Presidencia del Excmo. Sr. D. Julián Besteiro Fernández
Sesión celebrada el día 2 de junio de 1932
[ Intervención de Melquiades Álvarez González: “Si en la enseñanza se inhibiera el Estado español, o casi se inhibiera, dentro de unos cuantos años las generaciones que se formaran en Cataluña serían generaciones que sintieran ardoroso amor a su pequeña patria, a su patria, que era la única, pero serían generaciones divorciadas por el pensamiento de esta Patria española que les había concedido la autonomía.” ]
Estatuto de Cataluña.
El Sr. HURTADO: Pido la palabra.
El Sr. PRESIDENTE: Advierto al Sr. Hurtado que ha pedido la palabra D. Melquiades Álvarez, por si desease rectificar después. (Pausa.)
Don Melquiades Álvarez tiene la palabra.
El Sr. ÁLVAREZ (D. Melquiades): Señores Diputados, creo que no puedo excusar mi intervención en este debate por la importancia del mismo, una importancia excepcional, y porque si bien es verdad que no represento una gran fuerza parlamentaria, porque son aquí muy pocos mis amigos, represento un partido político que ha expresado repetidas veces su opinión acerca de un asunto tan trascendental.
Soy yo de muy antiguo, Sres. Diputados, partidario resuelto de las autonomías locales y he creído siempre, manifestándolo en el Parlamento y fuera de él, que estas doctrinas debieran constituir la base de toda organización política. Las estimo, además, compatibles con la integridad nacional: he considerado siempre que estas ideas, al lado de las que germinan, por desgracia, inquietudes y recelos peligrosos, han ganado ya la conciencia pública y tienen en su favor una ejecutoria de universal asentimiento. A estas horas, señores Diputados, creo que no hay nadie, si lo hay constituye una singularísima excepción, que se atreva a enarbolar sin reservas la bandera asimilista y que pretenda encontrar en esa política centralizadora y absorbente, que es todavía una supervivencia del despotismo napoleónico, la única garantía verdaderamente eficaz para evitar posibles desmembraciones de la Patria.
Parecía natural, por consiguiente, que siendo el credo autonomista un credo admitido por casi todos los partidos políticos, fuera no fácil, sino seguro, encontrar en este debate una fórmula de concordia. Sin embargo, la concordia no existe y tan pronto como se manifiesta una tentativa en este sentido brota inmediatamente en el espíritu publico una serie de recelos y desconfianzas que son casi generales. ¿Sabéis por qué, Sres. Diputados? Pues a mi juicio, porque en una democracia bien organizada la voluntad soberana del país prevalece siempre sobre la voluntad de sus representantes, y el país ve el problema que estamos discutiendo de una manera completamente distinta de como nosotros le vemos; no conocerá probablemente el Estatuto en sus detalles, no le importa conocerlo; juzga al Estatuto por sus líneas generales, por su tendencia, por los antecedentes que le han originado, por lo que cautelosamente se contiene en sus preceptos, hasta por los posibles y funestos resultados que pueda producir su aplicación; enjuiciando en esta forma el país, presiente el peligro de que os hablaba esta tarde elocuentísimamente el Sr. Ortega y Gasset, el peligro de que se quebrante de alguna manera la unidad nacional; un peligro que no es infundado, que no es caprichoso, que no es arbitrario, porque tiene su raíz en las doctrinas catalanistas y en el convencimiento de la debilidad del Estado; una debilidad inevitable, como lo es siempre la de todos los Estados nacientes.
Existe, pues, un antagonismo en la manera de enfocar el problema por parte del Parlamento y por parte de la opinión, y para nosotros el problema es una cosa sencillísima; el problema está reducido a un problema de legalidad, a lo sumo a un problema de hermenéutica jurídica. Se pretende conocer el alcance del Estatuto y se trata de averiguar si los preceptos contenidos en el Estatuto se armonizan perfectamente y con exactitud con las normas establecidas en la Constitución, y discurriendo sobre este supuesto, a impulsos de un razonamiento lógico se llega fácilmente a la conclusión de que si existe conformidad entre el Estatuto y el Código fundamental no queda más recurso que acceder a lo que pretenden los catalanes. Y es verdad, examinado en este aspecto el problema, es verdad, y como lo han examinado la mayor parte de los oradores que han intervenido en el debate y como lo apreció en su magnífico discurso el jefe del Gobierno, no puede haber cuestión. La única razón que podría haber para oponerse con éxito a la aprobación del Estatuto sería poner en duda la capacidad política de Cataluña; pero esto, Sres. Diputados, sobre apartarse en absoluto de la justicia, está reñido con la verdad, porque no cabe desconocer que Cataluña es una de las regiones en que vibra con más energía la conciencia ciudadana y en que se ha manifestado más clara, más activamente su aptitud para regir su vida pública. Por consiguiente, reducido a estos términos el problema catalán, entiendo que la batalla la han ganado los catalanistas, y, por tanto, que no hay posibilidad de oponerse legítimamente a sus aspiraciones.
Pero creo que el problema es otro; creo que el problema, como lo plantea el país, es distinto; es una cosa más honda y más grave, porque el país entiende que este problema de los Estatutos afecta a la unidad de la Nación y compromete la soberanía del Estado. No sé si se equivocará el país; lo vamos a examinar. Lo que pasa es que con esta obsesión y estas ideas el país, en sus estremecimientos patrióticos, siente el legítimo temor, el santo temor de que la aplicación práctica del Estatuto de Cataluña pueda significar el comienzo de la desmembración de la Patria. ¿Tiene razón el país? ¿Es infundada esta prevención del país? La mayor parte de los Sres. Diputados que han intervenido en el debate, sin abordar claramente este problema, se hacían eco del sentir general del país y expresaban sus inquietudes acerca de este particular; aun aquellos que no se mostraban enemigos resueltos del Estatuto declaraban, para calmar a esa opinión, que no podrían aprobar el Estatuto en tanto que éste pugnara con la unidad nacional. El Jefe del Gobierno, en su discurso, que no me cansaré de encomiar, no podía desentenderse de esta preocupación natural relativa a la posible desintegración de la unidad de España; pero el Jefe del Gobierno lo juzgaba una insensatez y con esto salía al encuentro de la preocupación del país; lo juzgaba una insensatez el Jefe del Gobierno porque se colocaba en el terreno constitucional, y empleando una especie de argumento «ad dómine», que producía verdadero efecto en la Cámara, manifestaba que aun en el supuesto de que se traspasaran a los Estatutos regionales todas las facultades, absolutamente todas las facultades que se mencionan en la Constitución, no era posible que la unidad nacional padeciera, «porque si padeciese –decía– vosotros –dirigiéndose a la Asamblea– no habríais votado la Constitución».
