La Crítica
César González-Ruano
Goethe ante la Hispanidad
De haber andado escaso de tiempo –y no es por error ni errata– hubiera escrito un libro sobre tan alto tema. Pero con alguna calma –y esta es la grandeza y servidumbre del escritor–, en esta primavera encendida de centenario, organizar unas simples notas, viene a llenar un cometido, a cumplir también designio de hispanidad rompiendo intencionada lanza en el toro de la interpretación, por precisar perfiles que se me antojan muy de primera mano.
I. La responsabilidad «nacionalista» del escritor
Aún no he podido comprender por qué la mayoría de los artículos publicados en España por estos días sobre Goethe pudieron salir lo mismo, con idénticas palabras, en los diarios y revistas de Alemania, de Turquía o de Rusia. Esta universalidad, este objetivismo sin raza ni frontera me parece muy sospechoso. En Francia, por ejemplo, no hubiera podido ocurrir.
En efecto, todo escritor francés no escribe en francés y en Francia por casualidad, sino por causalidad. En Francia el escritor se debe a un sentido histórico, y, más concretamente, aún, siente la responsabilidad histórica, patriótica, de su nacionalidad. Así pues, mientras en España –donde no todo es español– el liberalismo republicano aparece como antitesis del nacionalismo, en Francia, donde todo es orgullosamente francés, hay un nacionalismo histórico –el de Barbey, el de Barrés, el de Maurras– que puede concretarse en un monarquismo legitimista, y hay un [183] nacionalismo republicano sobre el que pesa igualmente la tradición, y que siente hasta el orgullo de sus Reyes, de su aristocracia, y, desde luego, la necesidad y el orgullo de las jerarquías, de las disciplinas.
Este nacionalismo patriótico de Francia, que tantas veces adquiere perfiles cómicos, este regusto del francés por lo francés, ha llevado a Francia a exaltar a un criminal monstruoso como Landrú, en tanto que es un insigne, un importantísimo asesino. Para el francés no hay «mala Francia» como para el español hay «mala España», utilizada continuamente para la exportación y para una especie de oscuro placer anárquico de destruir y desacreditar lo propio.
Por estas razones, el escritor español habla de Goethe sin preocuparle para nada la literatura española, el romanticismo español, el genio español y todo aquello que pueda suponer al contemplar lo extranjero una exaltación, un reflejo o un simple paralelo alusivo a la hispanidad.
Goethe para un español de la «buena España», ha de ser contemplado desde aquí, desde el reducto hispalense que ha dictado vientos de grandeza al Mundo.
Y en este sentido, están dictadas las simples notas de Goethe ante la hispanidad.
II. El espíritu español de la «Sturm und Drang»
Goethe, durante su juventud, formó parte de la «Sturm und Drang», grupo juvenil e intelectual, como es sabido, que presentaba, como programa, de una parte la revisión de la literatura medioeval germánica, para incorporarla a las letras vigentes, y de otra parte la gran revolución del sentimiento (romanticismo).
Ahora bien, los hermanos Schlegel, reconocieron que las letras españolas, especialmente la literatura de Lope y de Calderón, presentaba un material «romántico» que daba la pauta, principalmente en lo teatral, del arte que convenía hacer.
Así, del mismo modo que Stendhal opuso Shakespeare a Racine, la «Sturm und Drang», opone –y ello me parece un extremo de máxima importancia– el misterio y el auto sacramental a la concepción teatral neoclasicista. (Ya Lessing, en «La [184] dramaturgia de Hamburgo» y en distintos trabajos y opúsculos, mantiene, con violencia polémica, este credo, y de entonces data la manera de ver el Teatro fuera de leyes y normas que antes parecían inconmovibles.)
De este modo puede afirmarse que el «romanticismo» español, de grave fondo católico, el «romanticismo» dado antes, naturalmente, de la centuria romántica, ha sido el primer romanticismo universal. Y ello se debe, acaso, a esa definición del hombre, que es tanto razón como instinto, conocida entre nosotros desde Séneca.
