Presidencia del Excmo. Sr. D. Julián Besteiro Fernández
Sesión celebrada el día 3 de junio de 1932
[ Intervención de Melquiades Álvarez González: “Una nación de naciones es un concepto contradictorio, porque la nación representa la plenitud del Poder y, por tanto, estarían en pugna constante los poderes que ejercieran cada una de estas nacionalidades, sin que por ello pudieran desenvolver su misión histórica.” ]
Estatuto de Cataluña.
Continuando la discusión de totalidad sobre el dictamen de la Comisión acerca del expresado proyecto, dijo
El Sr. PRESIDENTE: Don Melquiades Álvarez tiene la palabra para rectificar.
El Sr. ÁLVAREZ GONZÁLEZ: Sentí, Sres. Diputados, vehementes deseos de rectificar ayer tarde tan pronto como terminó su discurso el señor Presidente del Consejo de Ministros, pero me di cuenta inmediatamente de que el cansancio de la Cámara y lo avanzado de la hora me lo impedían y tengo, por tanto, que hacerlo hoy, procurando molestaros muy breves momentos, porque, en realidad, no tengo que recoger más que dos manifestaciones que me afectan muy directamente y que vertió en su discurso el jefe del Gobierno. Una de ellas es un error de concepto que me atribuyó, sin duda, porque no me exprese bien o porque el Sr. Presidente del Consejo de Ministros no prestó atención a mis palabras; la otra, es una falsa imputación de inconsecuencia que me dirige en materia doctrinal. No son, pues, más que dos rectificaciones.
Primera rectificación. El Sr. Presidente del Consejo de Ministros, recogiendo la tesis que yo había desarrollado en mi discurso acerca de la formación de la nacionalidad española, manifestaba que la conclusión era completamente contradictoria con lo que yo venía sosteniendo, porque si en verdad la nacionalidad española se había ido formando en aquella época de disgregación peninsular, lentamente, pero de una manera continuada, y teníamos a fines del siglo XIII una Nación española con verdadera raigambre en la conciencia del país y tal nacionalidad estaba por encima de los llamados cinco reinos, no habría absolutamente ninguna dificultad, a juicio del señor Presidente del Consejo de Ministros, para que subsistiera hoy por encima de las cinco autonomías, provocaba con esta manifestación un cierto efecto en la Cámara.
Yo a esto sólo tengo que oponer que no afirmé nunca que fuera incompatible la existencia de la unidad nacional con las autonomías, muchas o pocas. Precisamente la tesis de mi discurso fue defender la doctrina autonomista enfrente de la doctrina uniformadora y centralista que nos trajeron los reyes de la casa de Austria y de la casa de Borbón; y habiendo sostenido esto, ¿cómo se decía que era una conclusión contradictoria con mi tesis el afirmar que puede subsistir la unidad nacional con las cinco autonomías? Lo he reconocido desde el primer momento; he cantado como pude las excelencias del régimen autonómico y he dicho que precisamente la vitalidad de la Nación depende de la vitalidad que puedan tener estas regiones que llamamos autónomas. Lo que pasa es, Sr. Presidente del Consejo de Ministros, que lo que yo he dicho es otra cosa completamente distinta de lo que me atribuye S. S., y rectificar inventando afirmaciones que están en contradicción con la verdad de un discurso, es sumamente sencillo, pero se aparta de los cánones de la buena fe y se aparta de las normas de la discusión.
¿Qué he sostenido yo? He sostenido aquí, en presencia de todos vosotros, que entendía que la política catalanista tenía una realidad que era preciso examinar en conjunto y en detalle y manifestaba que todos los partidos de Cataluña, absolutamente todos, desde los más conservadores a los más extremos, afirmaban un ideal común que era la existencia de la nacionalidad catalana; y esto no lo negaba ninguno y prestaban asentimiento, con su silencio o con manifestaciones especiales, a las afirmaciones que yo hacía. Y declaraba: si la realidad de la política catalana estriba en el reconocimiento de una nacionalidad catalana que se caracteriza por distintos rasgos, por lengua, por tradición, por cultura, por su desenvolvimiento histórico, claro es que desde el momento en que afirmemos la existencia de una nacionalidad catalana, se quebranta la unidad nacional española, porque no hay posibilidad de que subsista la unidad coexistiendo dos o más nacionalidades distintas. Este era el sentido de mis manifestaciones, sin que hubiera absolutamente ninguna veladura en mis palabras ni simulación en los conceptos.