El argumento era de efecto contundente; pero me va a permitir el Jefe del Gobierno que, antes de abordar francamente lo que constituye la médula del problema, contraponga a su afirmación nada más que una hipótesis: supongamos que todos nosotros, de buena fe, nos hubiésemos equivocado en la elaboración del proyecto fundamental de la República y que, contra nuestros propósitos, no hubiésemos articulado y garantido con la suficiente eficacia la unidad nacional; o que, contradiciendo este principio de la unidad nacional, no viéramos que podía volatilizarse con una serie de competencias transmitidas a las regiones autónomas; y si esto ocurriera, si esto fuera cierto, ¿qué quedaba del argumento del señor Presidente del Consejo? No quedaba absolutamente nada, porque como su apoyo fuerte era la Constitución y la Constitución, en efecto, admitida esta hipótesis, resultaría deficiente, no quedando garantida la unidad nacional, el efecto producido en la Cámara con sus palabras tendría que ser contraproducente ante el país.
No podemos, pues, plantear así la cuestión. Para saber si tiene razón el país, o si es fantástico e infundado su temor, necesitamos examinar dos cosas: la primera, la realidad política de Cataluña tal cual es, sin artificios ni veladuras, y ver si esta realidad política se concreta en uno de aquellos nacionalismos particularistas de que nos hablaba elocuentemente el Sr. Gasset; y después, en el supuesto de que ese nacionalismo constituya el fondo de la política catalana, el patrimonio de todos los partidos catalanes, averiguar si semejante nacionalismo tiene franca acogida en la Constitución de la República, o si, aun no teniendo franca acogida, puede filtrarse y penetrar a través de los entresijos de su letra, para encontrar cobijo y amparo en la legalidad constitucional. Y si esto fuera cierto, Sres. Diputados; si, en efecto, toda la política catalana girara alrededor de la existencia de un nacionalismo particularista y este nacionalismo encontrara franco apoyo en la Constitución, entonces tendría razón el país para alarmarse, porque vería en peligro la unidad patria, en cuyo caso ninguno de nosotros estaríamos autorizados para votar el Estatuto porque, al votarlo, faltaríamos a la correspondencia que debe existir entre el Parlamento y la voluntad soberana del pueblo; y el pueblo, que está por encima de nosotros, que predomina sobre nosotros, tendría que rechazarnos, tendría que repudiarnos por haber comprometido lo que él considera como la obra consistente y sagrada de la Historia.
Vamos, pues, a examinar así el problema, y vamos a saber si, en efecto, estamos discutiendo un asunto que afecta a la unidad nacional de España. Los partidos políticos de Cataluña, por boca de los que los representan en las Cortes, no ocultan, ni pueden ocultar, sus aspiraciones. Cuando ellos hablan ante España del hecho diferencial de Cataluña o del hecho biológico de Cataluña, presuponen necesariamente la existencia de la personalidad catalana, que se define y concreta en la idea de la nacionalidad. En este punto me parece que no pueden ocultar su pensamiento los representantes de la minoría catalanista, y el asentimiento que prestan a mis palabras confirma desde luego la tesis que estoy sosteniendo. No es esta idea nacionalista patrimonio exclusivo de los partidos avanzados; la defienden con ardoroso entusiasmo los partidos conservadores de Cataluña: la misma Lliga Regionalista, que representa el elemento conservador –no me atrevo a llamarlo el elemento gubernamental–, manifiesta ante el país que, si bien lleva el calificativo de regionalista, no es una cosa extraña a su dogma la existencia y la aspiración a la nacionalidad. No necesito requerir a los señores representantes de este partido de Lliga Regionalista, porque en los anales parlamentarios consta con reiteración la opinión de semejante partido, y yo recuerdo que discutiendo varias veces en la Cámara el problema catalanista con los representantes de la Lliga, el que entonces llevaba la voz elocuentísima de este partido, contestando a mis manifestaciones, declaraba desde luego que la Lliga Regionalista era partidaria resuelta y entusiasta de la nacionalidad catalana.
Nos encontramos, por consiguiente, cuando se trata del problema político de Cataluña con que todos, absolutamente todos sus representantes, desde los más extremos hasta los más conservadores, sostienen y afirman la necesidad de la nacionalidad catalana. No necesitaría referirme al pasado. Si recogiera palabras proferidas por el Presidente de la Generalidad, se confirmaría una vez más mi tesis; pero sin referirme para nada a estas personas, recuerdo que hace muy pocos días todavía, un significado e ilustre escritor de la región catalana, al frente de una manifestación de adhesión a estas ideas, hablaba con el Presidente de la Generalidad y declaraba en nombre, según él, de 103.000 adeptos, que no solamente afirmaban la existencia de la nacionalidad catalana, sino que Cataluña había establecido con el Estado español unas bases de convivencia para todas las nacionalidades que pudieran existir en el territorio español. De modo, Sres. Diputados, que no sólo es aspiración del partido catalanista, sino que los escritores ilustres que representan el pensamiento de aquella nobilísima región declaran desde luego, no que exista la nacionalidad catalana, sino que la nacionalidad catalana establece con el Estado español las bases de convivencia con todas las nacionalidades existentes en el territorio español.
Tampoco necesitaba referirme para nada al Presidente de la Generalidad ni a los dignos representantes de la región catalana; bastaba referirme a manifestaciones de un digno individuo de la Comisión de Estatutos; el primer discurso que se pronunció aquí en defensa del Estatuto fue, si no recuerdo mal, el discurso elocuente del señor Xirau: el Sr. Xirau se levantaba a rebatir las afirmaciones del Sr. Ortega y Gasset y declaraba que el nacionalismo de Cataluña no era un nacionalismo particularista, en el sentido de que no era un nacionalismo egoísta; sería una nación pequeña, pero era grande por su genio y por los frutos que había obtenido para la civilización y declaraba en párrafos elocuentes, cantando las excelencias de su tierra, que, en efecto, Cataluña se había singularizado en la Edad Media por su genio y su poder, a tal extremo que un Borbón, para vencerla, había tenido que reunir todos los ejércitos de Francia, de Flandes y de España. No recataba su pensamiento, no ocultaba su pensamiento; por consiguiente, partimos aquí de la base indestructible de que toda la política catalana, absolutamente toda la política catalana, se cimenta sobre la aspiración nacionalista, y que lo que quieren los catalanes, conservadores y radicales, es afirmar la personalidad de una nación catalana.
