Reportajes de Rusia
Dos mundos
por Margarita Nelken
Comedor de un hotel de “Intourist”. Dos mesas largas: una llena de inglesas viejas; otra, de inglesas jóvenes; excursión colectiva de un “Club” femenino, la primera; gira de un “Colegio de Señoritas” la segunda. Unas y otras igualmente elegantes, correctas, y llevando, en todo su exterior desde el sombrero hasta la punta del zapato, desde el modo de pedirle algo al camarero, hasta el modo de encender el pitillo –pitillos ingleses– esa seguridad en sí mismo, y en cuanto le rodea –y le rodea, esté en Londres en Moscú, en el Congo o en el Polo, nada menos que toda Inglaterra– que distingue a todos los hijos de Albión sean hombres, mujeres, lores o parados.
En otras mesas –de a cuatro, de a dos– turistas de distintos pelajes y procedencias, y rusos a quien aquellos miran como a ejemplares de una especie rara, y que a ellos les miran con una sorna matizada de desprecio. Los rusos visten, muchos a la “rubaschka”; la blusa –camisa blanca abrochada a un lado debajo de una tira bordada, y sujeta, por encima del pantalón por una estrecha correa adornada con incrustaciones de metal o puñalitos de plata, a estilo georgiano; las rusas, a pelo o tocadas con boinas; visten trajes de hilo realzados con típicos bordados parecidos a los de las labores lagarteranas, o faldas y blusas de hechura sastre, pero de manga corta o sin mangas. Ellos y ellas tienen todos, junto a sus sillas, la amplia cartera “tipo ministro” que viene a ser un a modo de apéndice de todo ciudadano soviético en las horas del día en que se va o viene del trabajo.
Música de Jazz. Servicio de los camareros y camareritas, muy graciosas estas con su blusita de seda blanca, sus brazos semi desnudos y su cabellera cuidadosamente ondulada. Vigilancia de los “maitres”. Los turistas pueden “hacerse la ilusión” de que no han salido de sus respectivas patrias. Lo celebran con alboroto. Poco a poco, elévase el tono de las conversaciones. Risas. Optimismo. ¡Qué grande es Inglaterra, que permite a sus súbditos creerse en casa en todas partes!
Suenan de pronto, fuera, los acordes de una música que hace callar al jazz del restaurant cosmopolita. La Marcha Fúnebre de Chopin. Los turistas hacen “¡Oh!” con todos los acentos del Reino Unido. La curiosidad puede más que las reglas de la buena educación británica: por primera vez seguramente en su vida, las inglesas viejas, y las inglesas jóvenes, y los ingleses de Kodak cruzándoles la americana de cuadros, se levantan de la mesa a medio comer y se precipitan hacia las ventanas “a ver lo qué pasa”.
Pasa un entierro. El entierro de un obrero miembro del Círculo que está un poco más arriba del hotel. La banda de este centro –un círculo de fábrica– es la que interpreta a Chopin, en homenaje postrero al compañero. Salida del féretro, a hombros de camaradas. El cortejo se pone en marcha, y avanza en dirección, al lugar donde, tras las cristaleras de los ventanales de un restaurante, igual a los restaurantes de lujo de todos los países capitalistas, apiñanse, con la curiosidad a flor de piel que tienen para todo lo que les resulta pintoresco, los representantes más acabados del capitalismo en su superesencia.
Primero, el camión mortuorio: en torno al gigantesco montón de flores que cubren el féretro –solo asoma por delante un trocito de éste, forrado de rojo– la guardia de honor: muchachas y muchachos en pie, con brazaletes rojos y banderas rojas con el símbolo de trabajo y lucha de la hoz y el martillo. El que está a la derecha, delante de todos, sostiene con ambas manos un cojín de seda grana, sobre el cual brilla al sol de julio la insignia de la Orden de Lenin, que ostentaba el difunto.
En segundo lugar, el camión con la banda de música, que entona ahora la Marcha del Ocaso de los Dioses. Detrás varios camiones repletos de obreros y obreras en pie.
Ni luto externo, ni demostraciones espectaculares de dolor. Únicamente la gravedad solemne de las banderas de la organización y la insignia, demostración de una existencia de trabajo y de lucha, y las flores, muchas, muchísimas flores, emblemas del respeto y afecto de los camaradas que han interrumpido hoy su trabajo diario, para acompañar al que ya cumplió su tarea, en su postrer paseo.
Un entierro soviético: un número sensacional, y no previsto, del programa de los turistas. Pero hay “algo” que tampoco estaba previsto; algo que trasciende de este cortejo de obreros –grave, solemne y sencillo como ninguno– con tal fuerza, que invade, con una sensación desconocida, a estos representantes quintaesenciados de un mundo separado de éste por una distancia que ninguna agencia turística puede franquear.
Un inglés, sin quitarse la pipa de la boca, dispara su Kodak. Gesto natural, sempinterno: los demás le miran con reprobación. Una inglesita, en voz muy baja, hace un comentario: las que están más cerca de ella la mandan callar.
Ha pasado ya el último camión de obreros. Las notas de la Marcha Fúnebre apáganse en lontananza.
Los tranvías, que habían interrumpido su ajetreo, lo vuelven a empezar con un bullicio redoblado de timbres y campanillas. En el restaurante, suena de nuevo el jazz.
Los turistas permanecen serios. Han sentido “algo” que no sospechaban. Casi; casi, lo han comprendido.
Dos de los rusos que comían en una de las mesitas pequeñas, recogen sus carteras, pagan y se van. Son también, visiblemente, unos trabajadores. Ambos visten de blanco de pies a cabeza; él lleva pantalón de hilo, y camiseta “sport” de cuello abierto y manga corta; ella un traje sin mangas, y calcetines. Son jóvenes, fuertes, con aplomo y salud que les rezuman por cada poro. Probablemente, “udarniks”, obreros de choque, puesto que pueden permitirse el lujo, alguna vez de comer en restaurante elegante.
Los turistas les siguen con la mirada. Hay “algo” que algunos de ellos empiezan a vislumbrar; casi, casi a comprender. Dos mundos. Pero ya no están todos tan seguros de que “aquel” – el suyo– sea el que debe ser.