¿Qué tiene que ver esto con que haya una España única que pueda sobrevivir con cinco reinos o con cinco autonomías? No con cinco autonomías, sino con 20, si existen regiones con vitalidad bastante para producirlas, la España única puede subsistir y desenvolver su misión histórica, sin que se quebrante en manera alguna su unidad esencial. Por tanto, la manifestación a este respecto del Presidente del Consejo era completamente inoportuna.
Sostenía, pues –como resumen de esta rectificación–, que la unidad española era incompatible con la existencia de diversas nacionalidades dentro de su territorio; que esto no se concebía. Yo me explico perfectamente una nación formada de diversos Estados; eso lo tenemos en el mundo; Suiza, en realidad, desde el año 1841, es una nación constituida por varios cantones que tienen precisamente el papel de Estados; la célebre República de los Estados Unidos es una nación que tiene varios Estados que integran y constituyen su estructura, y por eso, cuando se publicó su célebre Constitución pudo decir Hamilton: «Antes no éramos más que un conjunto de pueblos; hoy somos una verdadera nacionalidad.» Por consiguiente, Sres. Diputados, puede haber dentro de una nación diferentes Estados; pero no hay posibilidad de sostener, sin pugnar con la realidad, con el buen sentido y con las ideas, que puede subsistir una unidad nacional con varias nacionalidades.
¿Es que puede existir una nación de naciones? No me presentareis un solo ejemplo de que exista semejante concepción. Una nación de naciones es un concepto contradictorio, porque la nación representa la plenitud del Poder y, por tanto, estarían en pugna constante los poderes que ejercieran cada una de estas nacionalidades, sin que por ello pudieran desenvolver su misión histórica. Esto, Sres. Diputados, es imposible. Yo he dicho en una ocasión aquí, discutiendo con el señor Cambó, que esto era una superfetación monstruosa y que los monstruos, lo mismo en la naturaleza que en la ciencia, no pueden vivir. Por tanto, comprenderéis que mal pude hacer esa afirmación de coexistencia de nacionalidades diversas, en el sentido que me atribuía el Sr. Presidente del Consejo de Ministros.
Otra rectificación. La segunda rectificación es más grave por lo que se refiere a mi persona. El señor Presidente del Consejo de Ministros sin duda creyó que cuando me levantaba aquí a hablar contra el Estatuto catalán, significando su trascendencia, yo iba a negar las doctrinas autonomistas y cambiando completamente de criterio, me iba a convertir, olvidando completamente mis ideas, en un apologista entusiasta y ardoroso de esa política uniformadora y centralista de la que todos abominamos y por ello venía con el programa de la Asamblea reformista (yo no lo tenía, y tuve que pedirlo a alguno de mis amigos) y decía ante la Cámara (produciendo un cierto efecto, porque siempre son de efecto estos ataques de carácter personal, en el buen sentido de la palabra, sin que esto signifique que lastimara mi susceptibilidad, pues sé que es incapaz el señor Presidente del Consejo de Ministros de atacarme personalmente; hablo del ataque personal en el sentido de poner de relieve en la vida política una contradicción que puede cometer el hombre que se dirige a su país), decía, repito, el Sr. Azaña dirigiéndose muy extrañado a la Cámara: «Yo, no conozco al Sr. Álvarez; ha cambiado mucho; porque precisamente tengo aquí el programa de la Asamblea reformista, que dice completamente lo contrario de lo que ha sostenido esta tarde. ¡Cómo ha cambiado S. S!» Yo pedí inmediatamente la palabra, porque quería rectificar en el acto, ya que entiendo que estas rectificaciones tardías no producen efecto y no responden a lo que debe ser un debate parlamentario. ¿Y cuál era el argumento del Sr. Azaña? El Sr. Azaña decía: «Se celebró la Asamblea del partido reformista en el año 18 y en aquella Asamblea parece que se había trazado la pauta que habíamos de observar escrupulosamente en estas Cortes de la República. Allí se decía cómo se había de elaborar el Estatuto de las regiones autónomas: la norma que hemos seguido nosotros; allí se manifestaba cómo se ha de traer al Parlamento semejante Estatuto: la conducta que ha seguido el Gobierno; allí se manifestaba, en fin, la forma que era indispensable adoptar para su aprobación y para su eficacia: exactamente la conducta de los que se sientan en el banco azul.» El que quedaba en descubierto era yo; pero como esto significaba muy poco, el Sr. Presidente del Consejo de Ministros leyó, a renglón seguido, toda la doctrina que constituía la autonomía regional, según el criterio del partido reformista.