Pues sobre este supuesto, que nadie puede negar, la conclusión que yo voy a recoger va a ser lógica: si afirmáis la existencia de la nacionalidad catalana, frente a esa nacionalidad habrá otra nacionalidad; no puede ser que la nacionalidad catalana constituya toda la nacionalidad española; habrá una nacionalidad determinada por los límites y confines de su territorio, que será la nacionalidad catalana, y habrá, no otras nacionalidades, pero por lo menos otra nacionalidad, que será la nacionalidad española, con la cual vosotros vais a establecer relación. Y yo digo a la Cámara, pregunto a la Cámara: ¿No comprendéis que tiene derecho a alarmarse el país cuando ya se habla de dualidad de nacionalidades? ¿No comprendéis que tiene derecho el país para suponer que ese Estatuto, defendido por los partidos catalanes, quebranta la unidad nacional de España, y que, precisamente en este punto, España no puede tolerar que nosotros la desgarremos, consciente o inconscientemente, accediendo a las pretensiones de Cataluña?
Vosotros negáis esa unidad nacional al amparo del reconocimiento de la nacionalidad catalana, y nosotros, todos, los que sean castellanos y los que no sean castellanos, reconocemos la existencia de la unidad nacional: tenemos este sentimiento a la vez que esta convicción, que son una convicción y un sentimiento que pugnan con el sentimiento y la convicción vuestros, pero que hacen imposible, en principio, toda fórmula de armonía y de concordia. ¿Por qué reconocemos la unidad de España? ¿Por qué reconocemos la existencia de la unidad nacional? Yo he dicho muchas veces (no estoy inventando nada por lo mismo que he intervenido frecuentemente en discusiones de esta naturaleza) que los pueblos tienen la virtud de engendrarse a sí mismos, y que a medida que se multiplican y se hacen más complejas las necesidades de la vida, se van produciendo, en una serie de alumbramientos sucesivos, los órganos que han de satisfacer aquellas necesidades. Son factores de esta procreación, elementos físicos, elementos espirituales; lo hemos oído decir y discutir repetidas veces en las Academias: son la raza, la lengua, la geografía, la Historia, la religión, la política, factores todos que, unas veces en consorcio y otras disociados, han ido engendrando en el decurso de los siglos toda esa serie de ideas, de aspiraciones, de sentimientos y hasta de esperanzas que forman la conciencia colectiva, que es el elemento vital de toda la nación. Se dice lo que ya es un lugar común: se podrá discutir si esta nacionalidad, cuya existencia afirmamos nosotros, está caracterizada por tal o cual factor; yo también lo he dicho repetidas veces y lo tengo que manifestar en el Parlamento; en ese punto soy partidario de la doctrina defendida por Renán; yo creo que toda nación presupone siempre una unidad espiritual, una conciencia que se despliega después en dos direcciones diversas; de una parte el legado de recuerdos y de esperanzas que nos han transmitido, a su paso por la Patria, todas las generaciones pasadas y de otra parte el anhelo legítimo y vivísimo de acrecentar aquel patrimonio o, por lo menos, de conservarlo: y por eso manifestamos que España es una verdadera nacionalidad y una nacionalidad que nadie puede negar, que no podéis negar los catalanes, si no fuera porque la pasión perturba vuestro entendimiento; porque España tiene todos los caracteres de nacionalidad por su lengua, por su tradición, por su raza, por su historia, por la excelsitud de su espíritu que nos ha dejado grandes recuerdos y hasta por la maravilla de este idioma que es, precisamente por su eufonía, por su idealidad, uno de los grandes vehículos que sirven los intereses supremos de la civilización. (Muy bien.) De modo Sres. Diputados –y me dirijo principalmente a los Diputados catalanes porque con ellos es la controversia– que no se puede negar la existencia de la nacionalidad española y que al no negar la existencia de la nacionalidad española, no se puede afirmar ni reconocer de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la existencia de una nacionalidad catalana.
Yo he sostenido algo más, discrepando en este punto fundamentalmente del jefe del Gobierno, cosa que no es extraña, porque cuando se estudia la Historia, todas las consecuencias que de la Historia se pueden deducir son consecuencias que responden, en parte, al temperamento y a las creencias del hombre que la estudia y no puede parecer sorprendente a nadie, a pesar de haber sido antiguos correligionarios el jefe del Gobierno y yo, que tengamos en este punto una discrepancia; yo sostengo, no quiero que nos enredemos en un debate de carácter académico, sostengo que mucho antes de la época en que los Reyes Católicos consagraron la unidad política del Estado español, ya existía reconocida la unidad nacional de España; aun durante aquella época de la Edad Media, que describía con vivos colores el jefe del Gobierno, en que era manifiesta la disgregación peninsular y que como consecuencia de esta disgregación figuraban en España pluralidad de Estados, con una variedad interna de concejos, de gremios y de merindades, la unidad nacional se manifestaba cada día con mayor ímpetu; y este sentimiento, arraigado en todos los hombres de aquella época, se sobreponía con fuerza a las rivalidades étnicas de los pueblos y a las ambiciones de los reyes. Digo que huyo del debate académico, que no es propio del debate parlamentario, pero podría citaros –no quiero referirme a ello concretamente– párrafos enteros de aquellas celebres Crónicas de Alfonso el Sabio, en las que se hablaba de la unidad de España y a fines del siglo XIII, cuando era más anárquica la disgregación peninsular, se empleaba como fórmula por los notarios, y por los poetas, y por los cronistas, «la única España de los cinco reinos». De modo que el sentimiento de la nacionalidad era vivo en aquella época y por eso yo manifestaba que, aun contra las rivalidades de los pueblos y aun por efecto de la sangre vertida, la sangre había servido para que se borraran o, por lo menos, se atenuaran los distintivos y particularidades de las nacionalidades existentes en España.
Nosotros, pues, reconocemos la existencia de la nacionalidad única, una existencia consagrada por la Historia. No se trata de un concepto arbitrario que se pueda desarrollar al valor de un espejismo histórico. Pues bien; si existe la unidad nacional, si existe la nacionalidad, hablar de pluralidad de naciones es quebrantar la esencia de la unidad. Una pluralidad de naciones no se concibe, y no se concibe porque España no había de padecer la locura suicida de permitir que se estableciera en su territorio una nueva nacionalidad mutilando su cuerpo y su espíritu y destruyendo la unidad secular que se había formado precisamente en el curso de la Historia.