III. Protestante por casualidad
Ha sido Curtius quien ha dicho de Goethe que es «el primer clásico del protestantismo». De darle a alguien ese título puede dársele a Goethe; aunque sin demasiada seguridad es un clásico protestante mejor que Milton, a quien un joven escritor considera en estos días con más títulos para el cargo de «primer clásico del protestantismo», razón que no acabo de comprender en tanto que Milton es, a todas luces, un romántico y no un clásico.
Para comenzar: a mí, Goethe me parece un protestante por casualidad. Es protestante porque su familia lo era, y por nada más, pero en él concurren los mínimos exponentes de la psicología de la Reforma, y esto lo prueba claramente su gusto por lo pagano que se enfrenta al sentido de la sequedad protestante, y el dirigirse a las ideas por mediación de las formas, mientras que el protestante trata de captar directamente con el discernimiento, con el análisis.
Esto explica la repugnancia insobornable en Goethe por las abstracciones, por la matemática, por lo apriorístico, y su abandono a la sensación.
Otro escritor joven –Giménez Caballero– dice en estos días a propósito de Goethe, que «elabora el Fausto y el Mefisto porque son potencias castizas de su pueblo, virtualidades luteranas, contracristianas».
Yo creo que eso podría ser verdad si Fausto y Mefisto fueran efectivamente potencias castizas de su pueblo y no figuras tomadas de prestado al Mediodía. Y en cuanto a que fueran virtualidades luteranas no querría decir contracristianas, naturalmente, sino contracatólicas, porque como Giménez Caballero sabe muy [185] bien, el luteranismo es una reafirmación de las esencias cristianas, aunque para nosotros los católicos tengan como primer punto inadmisible la creencia de que tales esencias cristianas habían sido metamorfoseadas por la Iglesia.
No, ni en el Fausto ni en nada de Goethe se ve la preocupación de un protestantismo integral y latente.
A mi modo de ver se puede apreciar en Goethe: Primero, un desinterés absoluto por los exponentes y perfiles de la Reforma; y segundo, una característica del realismo español que es la representación de las ideas y los símbolos por estremecimientos de la forma viva, física, agónica. (Véase la escuela castellana de escultura religiosa). Y es preciso convenir que la característica del alma goethiana es esa comunión del pensamiento en el cáliz de la forma, y de aquí que sea muy difícil resumir de una manera sistemática su pensamiento.
Los cuadernos de «Arte y Antigüedad», «Poesía y Verdad», «Fausto» y «Goete von Berlichingen» son buena prueba de estas afirmaciones.
En resumen, Goethe, protestante por casualidad, hubiera podido encontrarse mejor en el catolicismo, en el Renacimiento, con esa su condición geórgica, humanista y pastoril de las cosas.
IV. Clavijo
A «Clavijo» se le ha concedido demasiada importancia en este centenario español. Hay que tener cierto cuidado con las desproporciones.
De «Clavijo» sólo quiero decir dos palabras.
«Clavijo» pertenece, como «Egmont» y «Don Carlos» de Schiller, a toda esa producción teatral, muy convencional, que la curiosidad por las cosas de España, igual en Francia como en Alemania, y tan equivocada en una como en otra, daba armas a los protestantes en contra de los católicos.
En el fondo, a Goethe, la observancia protestante y estos pleitos le interesan poco, porque él cuidaba mucho de representarse todas las tendencias por contrarias que fueran, y estoy seguro que la personalidad, la simbología enciclopedista de Clavijo, le traen sin cuidado. Para él, Clavijo es simplemente un pretexto romántico, a quien su anécdota escandalosa, su lance y su muerte de noche madrileña, hacen digno de la atención de [186] una semana que es lo que le dedica, fríamente convencido de que quince días serían un exceso para consagrárselos a Clavijo, a Beaumarcheais y al mismo Conde de Aranda que hubiera reclamado su atención, por aquello de prohibir la representación de los autos sacramentales.