Y leyendo tal doctrina manifestaba: Aquí, en esta enumeración taxativa de las facultades de lo que pudiéramos llamar el Estado central, de lo que llamamos ahora el Estado nacional, aquí no se menciona para nada ni la Justicia, ni el Orden público, ni la Enseñanza superior; de modo que se reconoce que todas estas facultades son de la competencia de los organismos regionales autonómicos. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: No, no dije eso.) Aquí está el discurso de S. S., que me he visto precisado a leer esta mañana para saber si, efectivamente, estaba yo equivocado o era cierto lo que presumía. (Un señor Diputado pronuncia palabras que no se perciben.) Cuando me refiero a la enseñanza hablo de la superior, de la Universidad. Decía en su discurso el Sr. Presidente del Consejo de Ministros: «…fijación de las normas generales a las que habrá de ajustarse la región en la regulación de su dominio público.» Y no están la Justicia, ni el Orden público, ni la Enseñanza superior. Por algo le decía yo al Sr. Álvarez que le encontraba muy cambiado. (Rumores y risas.– El Sr. Álvarez, D. Melquiades: Pues no he cambiado nada, como se lo demostraré a S. S. –Siguen los rumores.) Debe entenderse, Sres. Diputados, que yo no voy a incurrir en la actitud de un primario reprochándole a una persona de una larga vida pública y de responsabilidad que varíe de preocupaciones o de ocupaciones, o de convicciones, o como se quiera llamar; no, eso no lo reprocho. Allá cada cual. Lo que sí digo es que si el año 18, a juicio del Sr. Álvarez, se podían conceder a las regiones autónomas la Justicia, el Orden público y la Universidad… (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Eso; se podían conceder.) No vamos ahora a discutir palabras. (Rumores.) «…se podían conceder a las regiones autónomas la Justicia, el Orden público y la Universidad, aunque S. S. haya cambiado de parecer, no podrá creer que ahora conceder esas mismas cosas represente unos peligros que el Sr. Álvarez en 1918 no veía ni preveía.»
De modo que está muy claro (Rumores.), tan claro que no hay más que tener buen sentido y fijarse en el significado del párrafo que acabo de leer del discurso pronunciado ayer por el señor Presidente del Consejo. Todas estas competencias, todas esas facultades se podían delegar en los organismos regionales y, al poderse delegar, el Sr. Álvarez, en 1918, no veía los peligros que ve ahora; por consiguiente, hay una contradicción patente entre lo que dijo entonces el jefe del partido reformista y lo que ha manifestado hoy en la Cámara.
Yo tengo al Sr. Presidente del Consejo de Ministros por una persona leal para creer que en el debate, con el fin de mortificar la susceptibilidad de sus adversarios, pueda prevalerse de la obscuridad de un programa o de los términos más o menos ambiguos en que el programa estaba redactado. (Rumores encontrados.) ¡Ah!, pero lo que no se puede permitir es que cuando… (Nuevos rumores.)
El Sr. PRESIDENTE: ¡Silencio!
El Sr. ÁLVAREZ GONZÁLEZ: No me molestan las interrupciones, Sr. Presidente. A mí me parece que las interrupciones contribuyen muchas veces a esclarecer el debate. (Un Sr. Diputado: Son rumores.) Sean rumores o interrupciones, si la Presidencia de la Cámara pide silencio por una deferencia personal, yo se lo agradezco muchísimo; pero, desde luego, le manifiesto que no me molestan.
El Sr. PRESIDENTE: Por deferencia personal y por conveniencia del Parlamento es preciso que se oiga a los oradores.
El Sr. ÁLVAREZ GONZÁLEZ: Venía afirmando que no es lícito nunca, cuando se trata de dar lectura a afirmaciones contenidas en un programa, leer lo que conviene y omitir aquello que es perjudicial para la tesis que se sustenta, y el señor Presidente del Consejo de Ministros ha hecho esto, y eso está reñido con la nobleza con que su señoría procede siempre en los debates parlamentarios. Si ayer hubiera contestado a S. S. no hubiera podido presentar el documento que lo acreditara, pero en estas veinticuatro horas me han suministrado el programa y el programa dice cosas que S. S. no ha leído o no ha querido leer (Rumores.), porque en el momento en que leyera lo que yo voy a leer ahora, se hubieran convencido los Sres. Diputados de que no hay posibilidad de vislumbrar el más insignificante atisbo de contradicción con las afirmaciones que yo he hecho ante la Cámara.