Pero ¿queréis que Cataluña sea una nacionalidad? Pues si vosotros pretendierais la consagración de la nacionalidad catalana, con igual derecho que vosotros –casi me atrevería a decir que con mayor derecho que vosotros–, mañana pediría su consagración en el Código fundamental Vasconia. Ya tenemos otra nacionalidad –¡si nos vamos a entender en el momento en que estemos conformes en la tesis fundamental!–; y si hay una nacionalidad catalana y una nacionalidad vasca, yo creo que los gallegos, que han tenido un idioma que fue idioma casi universal entonces en España y que hablaron con entusiasmo todos los hombres, y todos los filósofos, y todos los pensadores de aquella época, con el mismo derecho que Vasconia y que Cataluña, pedirán también el reconocimiento de la nacionalidad gallega. Y tendremos que otras regiones que hoy, quizá, no se sienten con ímpetu para afirmar su nacionalidad, pedirán también su consagración, y entonces, señores Diputados –seamos lógicos–, España será una pluralidad de naciones, pero España no será una nación; será una expresión geográfica, una cosa articulada y fría que sirva tan sólo para enlazar entre sí las diferentes nacionalidades que existen en su territorio.
Pero, Sres. Diputados, si esta es la conclusión lógica que se deriva de las pretensiones catalanistas, tened el valor de decir que vosotros sois enemigos de la unidad nacional; y si tenéis este valor, yo estoy seguro de que no habrá en el Gobierno ni uno solo de sus miembros que acepte vuestra pretensión. (El Sr. Ansó: ¡Pero si todo es caprichoso, Sr. Álvarez!) Estoy oyendo que estos son caprichos y espero que se desvanezcan mis afirmaciones, porque podré equivocarme; pero estoy argumentando, creo yo, con la Historia. (El Sr. Ansó: Con la historia de Navarra, ni remotamente.) ¡Si en este momento no hablo de la historia de Navarra! (Risas.– El Sr. Ansó: También es de España.) Estaba hablando de Vasconia, de Galicia y de Cataluña. (El Sr. Ansó: Navarra es Vasconia y es España.) Vasconia quiere ser ahora de Navarra, pero no lo ha sido en la Historia, y no solamente no lo ha sido en la Historia, sino que, precisamente, para someterse a la férula de España ha tenido necesidad de ser vencida por el rey Fernando, que entonces tenía pactos, relaciones… (El Sr. Ansó: Que falsificó una Bula de Julio II. –Rumores.) No quiero padecer ninguna distracción por lo mismo que estamos discutiendo un tema interesantísimo, en el cual no hay ninguna pasión de partido; hay sencillamente un criterio que hemos defendido siempre y que creemos que no se corresponde con el criterio de los catalanistas; un criterio que tal vez quebranta la unidad esencial y la soberanía del Estado.
Establecido así el problema, que es como lo plantea el país, y como quiere resolverlo el país, se me podrá decir: esta nacionalidad catalana, que defienden todos los partidos de Cataluña, ¿tiene acogida, tiene amparo en la Constitución? Porque si no tiene amparo en la Constitución –y ahora nos colocamos en el terreno constitucional– vuestras pretensiones no tienen viabilidad ninguna; será inútil que luchéis por un ideal que pugna con un régimen de carácter unitario establecido en el Código fundamental, que es ley suprema y obligatoria para todos los españoles. Vamos a ver si efectivamente tiene cabida en la Constitución, y si no tiene cabida franca en la Constitución, vamos a ver si la Constitución tiene vaguedades o deficiencias que permitan que se filtre la idea nacionalista de Cataluña a través de los preceptos constitucionales.
Señores Diputados, permitidme una confesión sincera. La Constitución de la República española no habla para nada de nacionalidad española. Recuerdo que en los primeros debates que la Constitución suscitaba, presentóse una enmienda, que defendió el Sr. Royo Villanova y que suscribían personalidades ilustres de la Cámara, excepción de la mía, que era la más modesta. En aquella enmienda pedíamos nosotros que se consagrara y reconociera explícitamente la nacionalidad española. No era ninguna novedad, no era ningún capricho este reconocimiento de la nacionalidad; se había consagrado en las Constituciones más avanzadas que se produjeron en España durante el régimen constitucional: estaba reconocida en la Constitución de 1812, estaba reconocida en la Constitución de 1856, estaba reconocida en la del 69, estaba reconocida, en fin, en el proyecto de Constitución federal del año 73. Y es que los legisladores de aquellos tiempos, testigos y actores de importantes sucesos políticos, comprendieron que era absolutamente necesario establecer el principio de la nacionalidad española para poner un límite a las perfidias farisaicas o a las manifestaciones francas que entonces pretendían ya quebrantar la unidad nacional.
Pero no se aceptó esta proposición, Sres. Diputados, y recuerdo que se levantó un digno miembro de la Comisión constitucional declarando que mejor que reconocer la existencia de la nacionalidad, era hablar de España, porque España era un nombre más eufónico, más sonoro, expresaba más en la Historia, sin darse cuenta de que este vocablo «España» no expresa completamente la idea de nacionalidad; que España puede significar una unidad territorial geográfica con determinados confines o que puede expresar un Estado, pero cosas completamente distintas de la nacionalidad. Claro es que los catalanes tuvieron empeño en que esta vaguedad de la Constitución quedara establecida en la misma, porque, al amparo de esta vaguedad, vosotros podéis filtrar de alguna manera el pensamiento de la nacionalidad catalana, diciendo que los preceptos del Código fundamental no se oponen a vuestras legítimas pretensiones.
Recuerdo que, para evitar vaguedades, pedimos nosotros que se declarase francamente que se trataba de una nacionalidad unitaria, sin que en la nacionalidad aparecieran ni vestigios ni vislumbres de nada que fuera federal, y discrepando de la opinión de todos estos amigos Diputados se consiguió en una mañana, después del cansancio de la Cámara, que se suprimiera de la Constitución una locución relativa a la federación. Con esto se creyó que, efectivamente, la Constitución era unitaria (y yo también creo que lo es), y que expresaba claramente la existencia de un régimen unitario. Lo que pasa es que nuestra Constitución tiene escoliastas y comentaristas en los mismos Sres. Diputados. Y aquí se daba el caso de que el entonces jefe ilustre del Gobierno manifestaba ante la Cámara que había desaparecido el título de federal, pero que quedaba en la Constitución integra toda la substancia federal. Y yo recuerdo que individuos de la Comisión pertenecientes a diferentes partidos políticos (y me hace manifestaciones de asentimiento el Sr. Valle) declararon también que, en efecto, toda la substancia federal, fuera del nombre y del calificativo de federal, estaba en la Constitución. (El Sr. García Gallego: Todos los partidos republicanos.) Por consiguiente, Sres. Diputados, no tiene nada de extraño que las gentes crean que hemos hecho una Constitución unitaria en lo que se refiere al nombre, pero una Constitución federal en lo que afecta a la substancia.
