[ Francisco Primo Sánchez ]
Montaigne, encrucijada
1. El cruce de los cien caminos ❦ 2. Gibelino para los güelfos, güelfo para los gibelinos ❦ 3. El soberano sin soberanía
1
El cruce de los cien caminos
Yo tengo mis leyes y mi corte para juzgar de mí mismo.
Montaigne: Ensayos, lib. III, cap. II.
Preciso es retirar la máscara lo mismo de las cosas que de las personas.
Montaigne: Ensayos, lib. I, cap. XX.
… toda reflexión que transporta al hombre fuera del círculo estrecho de su egoísmo, es saludable y buena para el alma, cualquiera que sea el giro que tomen esas reflexiones. La blasfemia de los grandes espíritus es más agradable a Dios que la plegaria interesada del hombre vulgar.
Renán: Diálogos y fragmentos filosóficos.
Si no hay una verdad constante, universal y uniforme, advierte el hombre que se encuentra en el cruce de cien caminos. De frente a ellos, los contempla con mirada vacilante. ¿Hacia dónde conducen esos caminos? La elección embarazosa. ¿Llevan a la dicha, a la razón, a la bondad los que se orientan hacia el Norte o hacia el Mediodía? En eso estamos cuando llega el pirroniano Montaigne e interrumpe nuestro atribulado coloquio interior. Habla en voz queda, apenas perceptible. Esos caminos llevan a todas partes y a ninguna, creemos oírle. El que echa a andar por éste, al punto cae en la cuenta de que ha errado la dirección. Vuélvese entonces, se sitúa en el cruce desconcertante, mira, remira, hasta que elige una nueva ruta con el mismo resultado. ¿Qué hará finalmente el denodado peregrino, rendido de angustia y de fatiga? Permanecerá en el cruce a reponerse, si cabe, diestro en la duda y para el consejo pronto. ¡Vaya si saldrán preceptos de sus labios locuaces como los de Néstor, severos y edificantes como los de Ulises cuando llega tras largo infortunio a la dulce Ítaca! Dirá, si urge el caso:
¿Qué clase de bondad es la que ayer gozaba de predicamento y mañana se descredita, ni la que el curso de un río convierte en crimen? ¿Qué verdad la que esas montañas limitan y se trueca en mentira para los que viven más allá?
Ensayos, lib. II, cap. XII.
Montaigne es sembrador afortunado. La semilla que esparcen sus manos cae en amplios surcos que germinan con fecundidad de madre. Escuchemos a Pascal, pirroniano de mística estirpe:
… no vemos casi nada justo o injusto que no cambie de calidad al mudar de clima. Tres grados de elevación sobre el polo echan por tierra toda la jurisprudencia. Un meridiano decide de la verdad… ¡Singular justicia la que el curso de un río limita! Verdad aquende los Pirineos, error allende.
Pensamientos, art. III, 8.
Llégase de esta guisa al estado culminante de la crisis que aqueja al espíritu de Montaigne y de cuantos aceptan al pie de la letra sus principios no conformistas. Ha negado, primero, la razón del hombre. Niega luego la verdad, lo que como tal se nos enseña, e inculca bajo sus diversos aspectos y gradaciones: la verdad científica, moral, religiosa, política, jurídica, social. Por la magnitud de sus efectos trascendentales, la crisis de Montaigne implica una revisión catastrófica de todos los valores existentes, con una delantera de cuatro siglos sobre Nietszche, el postrer iconoclasta dionisíaco. No lo hace, sin embargo, de manera descompuesta, con ojos enrojecidos por el fuego de la pasión, ni con detonantes vocablos admonitivos, familiares en los destructores y constructores arquetípicos: San Pablo, Lutero, Calvino. Lejos de él, la violencia estéril, el gesto incivil, la postura inelegante. Sus arremetidas, siempre a fondo, jamás le harán perder el ritmo armonioso de los movimientos ni la serena vibración interior, merced a la cual ahonda con claridad deslumbradora en las oscuridades abismales de la conciencia. Afronta el análisis genealógico de la moral según pudiera tratarlo el naturalista con la historia de la creación de los seres y de las cosas. Oblígase a ello fría, calculada, independientemente. ¿Sabe hasta dónde alcanzarán las inquisiciones? ¿Presume las consecuencias de los postulados que irá sentando? Por modo tan absoluto, no lo creemos, en razón de ser la suya una pluma tan vagabunda como su espíritu. Buena parte de lo que pensamos, decimos o hacemos escapa a la fiscalización de la conciencia. De ahí que lo inconsciente tenga tan grande parte en nuestra vida y acciones. Montaigne, en unos casos, ajustará la expresión al molde de sus conceptos madurados y familiares; pero en muchos otros dirá más de lo que se propone. La estimación apropiada del pensamiento, la densidad y alcance del mismo, suele correr por cuenta, en incalculable medida y acierto, del lector oscuro, cuya capacidad ignoramos tanto como su existencia.
Un lector inteligente descubre a veces en el espíritu de otro perfecciones distintas de las que el autor puso y advirtió y les encuentra sentido y matiz diversos.
Ensayos, lib. I, cap. XXIV.