Se señalan en el programa del partido reformista las facultades del Estado; se dice en una de ellas, que no leyó el Sr. Presidente del Consejo, «que corresponde a este Estado fijar las normas generales a que habrá de ajustarse la región en la regulación de su dominio». Lo que tiene gran alcance (Rumores.), porque fijar las normas generales para la regulación de su dominio por parte del Estado nacional, significa aquel Poder de competencia de que hablábamos ayer, que es precisamente lo característico del Poder soberano que tanto se está debatiendo en estos días.
Pero, aparte de esto, Sres. Diputados, hay otro artículo que dice: «La anterior relación (la relación de todas estas facultades taxativas correspondientes al Estado central) no significa que todo lo que en ella no está incluido se considere de competencia regional (Rumores.), sino que aquello que contiene es lo que nunca podrá serlo…» (Rumores.)
¡Desgraciados de los que por pasión no quieren comprender lo que está evidentemente claro en el texto! (Nuevos rumores.) La anterior relación no significa que todo lo que en ella no está incluido se considere de competencia regional, sino que aquello que contiene es lo que nunca podrá serlo, pudiendo respecto de todo lo demás –de lo que no está señalado entre las facultades del Estado– discutirse en cada caso concreto qué parte se puede entregar a la región y qué parte se puede reservar el Estado. (Grandes rumores. Un Sr. Diputado: Eso es lo que estamos haciendo ahora.) Me duele que haya interrupciones después de leído el texto, porque yo respeto mucho la capacidad de los Sres. Diputados, pero cuando el texto se haga público y llegue a conocimiento de todos los ciudadanos, éstos juzgaran que la pasión ha perturbado hasta los elementos primarios de juicio. (Rumores.) ¡Está bien claro! Todo lo que no está determinado como facultad taxativa del Estado central podrá discutirse si pertenece a la región o al Estado. (Un Sr. Diputado: Es igual. –Continúan los rumores.) Yo no hablo nunca de espaldas al sentido común. Por consiguiente, si en cada caso concreto se pueden determinar las facultades propias del Estado y de la región, no habiéndose señalado en el programa del partido reformista a quién pertenece la justicia, a quién pertenece la enseñanza, a quién pertenece el orden público, a quién pertenece la Hacienda, en cada caso se discutirá (Nuevos rumores.), y discutiríamos si, en efecto, estas facultades o competencias podrían delegarse a los organismos regionales o deberían reservarse al Estado. (Rumores.)
De modo que, Sres. Diputados, no solamente no hay contradicción, sino que hay la justificación plena de la doctrina que vengo sosteniendo. (Continúan los rumores.)
En el Sr. Presidente del Consejo de Ministros es más imperdonable eso que en vosotros. (Grandes rumores encontrados.) Digo que en el señor Presidente es más imperdonable que en vosotros, porque él y yo hemos sido correligionarios durante muchísimos años. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Diez.) Diez años; y aun cuando no lo seamos en este momento, eso no ha quebrantado los lazos de nuestra amistad. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Evidente.) Y S. S., que asistió a las deliberaciones de la Asamblea del partido reformista y que conocía perfectamente el pensamiento de quien entonces, por benevolencia de sus correligionarios, llevaba la voz del partido y se llamaba su jefe, sabe perfectamente –le consta a S. S.; debe constarle– que en muchos de los detalles y conceptos particulares que, sin contrariar el sentido de la doctrina general, se consignaban en el programa, no estaba conforme quien llevaba la voz del partido. Lo sabe S. S., como lo saben todos. Teníamos conceptos distintos acerca de muchas materias; incluso S. S., que sostenía con energía sus convicciones particulares frente al criterio de la Asamblea; pero claro es que cuando yo llevaba el nombre del partido no había de provocar una escisión por un concepto que no contrariaba el sentir de la doctrina general, pues ello no hubiese sido propio de la solidaridad de un concilio que representaba una agrupación política.
Por esto digo que en el Sr. Presidente del Consejo es más imperdonable que en vosotros.
Pero, Sres. Diputados, el que entonces era jefe del partido, al terminar la Asamblea sus sesiones, solía pronunciar un discurso explicando el significado y el alcance de todo lo que constituía la doctrina de su programa, y así lo hizo el quo os dirige la palabra, explicando el sentido del programa. Me vais a permitir que lea algo, muy poco, de ese discurso; yo soy enemigo de lecturas cuando se está discutiendo un problema.