No necesito citaros las opiniones de los hombres, que pueden equivocarse y que pueden responder a un criterio partidista y apasionado. Yo creo que la misma Constitución, al tasar y delimitar las facultades del Estado soberano, ha adoptado un criterio federal. En ningún país unitario, Sres. Diputados, se admite la tasación de las facultades soberanas del Estado nacional; sólo Constituciones de tipo federalista son las que establecen semejante tasación. Y se explica porque en la confederación cada uno de los Estados soberanos se despoja de sus facultades en beneficio del Estado general, y por eso en las Constituciones de tipo federativo se determinan, se tasan, se delimitan, las facultades de este Estado; pero en una Constitución unitaria, el Estado tiene todo el poder, toda la plenitud del poder que necesita para regular su vida jurídica, porque el poder es el símbolo de la autoridad y es el símbolo de la fuerza, y si desaparece este poder claro es que desaparece la principal virtud del Estado que tenga este carácter.
Yo recuerdo que el Sr. Maura, el padre del señor Maura –que ya soy algo más viejo que S. S.– (Dirigiéndose a D. Miguel Maura), cuando hablaba de esta materia discutiendo con el Sr. Cambó, con aquella elocuencia maravillosa que le hacía expresar por medio de imágenes las ideas, decía con razón: «A un águila que sirve de solaz en un parque, se la puede enjaular; pero a un águila que tiene que defender la vida propia y la vida de sus hijos, no se le puede arrancar ni una pluma de sus alas ni una uña de sus garras.» Y este es el poder, un poder pleno, total, que se encarna en el Estado unitario para realizar sus fines y regular, con arreglo a las necesidades, las relaciones jurídicas creadas por él; pero un poder limitado, mixtificado, mutilado por la soberanía que representan las Cortes, esto, Sres. Diputados, no se puede dar más que en una Constitución federal. Sin embargo, existe en la nuestra y tenemos que reconocer que es una Constitución unitaria.
De modo, Sres. Diputados, que, discurriendo siempre sobre este supuesto, no me extrañará nada que las ideas nacionalistas de los catalanes, a la sombra de esta vaguedad, se filtren en nuestra Constitución y encuentren su amparo. ¿Qué podemos hacer nosotros? ¿Qué debemos hacer nosotros? ¿Aceptamos las pretensiones de los catalanes? Ya estoy viendo la objeción que me haría cualquier individuo de la Comisión y cualquier persona del Gobierno: no hay esos temores, no puede haber esos temores, la Constitución nos traza una pauta y a la Constitución nos atenemos; el Estatuto de Cataluña se modificará en aquella parte en que no coincida con el texto constitucional. ¡El Estatuto nacionalista consagrando en el primer título la idea del Estado de Cataluña! (Un Sr. Diputado de la Comisión: Eso está aclarado ya.) El Estatuto consagrando en el primer título la idea del Estado de Cataluña, y el Estado es un órgano apolítico que sólo puede existir en la Nación. No tendría necesidad de discutirlo aquí, me bastaría apelar al evangelista de vuestras doctrinas, al Sr. Prat de la Riba, que declara que, constituida la nacionalidad catalana, se debe constituir el Estado, que es fatalmente inherente a todas las nacionalidades. De modo, señores Diputados, que el Estatuto de Cataluña se modelaba siempre sobre la idea de la nacionalidad, quizá no se atreviera a hablar de nacionalidad, pero hablaba de Estado, y el Estado era la expresión jurídica de la Nación. Pero se dice: «Eso está suprimido», porque los dignos individuos de la Comisión declaran que han substituido la palabra Estado en armonía con la Constitución, por las palabras «región autónoma». Claro es que las palabras significan poco, muy poco, cuando tras el vocablo hay una corriente poderosa de opinión que puede modificar su sentido en la realidad política del país.
A mí no me extraña que los Diputados catalanes se hubieran contentado con el calificativo de región; no discuten palabras; pero con su pujanza, con sus ideas, con su opinión, esto que llama la Comisión región catalana lo convertirían ellos en una nacionalidad catalana. Es absurdo suponer que un vocablo pueda detener una corriente espiritual de un pueblo, completamente absurdo. (Rumores.) Sin duda creéis que vais a ver contradicción en mis palabras; ya os demostrare que no. Dejadme concluir y veréis cómo con un razonamiento lógico llego yo a sostener la justificación de mis afirmaciones.
Digo que un vocablo no significa nada. Para vosotros no significa nada; pero para el país, para España, que tiene el temor de que la unidad nacional pueda disolverse o verse comprometida, cuando se le afirma que una corriente poderosa de opinión en Cataluña puede convertir el concepto regional en la idea de la nacionalidad, claro es que se alarma y nos alarmamos todos, y nosotros decimos que no pueden hacerse concesiones de esta naturaleza.
Pero ¿para qué hablar de la región catalana? La Comisión se contenta con borrar el nombre Estado y sustituirle por el de «región». Todo lo demás queda íntegro o casi íntegro, y al quedar íntegro o casi íntegro, nos encontramos con que, según los catalanes, todos estos Poderes de la región, que antes eran los Poderes del Estado, son Poderes que emanan de la soberanía del pueblo catalán. De modo que reconocéis que, tratándose de una región, hay una soberanía en Cataluña, que es precisamente la que engendra los Poderes que antes eran estatales y que ahora calificáis de regionales.
