del artículo, viene a colegir que en la mayoría de los casos las hormonas genitales sólo tienen un papel secundario en la misma función sexual. El papel principal lo desempeñaría la hormono-sensibilidad de los tejidos. ¡Cuan distinto es esto de la idea tan arraigada en el vulgo, de un modo más o menos burdo, según la cual, se hace alarde de virilidad por lo que no es propiamente viril! La virilidad radica en el organismo «in toto», no en la fusta que le hostiga.

Es de tener en cuenta que la supresión de lo que hemos llamado antes, convencionalmente y por las circunstancias del momento, terminal, la supresión de esa ejecución, no suprime la influencia benéfica de la gónada, sino que la acción morfogénica persiste, la acción dinamogénica persiste y, por consiguiente, no sólo no perjudica, sino que puede, incluso, beneficiar al sujeto, dándole una fortaleza física, una dinamicidad, una acometividad, una constancia, una tenacidad que distan mucho de tener los que se precian de superviriles. Por eso, sobre todo en el período que más nos interesa esta virtud, en el período en que, por decirlo así, es obligada, en el período en que la sociedad exige del individuo esa virtud, que es en el período de formación, no sólo no tiene inconvenientes, sino que tiene positivas ventajas, porque la ley de la atrepsia, la ley de los equivalentes vitales, nos dice precisamente que todo lo que se merme de esa función, puede cargarse en la cuenta de las otras funciones, y de ahí que, singularmente las funciones motrices, musculares y las funciones intelectuales, que parece que tienen un antagonismo bastante marcado con la función genital, sean favorecidas por la abstinencia. Bien conocido es el caso de los deportistas, de los boxeadores, de los que tomaban parte en los juegos olímpicos de Grecia y Roma, en que por ejemplo al covinarius se le recomendaba que se abstuviera del vino tanto como de las mujeres; no es posible que se celebre un «match» de boxeo eficaz cuando el sujeto no ha estado sometido a una abstención prolongada; no es posible el que ganen los equipos de fútbol haciendo lo que algunos equipos nuestros por el extranjero, pasando de juerga la noche anterior al partido. Es preciso, por consiguiente, poder conseguir ese vigor físico especial, principalmente en la época de formación en que el sujeto procura no despilfarrar sus energías por caminos erróneamente altruistas, sino que atiendan primero a su propio negocio. Muchos más ejemplos pudiéramos citar, según los cuales, la abstinencia ha sido fuente de poderosa exaltación mental; muchos ejemplos pudiéramos citar, según los cuales, la incontinencia ha sido la causa de la ruina mental de los que la han padecido. Tenemos el ejemplo de Salomón, y en el otro sentido, el ejemplo de Santo Tomás de Aquino; tantos ejemplos pudiéramos citar de vigor físico, de vigor intelectual, en personas que incluso habían tenido anteriormente una facilitación, como San Agustín, San Moisés, el etíope, y que luego han admirado al mundo con los productos de su ciencia o de su fuerza, como San Moisés cuando se cargó los cuatro ladrones encima y, a pesar de estar debilitado por el ayuno, se los llevó a la Iglesia a que les ajustaran las cuentas.

El que tiene la suerte de creer, no necesita recurrir a la luciérnaga de la ciencia para ver claramente, teniendo la luz del sol de justicia. Aquello que dijo el Señor: «El que me sigue no anda en tinieblas» es verdad siempre. Y a mí me extraña mucho esta curiosidad que tiene la generación actual por todas estas cosas, porque revela que su fe no debe ser muy firme. Por eso yo me siento un poquito desencantado de tener que actuar así. Pero, en fin, lo hago con gusto, únicamente en cuanto mi trabajo pueda significar un acto de fe y éste pueda tener para los demás un valor apologético.

Dr. Enríquez de Salamanca

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{1} Me refiero a la función generatriz; la libido, aun la potencia coeundi, pueden persistir, como sucedía en los Espadones romanos, a pesar de estar castrados.

{2} «Nascita, evoluzione e morte delle Nacioni.»