Decía, hablando en nombre del partido y recibiendo aplausos que no merecía, sin duda por el acierto con que interpretaba el pensamiento de los que me oían, lo siguiente:
«Nosotros, todos los reformistas, no consideramos ni hemos considerado nunca a Cataluña como una nación; no. Nosotros la vemos como lo que es: como una personalidad regional perfectamente definida y clara, con su Lengua, su tradición, sus costumbres, sus instituciones jurídicas peculiares; con todo, en fin, lo que la caracteriza y la integra; pero a renglón seguido, y para completar nuestro pensamiento, decimos que Cataluña, como personalidad regional, tiene que formar parte, necesariamente, en unión de otras regiones, de un organismo superior, que se llama la Nación española.» (El Sr. Pérez Madrigal: Igual que nosotros. –Rumores.) Si lo que menos me importa es que estéis de acuerdo o no con mi grupo político; lo que estoy demostrando es que no existe contradicción entre la doctrina que he defendido ayer y la que quedó consignada en nombre del partido reformista por el que entonces era su jefe. (El Sr. Álvarez Angulo: Ni con el Estatuto.) ¡Qué sabe S. S. lo que es el Estatuto! (Risas.– El Sr. Álvarez Angulo: Su señoría, Sr. Álvarez, es un soberbio. –Rumores. –El señor Presidente reclama orden.) Pues para justificar esa soberbia, voy a continuar leyendo. (El señor Álvarez Angulo: Con mucho gusto; pero existe la contradicción. –Varios señores Diputados pronuncian palabras que no se perciben claramente.)
He manifestado, por consiguiente, que sostenía que Cataluña no era una nación, y que, con su personalidad regional, tenía que convivir necesariamente dentro de un organismo superior que se llamaba la Nación española. Como ya he dicho aquí que era partidario de la unidad nacional y que el país se alarmaba, quizá justificadamente, porque veía enfrente atisbos de un nacionalismo que quebrantaba esa unidad, por eso os decía, Sres. Diputados, que había que ir pausadamente, serenamente, con pies de plomo, para saber si, en efecto, quebrantaba o no la unidad nacional el Estatuto que habían presentado los dignos Diputados por Cataluña.
Pero digo más: «Debe formar parte de un organismo superior.» Y añado: «Que es también un ser vivo, con raíces profundas en la Historia, con un idioma que se ha difundido por el mundo y que hablan cerca de cien millones de seres, con una cultura peculiar, donde fulguran los esplendores de su genio; con una comunidad de ideas, de recuerdos, de sentimientos, de esperanzas que forman su espíritu; con una ejecutoria de siglos, en fin, donde, para orgullo nuestro, están escritas hazañas inmortales y periodos de grandeza ideal que jamás podrán olvidarse.»
Aunque con otras palabras, el mismo pensamiento que expuse entonces manifesté ayer. Y yo pregunto, Sres. Diputados: si he sostenido siempre la doctrina autonomista en este sentido y con estas limitaciones, ¿cómo se puede afirmar que he cambiado y, al decir que he cambiado, producir en la Cámara el efecto de que se subrayara la frase del Presidente del Consejo en ciertos sectores con sonrisas y en otros con aplausos? ¿No veis ahora que todo ese ataque del Presidente del Consejo de Ministros es un ataque dirigido a un fantasma? (Rumores.) Sí, a un fantasma; porque no era yo.
Pero todavía añadía más, Sres. Diputados; iba determinando cuáles eran los límites de esta Nación, y decía: «Y si España es una Nación, como afirmamos; y si España no es, como quieren algunos, una expresión geográfica y territorial donde conviven nacionalidades diversas, al Estado nacional de España, como soberano, le corresponde otorgar el Estatuto jurídico de la persona regional de Cataluña y determinar, en su consecuencia, el coeficiente de su acción autonómica.»
Señores Diputados, me parece que no puede ser más cristalino en este punto mi pensamiento. Afirmo que el Poder soberano del Estado nacional no tan solo tiene la facultad de darse leyes a sí propio, sino que tiene la virtud de determinar el área de competencias de las personas regionales, y si, en verdad, esto es lo que constituye la esencia de la doctrina autonomista, y esto mismo es lo que yo afirmé ayer, sin que haya absolutamente ninguna mixtificación en mis palabras, comprenderéis que no tenía razón ninguna el Presidente del Consejo para afirmar que había cambiado en cuanto a la doctrina autonomista. No cambié, ni puedo cambiar, porque ya os he dicho ayer que de muy antiguo, en los comienzos de mi vida pública, he sostenido siempre que la estructura del Estado debiera cimentarse, para su solidez y eficacia, sobre la autonomía de los grupos regionales. Siempre, porque he creído que la vitalidad de los grupos regionales repercute en la vitalidad de la Nación, y que en esa acción recíproca, constante, en ese flujo y reflujo de los organismos interpeninsulares y de los organismos nacionales, la sangre que va de un sector a otro contribuye o ha de contribuir a fortalecer y a purificar el sentido de la voluntad de España. Lo he dicho siempre y así lo he sostenido. ¿Por qué, pues, se me tacha de contradictorio conmigo mismo?