¡Soberanía! Todas las manifestaciones, elocuentísimas y sabias, que aquí se han vertido sobre este concepto, yo las recojo. De soberanía no podéis hablar cuando se trata de región; de soberanía no se puede hablar, tratándose de la región. Soberanía no hay más que una: la soberanía del Estado, y Estado no hay más que uno: el Estado nacional. En la evolución de los tiempos es muy posible que haya un Estado superior; hoy por hoy, el Estado se encarna en el organismo social más complejo y superior que es la Nación. ¿Cómo ha permitido la Comisión, pues, que tratándose de una región que es sólo autónoma, que no es soberana, se puedan admitir todas las disposiciones contenidas en este Título del Estatuto? Se dirá: estamos discutiendo palabras. Ese concepto de la soberanía es un concepto arcaico; hoy es otro concepto el que prevalece. Ya os decía el Sr. Ortega y Gasset, muy acertadamente, que vosotros confundís el concepto de la soberanía, que puede llamarse originaria, con la soberanía del titular. La soberanía del titular ha cambiado, porque ha cambiado la persona que la encarnaba, y luego los límites dentro de los cuales ejercía, por decir así, su jurisdicción soberana. La soberanía originaria no ha cambiado nunca, no puede encontrar ningún cambio en la filosofía política; es el Poder, que no tiene Poder por encima de él, es el Poder que señala su propia jurisdicción y que señala la jurisdicción de los organismos que le están sometidos. Este es el abecé del Derecho público. (El Sr. Rahola pronuncia palabras que no se perciben.) Yo estoy deseando oír al Sr. Rahola para saber qué concepto moderno tiene de la soberanía. (El Sr. Rahola: Yo tengo el mismo de siempre; pero no todo el mundo tiene el mismo concepto. Es el concepto de Jellinek.) Pero es el concepto de Jellinek, porque la frase de Jellinek, en el fondo, coincide con el concepto rousseauniano, en el sentido de que es un Poder que, a su juicio, no debe tener límites. Lo que pasa es que los límites fueron establecidos a impulsos de la revolución, al empuje de la democracia, en la forma que hoy decía el señor Ortega y Gasset, y se presenta en frente del Poder soberano esa área anchísima de los derechos individuales que eran intangibles para el Poder soberano.
Pues bien, señores, siendo ese el concepto de la soberanía y reconociendo que Cataluña no es más que una región, me encuentro que todo el Título primero, que habla del territorio y de los ciudadanos de Cataluña, es un título cuyo fondo alienta el concepto de soberanía. Y lo acepta la Comisión, y no sólo lo acepta la Comisión, sino que todavía no ha querido modificarlo, aceptando una enmienda oportunísima, una advertencia oportunísima que hacía ante la Cámara el Jefe del Gobierno. Porque decía: «Todo esto de los ciudadanos y de los poderes que emanan del pueblo de Cataluña, como está reñido con el concepto de la región, debe desaparecer y, por consiguiente, tiene que eliminarse del Estatuto». Me parece que no lo ha conseguido todavía el jefe del Gobierno, aunque yo abrigo la esperanza de que lo conseguirá. Pero es que, aun aceptando las enmiendas del Gobierno, nos encontramos con que hay un artículo, al cual no se ha referido para nada el Sr. Presidente del Consejo de Ministros, que afirma plenamente esa autoridad soberana al Estatuto, porque declara el art. 8.° que los derechos individuales de los ciudadanos catalanes serán, como mínimum, los fijados por la Constitución de la República española. Es decir, que en Cataluña puede haber ciudadanos que gocen de derechos individuales superiores al resto de los españoles. Puede haberlos, porque habláis «como mínimum» de los derechos individuales, y si es como mínimum y pueden los ciudadanos catalanes tener otros derechos, nadie podrá desconocer que se trata de un Estado soberano que regula según su poder los derechos inherentes a los ciudadanos de Cataluña, en contraste manifiesto con los ciudadanos españoles, que tendrán, según la Constitución, menos derechos que vosotros, aunque nunca podrá haber la diferencia que se establece.
De modo, señores, que no hay posibilidad, en este sentido, de aceptar el Estatuto de Cataluña, por lo que significa y por su trascendencia. Pero de cosas que no se ha ocupado el Gobierno –y me permitiréis que haga esta advertencia– voy a ocuparme ahora. La Constitución habla de que la República es un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y de las regiones.
La Constitución no habla para nada, para nada –aun cuando en su vaguedad pudieran suscitarse esta interpretación y este comentario– de que la autonomía municipal pertenezca a la región. Yo llamo sobre esto la atención del jefe del Gobierno. En el Estatuto y en el dictamen de la Comisión, la autonomía municipal y la división territorial municipal están sometidas a la jurisdicción, al poder soberano de Cataluña. ¿Os dais cuenta de la enormidad que esto representa? Porque la región no es una nacionalidad incipiente –como decía, discutiendo conmigo en una ocasión, un ilustre y ya fenecido orador parlamentario carlista–; la región es una personalidad histórica, que subsiste, donde subsista, entre el Municipio y la nación para realizar diferentes necesidades, diferentes fines peculiares a su propia vida; pero la región tiene dos confines o límites: de un lado, la nación, que es soberana y que no puede franquear; de otro lado, el Municipio, que es la institución más democrática y más antigua que existe en la organización política de España. Ese Municipio ha sido el escudo en la historia de nuestras libertades y por ese Municipio se han podido defender, enfrente de las ambiciones de los reyes, las libertades y los derechos del pueblo; y si el Municipio es esta institución tradicional, si el Municipio es el otro confín de la región, dejarlo entregado a la jurisdicción de las entidades regionales es exponerlo a la muerte. No basta decir que es necesario, según la Constitución, reconocer su competencia; los límites de la competencia los va a determinar la región y los determinará según las necesidades de la región, no con arreglo a las necesidades del Municipio, a capricho, obedeciendo a un interés político, y si se aceptara en esta parte el Estatuto, pudiéramos decir que en el territorio de Cataluña habría desaparecido para siempre la municipalidad. Esto no se puede permitir.
Detrás de mí tengo a los dignos representantes del partido federal, y en otros escaños de la Cámara también los hay. Repasando yo estos días la Constitución federal del año 1873, obra de republicanos federales (obra de Pi y Margall, de Castelar, de todos los hombres ilustres que representaban en aquella época a la República), leía que en ella se dice: «Los Municipios serán autónomos. No habrá ley Municipal ni ley Provincial.» En el régimen republicano federal desaparecían estas leyes; pero la competencia, las atribuciones y los fines de los Municipios se fijaban por el Poder federal. Esa era la verdadera doctrina: el Poder soberano señalando la competencia de los organismos municipales para que éstos no sufrieran merma en su personalidad. Y no se consignaba esto sólo en la Constitución federal, sino que decía: «Las regiones serán autónomas en cuanto sean compatibles con la Federación.» Lo contrario de lo que dice nuestra Constitución: que el Estado integral será compatible con la autonomía de las regiones y de los Municipios. Además de esto, Sres. Diputados (yo llamo vuestra atención acerca de este particular importantísimo), en la Constitución federal se establecía que no se podría tolerar ni a las regiones ni a los Municipios ninguna facultad ni competencia que pudiera mermar la unidad e integridad del territorio. Así lo establecía la Constitución federal, y castigaba severamente a los que combatían la unidad nacional.