V. La sombra de Don Juan y Fausto
Había de cruzar por estas cuartillas la sombra encendida y funeral de Don Juan. Aunque nada añada a la intención de estas notas, es cortesía al mito y aún ceremonia a Goethe.
Don Juan, claro está, es un personaje íntegramente católico. Católico, medioeval, renaciente y romántico, pero jamás clásico, porque en lo clásico el amor y el placer no pueden ser nunca pecado.
Don Juan nace con las tinieblas de los finales de la Edad Media española. Se concreta en el Renacimiento y se exalta en el romanticismo de la centuria romántica.
Fausto vende al amor su sabiduría. Vende a la juventud y a la belleza su vejez ilustre y su dignidad. Don Juan no vende nada al amor. No necesita nada para cumplir su misión diabólica tan dentro del catolicismo. Es ya joven, bello y sólo el milagro y en el milagro podrá contenerse.
En el Fausto, Dios y el Diablo, en plena apuesta, en pleno pugilato, son Ormuz y Arimán. Su Fausto es hasta cierto punto un poema picaresco, una sinfonización de «El Diablo Cojuelo». La idea que tiene Goethe de Dios empequeñece a Dios, tanto desde el protestantismo como desde el catolicismo, y recuerda esa cierta «sinvergonzonería teologal» al que tantas veces, con otros motivos, ha subrayado la maligna intención de Bernad Shaw.
Pero lo importante aquí es el argumento donjuánico de la vida de Goethe; no el Fausto ni el Werther, que es un antidonjuan, que es únicamente el suicidio de la juventud de Goethe para encontrar el ponderado meridiano de su madurez.
La sombra donjuánica en la vida de Goethe podría ceñirse en términos que casi son de definición. Si en Don Juan el amor es un accidente, en Goethe el donjuanismo es un accidente.
Si Beethoven no le pudo perdonar nunca a Mozart el haber compuesto su «Don Juan», ni a Goethe el no haber condenado el [187] donjuanismo de una manera decidida; si toda la obra de Beethoven gira en derredor del eje de una pasión (afecte o no variedad de carácter), la obra de Goethe gira alrededor de un entendimiento que se apasiona a veces y otras asume la condición de un espejo imperturbable de la naturaleza, de las cosas, como en el inmortal Lucrecio «De Rerum natura».
Goethe opone a Don Juan y a su mito no su protestantismo, no su Fausto, no su Werther, sino precisamente su antropología. Goethe es un espectáculo antropológico.
VI. Un pequeño Goethe español
Si D. Juan Valera, renaciente y humanista, hubiera vivido ahora, yo le habría llevado estas cuartillas para que las hubiera puesto el «Imprimatur» de su fina cortesía.
Por eso me es muy grato terminar este artículo hablando de D. Juan Valera.
Valera fue el pequeño Goethe. Un Goethe incompleto, ciertamente, pero el único Goethe español.
Goethe, clásico y romántico, es un pariente mayor de D. Juan Valera, por la rama de lo clásico, desde luego. La genealogía goethiana de D. Juan cojea por lo romántico, aunque el romanticismo de Goethe es un romanticismo de la juventud, no de la vejez, como el de Hugo, que tiene el romanticismo de la barba florida.
Con esta sugerencia doy fin a estas notas, con el nombre de un español. No intentan tener las tales notas otra importancia que la de su hispanidad. Este es su timbre y esta es la grandeza que reclaman: el nombre de España y la universalidad de lo español. «Yo soy de opinión –dice Cornelio Tácito– de que los germanos nunca se juntaron en casamiento con otras naciones…»
Pues bien, nadie me apearía de encontrar panorama de sueño para toda aventura española. Goethe se desprendió sin demasiado dolor de Betina Bentamo en honor de Beethoven. Sobre la falsa juventud de Fausto, Don Juan, llama de torcido fuego católico y español, hubiera robado a Margarita para rezar en nuestra lengua romance su arrepentimiento y salvar con su alma una sonrisa de la Reforma traspasada a la contrición católica, a la encendida hispanidad de la raza. Es poesía… Poesía o verdad.
César González-Ruano