Aquí terminan, en realidad, mis rectificaciones, y no creo tener derecho a molestaros más. Cuando el Sr. Presidente del Consejo hablaba de que algunos Sres. Diputados, entre ellos el que os dirige la palabra, ponían de manifiesto ante la Cámara un posible divorcio con el país y la gravedad de que con este divorcio se pudiera resolver un problema tan importante como el de los Estatutos, el Sr. Presidente del Consejo decía: «Ese es un criterio de las minorías o de varios individuos de las minorías; pero el Gobierno tiene a su favor el voto de los partidos que lo integran, y teniendo a su favor el voto de los partidos que lo integran, yo tengo necesidad de interpretar cual es el sentido de esa mayoría. No voy a hacer caso de lo que significan las oposiciones, y el sentido de esa mayoría es que nosotros estamos resolviendo estos problemas al compás y al unísono del pensamiento del país.»
Es posible que tenga razón el Sr. Presidente del Consejo de Ministros; yo no he tenido nunca la presunción vana y ridícula de declararme infalible. Yo creo, sin embargo, lo contrario; yo creo lo que decía el Sr. Ortega y Gasset, de que va una gran diferencia entre el ambiente en que vivió la Republica desde que se constituyó y el ambiente un tanto enrarecido en que vive actualmente. Es posible que nosotros padezcamos una visión perturbadora y engañosa; pero negar eso, a mi juicio, es negar la realidad. Cada día surge un brote de desconfianzas, de recelos; en el fondo, de mal disimulada protesta, contra la política que se considera equivocada. (Rumores.) ¿Queréis que os presente ejemplos? Entonces haría un discurso político y parecería que yo tenía el propósito de quebrantar, si de mi dependiera, la consistencia, la eficacia y la autoridad de ese Gobierno. No tengo ese propósito. Lo que digo es que cuando se tienen dudas por el jefe del Gobierno o por los que representan a los partidos de la mayoría acerca de la coincidencia con el espíritu del país, hay un medio de resolverlas: la consulta al país. (Rumores.)
Es el país quien debe indicarlo. Esto está muy justificado en esta ocasión, porque los Diputados catalanes, cumpliendo con el precepto constitucional, vienen aquí fortalecidos con el plebiscito de su país. Por eso tienen una autoridad que nadie, a mi juicio, puede desconocer. (El señor Pérez Madrigal: La nuestra es indiscutible. –Rumores.) La inoportunidad suele estar reñida con el ingenio. Su señoría, que tiene fama de ingenioso, no vaya a pecar esta tarde de inoportuno. (El Sr. Pérez Madrigal pronuncia palabras que no se perciben con claridad.) Digo que tienen una gran autoridad por efecto del plebiscito. Quizás un plebiscito significara si las regiones distintas de España, si los pueblos de España, estaban o no estaban conformes. Esta es una opinión. Quien tiene que resolver es el Gobierno; a mí no me preocupa su resolución. Yo lo que os digo es que el problema del Estatuto alarma legítima y justificadamente a la opinión de España; la alarma, porque tras la letra del Estatuto ve la fuerza vigorosa de un pueblo que reclama perseverantemente la constitución de su nacionalidad; la alarma, porque frente a esta nacionalidad ve en peligro y quebrantada la unidad histórica que siempre ha defendido. Si por precipitación, pues, por una conducta irreflexiva, por apasionamientos del momento no hacemos lo que ayer decía, con perspicacia política nunca bastante ponderada, un miembro del Gobierno, o sea lo preciso para que tenga el ambiente de casi toda la Cámara, que es como tener el ambiente del país, en el supuesto de que nosotros lo representemos legítimamente, tened presente que España se puede volver de espaldas a las Cortes y la aprobación del Estatuto significar no tan sólo nuestro descredito, sino el quebranto fundamental de las instituciones que nos rigen. (Aplausos.)
El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Lerroux tiene la palabra para rectificar.