Señores Diputados, si aquí no hemos hecho una Constitución federal, sino una Constitución unitaria, sobre la base de las autonomías y de las regiones, y al amparo de esta Constitución se pueden filtrar todas esas peligrosas doctrinas del nacionalismo catalán, decidme: ¿No teméis que la opinión española nos diga, con razón, que hemos faltado a nuestro deber aceptando un Estatuto que, en el fondo, puede significar la debilitación de la unidad de España?
Y quiero terminar. (Rumores.) Ya supongo que por la benevolencia natural de los partidos, por la trascendencia del tema, me estáis escuchando. La persona tiene poca importancia; si la persona sostuviera aquí algo que fuera dislocante con el criterio general de España y no pusiera su pensamiento en el interés del país, por muchos prestigios que adornaran a la persona, ni merecería fatigar vuestra atención ni vosotros podríais cumplir con la cortesía de escucharla. Es que creo que defiendo el interés de España y que España plantea el problema en la forma que os he dicho. Y cuando se trata ahora de la competencia, para mí es secuela obligada de todo lo que acabo de exponer.
¿Se pueden delegar la justicia, la enseñanza, el orden público, la Hacienda? Aun cuando tuvierais todos los votos que representan los partidos que integran el Gobierno, vosotros no podríais conceder estas delegaciones.
Una de las personas de más perspicacia política en este Gobierno, sin que yo establezca comparación con los demás, ya salía al paso de la dificultad, reconociendo que este es un problema que reclama casi la unanimidad de la Cámara. Yo os digo que en estas cuestiones de competencias delegadas, a despecho de lo que pidan los catalanes, no podéis concederlas. La enseñanza es hoy una función esencial del Estado, función esencialísima del Estado, hasta el extremo de que algunos publicistas dicen que la cultura, y, por lo tanto, la enseñanza, es el único lazo de cohesión que puede servir para que en lo futuro se forme la nacionalidad. Si dejáis la enseñanza en poder de los catalanes, los catalanes, no tan sólo por utilizar su lengua, que a esto tienen indiscutible derecho, sino por desenvolver su cultura, prestarán la enseñanza que es peculiar suya, y si ahí se inhibiera el Estado español, o casi se inhibiera, dentro de unos cuantos años las generaciones que se formaran en Cataluña serían generaciones que sintieran ardoroso amor a su pequeña patria, a su patria, que era la única, pero serían generaciones divorciadas por el pensamiento de esta Patria española que les había concedido la autonomía.
No podéis hacerlo, porque la enseñanza es privativa del Estado. Yo no me cansé de encomiar en los pasillos y a los periodistas la enmienda que con motivo de la enseñanza presentaron los socialistas. A mi juicio era una enmienda impecable, que yo aplaudí con fervoroso entusiasmo, y en aquella enmienda se declara taxativamente este principio, y como de la enseñanza no sólo forman parte los institutos y las escuelas sino que el símbolo de la cultura, que es la que da más alas al pensamiento, es precisamente la Universidad, pretender que España prescinda de su Universidad para entregárosla a vosotros los catalanes, es sencillamente mutilar su pensamiento y desnaturalizar la obra de cultura que tiene que realizar España. (Muy bien.)
Esto, señores, es una cosa clarísima. ¡Ah! Se sale al paso de la dificultad diciendo: «¿Pero es que no concedéis a Cataluña el derecho de la enseñanza?» Toda, toda. Vosotros podéis establecer vuestras escuelas, vuestros Institutos y vuestra Universidad, a costa vuestra, no a costa de España (Muy bien.– Rumores.), a costa vuestra, porque le dais el carácter de institución regional. Ya sé yo que es muy caro para Cataluña; la democracia es un régimen político carísimo, ya lo decía Clemenceau; pero la democracia plena, que comprende la autonomía de la personalidad regional, es más cara aún. Si la región tiene vitalidad, medios y recursos para sostenerla y quiere hacerlo, el Estado español no debe ponerla límites; pero establecerla con los subsidios de España, con los medios pecuniarios de España, con los recursos de España, eso es completamente imposible.
No hablemos sobre ese bilingüismo acerca del cual ha dicho su última palabra, con su autoridad indiscutible, mi ilustre amigo el Sr. Ortega y Gasset, pero permítame que le ponga una apostilla. Él decía que el bilingüismo ha fracasado. En todas partes se está viendo actualmente y ha provocado una serie de crisis que no tiene solución; aun la que actualmente se está resolviendo en Bélgica no podrá ser satisfactoria. El bilingüismo en ninguna parte ha dado resultado, y que no ha dado resultado lo vemos en esa joven nación silenciosa, llena de vitalidad, Checoeslovaquia, de que nos hablaba hoy el Sr. Ortega y Gasset, que estableció dos Universidades, una con una lengua y otra con otra. Se opusieron algunos elementos por las mismas razones que vosotros. ¿Sabéis por qué? Porque el idioma peculiar, pequeño, reducido, de Checoeslovaquia, con el que se ensenaba en su Universidad, no podía competir con el idioma más expansivo, más fecundo, como el que se empleaba en la otra Universidad, y es natural que de esta rivalidad de culturas surgiera una especie de capitisdiminutio de la Universidad que empleaba una lengua reducida. Y vosotros abrigáis este temor y no queréis que haya dos Universidades, una Universidad española, que tiene un idioma que hablan 20 naciones y 100 millones de hombres, y una Universidad que, aun con toda la grandeza y poesía que tiene el idioma catalán, no hablarán más que dos o tres millones de personas y que no puede ser un instrumento ni un vehículo de la civilización, pues veríais la Universidad catalana absorbida, destruida, volatilizada por la influencia de la Universidad española. No. En este punto estamos aquí una legión de votos que nos opondremos, si cometiera la locura el Gobierno de concedérosla, a semejante propósito. He leído esta mañana o ayer declaraciones del ilustre jefe del partido radical en que coincide con este pensamiento. De modo que el pleito de la enseñanza, so pena de que se resuelva con el divorcio de los radicales y de todos estos elementos y por el voto exclusivo de los partidos que integran el Gobierno, lo tenéis perdido.
Con la enseñanza la Justicia. Yo no me explico que se hable de delegar la Justicia. Siempre he creído, lo han creído todos, que la Justicia es el atributo más esencial del Poder soberano. Sin Justicia no puede haber Poder soberano. Nuestros legisladores antiguos, que, percatándose de la responsabilidad, sabían encerrar en fórmulas clásicas todos los atributos del Poder público, decían, precisamente hablando de la soberanía del rey, que era la soberanía entonces de la Nación, que comprendía el Poder público «Justicia, moneda, fonsadera e suos yantares». Era la justicia la primera atribución, porque la Justicia es eso, significa el mando y el Poder, a tal extremo que el Estado no es otra cosa que el órgano de Derecho, y si la Justicia tiene por objeto poner en práctica el Derecho, claro es que la Justicia tiene que ser inherente al Poder soberano. Y yo digo: ¿qué razón puede haber para justificar esa delegación de competencia de la Justicia en favor de la región? Se me dice: «¡Ah!, es que Cataluña tiene un Derecho propio, tiene un Derecho civil peculiar, y cuando tiene un Derecho peculiar, que no se puede modificar ni destruir, es indispensable concederle Tribunales de Justicia para aplicarlo.»
Una de estas tardes se decía aquí: «Podemos llegar a una fórmula de concordia: Tribunales catalanes para los pleitos que se susciten con motivo de la aplicación práctica del Derecho civil catalán; Tribunales catalanes para los pleitos de carácter administrativo; Tribunales españoles para la legislación penal, la legislación mercantil y la legislación procesal.» Yo me perdía en un mar de confusiones, pensando en la algarabía jurídica que con la composición de semejantes Tribunales se había de originar en el pueblo de Cataluña. ¿Los Tribunales con estas competencias? Pero, Sres. Diputados, ¡si tenemos como legislación exclusiva del Estado español la legislación civil en lo que se refiere a las bases fundamentales de la contratación; la legislación hipotecaria, según declaraba el Sr. Presidente del Consejo de Ministros; las formas del matrimonio; los Estatutos real, personal y formal en su relación con todas las materias que a estos se refieren! ¿Queréis decirme qué pleitos, qué asuntos, qué contiendas litigiosas especialísimas de los catalanes podrían motivar Tribunales especialísimos, cuya jurisdicción se concretara sencillamente a estos litigios? No los habría apenas; serían muy pocos, porque todos afectaban, por efecto de estas bases y de estas disposiciones a intereses generales y, por tanto, me parece natural que no sean Tribunales catalanes, sino Tribunales españoles. No es que yo vaya en contra del Derecho catalán; el Derecho catalán merece mis respetos y nadie puede atentar contra su vida; el Derecho catalán debe desenvolverse, dándole toda la amplitud necesaria para que pueda adquirir la perfección que deba tener; pero el Derecho catalán, si no le sometemos a estas disposiciones a que se refieren las competencias del Estado central, le pasará lo que a todas las legislaciones: que se irá universalizando, que se irá confundiendo e identificando con el Derecho de los demás pueblos, y pretender hoy, cuando se habla ya de un Tratado de obligaciones entre naciones distintas, cuando en Repúblicas federales como Suiza se llega al Código civil y en países federales como Alemania se implanta un Código civil; pretender hoy, repito, establecer ese límite infranqueable, por lo que se refiere a vuestro Derecho, con la organización de esos Tribunales, me parece, Sres. Diputados, que es un retraso y además un peligro para los intereses nacionales.
Respecto al orden público, no quiero añadir más a las elocuentes palabras que aquí se han pronunciado: el orden público no se puede delegar, ni debe delegarse. En cuanto a Hacienda, se han señalado aquí dos fórmulas y yo creo que este punto habrá que tratarlo cuando llegue el momento con ocasión de la discusión del articulado. Sólo diré una cosa: la fórmula de Hacienda propuesta por el jefe del Gobierno es anticonstitucional, y confusa y, según los técnicos, de los que todos nos asesoramos, o significa que el Gobierno tiene el propósito de no ceder verdaderamente ingresos a la región catalana o que, si los cede, estos ingresos representan un déficit para el Presupuesto español que excede de 500 millones. (Rumores en la mayoría.)
Ya se discutirá cuando se presente la fórmula; ahora sólo he de deciros que en la época en que era Ministro de Hacienda el Sr. Prieto y en que dieron un informe técnicos y personas competentes acerca de lo que pudiera resultar para la Hacienda con esta delegación de servicios, aquellos señores técnicos elevaban el déficit a 700 millones. Ahora, con cortapisas, con limitaciones, con reformas, ellos me dicen que se podrá demostrar públicamente que con esta fórmula hay un déficit de 500 millones. Aun aceptando esa otra diferencia de 100 y pico de millones a que se refieren otros técnicos, resultara, Sres. Diputados, que nosotros, con esta cesión de servicios, habremos perjudicado los intereses nacionales. (Rumores.)
Y voy a concluir, porque ya he dicho lo principal. Yo tenía obligación; el deber ineludible, no de manifestar lo que siento, sino de expresar lo que creo que siente España. Es muy posible que creáis vosotros, de buena fe, que los que hablamos en este sentido perseguimos un interés político con objeto de quebrantar al Gobierno o con objeto de introducir el divorcio entre las filas republicanas. No. Yo tengo un pensamiento muy ajeno a estas cosas menudas y despreciables; en mi discurso no se habrá visto nada que signifique un ataque contra el Gobierno. Mi discurso es un esclarecimiento de lo que pide la opinión, de lo que reclama la opinión; la opinión os pide que no quebrantéis con vuestros votos absolutamente nada de la unidad nacional, que no comprometáis la vida nacional de España y, además, os exige que no comprometáis tampoco la autoridad soberana del Estado.
Si colocamos el problema en los términos en que yo he querido colocarlo, recogiendo las aspiraciones de Cataluña y contrastándolas después con el dictamen de la Comisión y con los preceptos constitucionales, comprenderéis, Sres. Diputados, que la alarma está justificada. Si, a despecho de esta advertencia leal, vosotros creéis que, por tener la autoridad soberana del Parlamento, podéis divorciaros de la opinión y hacer lo contrario de lo que la opinión os pide, yo estoy seguro de que la aprobación de este Estatuto significará el descrédito definitivo de esta Cámara y, además, la imposibilidad de que se pueda poner en práctica con eficacia y para bien de España. (Aplausos.)
El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Azaña): Pido la palabra.
El Sr. PRESIDENTE: La tiene S. S.