Mas por escasa que sea nuestra habilidad interpretativa, el conceptualismo ético de los Ensayos surge espontáneamente, como agua de manantial. Con ser ducho en el arte de agazaparse, cuando entiende que las circunstancias lo exigen, Montaigne suelta esta vez la prenda apetecida. Es católico, apostólico, romano, según lo declara con maliciosa reiteración, y practica el culto con regularidad sorprendente en quien confiesa ser inconstante y mudable. Su moral debiera ser, en buena lógica, la del Evangelio, moral revelada, escrita e imperativa como el articulado de un Código. En viniendo de lo alto, no admite exégesis que, a fuer de sutiles y arriesgadas, sean capaces de alterarla con la atenuación de sus efectos. Es verdad incuestionable, compendio de sabiduría, asilo bienhechor, aliento y verbo divinos. Quien en ella se refugia halla la salvación con el aquietamiento de los conflictos interiores. Puede dormitar, entonces, la conciencia, porque de antemano encuentra cimentadas todas y cada una de las reglas de conducta. Y en ese dulce sopor, el abrigo de peligros imaginarios o reales, no ha menester de preguntas, porque ya se sabe de memoria todas las respuestas. No es el suyo oficio de inquirir, sino de obedecer, humilde, alegre y confiada.
La vida de Montaigne deslizaríase por esa senda llana y blanca de no haberle abandonado Pirrón en el cruce de los cien caminos. Allí está, atribulado y perdido, bajo el peso de un cuestionario abrumador. Nada es cierto –torna a repetirle Pirrón–. Lo que te enseñan son medias verdades cuando no rotundas mentiras a las que el hombre sométese de buen o mal grado para ordenar la sociedad y la familia. La moral es un reactivo contra los instintos naturales. Vale tanto como el dique que se le opone a la corriente del río cuya dirección se desvía. Pero la naturaleza y la moral distan mucho de ser estados correlativos, paralelos o afines. El hombre forja la moral como el caballo la armadura. Con ella entiende defenderse contra los peligros exteriores que le acechan en el ajetreo de la existencia. Pierden los miembros la elasticidad primitiva, pero a la larga se conforman a esa dura disciplina. La costumbre es artífice supremo, modelador máximo del espíritu, trasmutador implacable. Fija, cambia, renueva, domina, aprisiona, altera la esencia de lo natural en una segunda naturaleza sin concomitancia alguna con la naturaleza ordinaria. Montaigne se rebela, bien que su credo religioso no sea de rebeldía, sino de sumisión. Le repugna el principio de autoridad en materia moral. Esto que me dais como fruto de la naturaleza –parece decir– es vulgar obra de vuestro ingenio, es artificio de predicadores incorporado a la vida por la secular repetición de las acciones. No lo dice con estas palabras, acaso temerarias para quien, como él, gusta de medir los riesgos. Pero lo expone con otras no menos significativas para el Santo Oficio.
La costumbre es una segunda naturaleza y no menos poderosa que la naturaleza misma.
Ensayos, lib. III, cap. X.
El precepto es de fácil comprobación y no merece todavía los rigores del Index excomulgador. Empero, para un lector sagaz de los que Montaigne conocía la existencia, para un Pascal, cristiano y misántropo sublime, la idea se utiliza y concreta:
Mucho me temo que esta naturaleza sea una primera costumbre, como la costumbre es una segunda naturaleza.
Pensamientos, art. III, 13.
Si había un reducto hasta entonces inexpugnable, hemos de ver cómo, franqueado el primer foso, todo se vuelve tembladeral y ruina. No bien Montaigne advierte que las costumbres no tienen origen en la naturaleza, sienta el segundo concepto demoledor:
Llamamos contra naturaleza lo que va contra la costumbre; nada subsiste si con aquélla no está en armonía, cualquiera que lo existente sea. Que esta universal y natural razón desaloje de nosotros el error y la sorpresa que la novedad nos procura.
Ensayos, lib. II, cap. XXX.
Limpio de errores y a cubierto de sorpresas, Montaigne ha recobrado la primitiva libertad de movimientos. Se ha quitado la pesada armadura y va de acá para allá, ligero el cuerpo, claras las pupilas a fuerza de mirar en lejanías. Cuando le hablan de las leyes de la conciencia, responde sin inmutarse:
Las leyes de la conciencia, que consideramos como compañeras de la humana naturaleza, nacen también y tienen su origen en la costumbre; cada cual acata y venera los hábitos e ideas recibidos y aprobados en derredor suyo, y no sabe desprenderse de ellos sin remordimiento ni practicarlos sin aplauso.
Ensayos, lib. I, cap. XXIII.
Y las leyes naturales, ¿tampoco existen o el hombre se complace en violarlas con frenesí?
Es posible que existan las leyes naturales como se ven en las otras criaturas; pero en nosotros se han perdido. Los pequeños osos y los perros muestran su inclinación natural. Los hombres, al caer en las costumbres, en las opiniones, en las leyes, se cambian y disfrazan fácilmente.
Según eso, las costumbres nos alejan del primitivo cauce originario y nos imponen hábitos y modalidades antinaturales. No admite Montaigne que tal hecho sea un síntoma de superación, porque nada puede superar a nuestra grande madre naturaleza. Combatir al imperio nocivo de la costumbre será un acto liberador: Hay que libertarse del violento prejuicio de la costumbre –sentencia el naturalista de la moral.
Por naturalista de la moral, Nietzsche entendía a quien reintegra la moral en los límites de la naturaleza. Montaigne lleva a término la ímproba empresa, sintetizándola en términos de inequívoca claridad. Todo lo que es natural es moral y bueno.
Naturaleza es suave guía, pero no tan suave como prudente y justa.
Ensayos, lib. III, cap. XIII.
La cita de Nietzsche harto se justifica en este ensayo, porque Montaigne se cuenta entre los conspicuos precursores de Zaratustra. Visible es el paralelismo conceptual cuando uno y otro tienden a separar la ética de las preocupaciones metafísicas. Nietzsche irá más lejos, desde luego; culminará en el inmoralismo, en ese estado de sublimación de todas las energías, más allá del bien y del mal. El perigordano es menos iracundo, menos jupiterino. Como persona perecedera, como ser susceptible de blanduras y defectos, se sitúa en el bien para enaltecerlo y en el mal para combatir sus efectos. Lo que más molesta a Montaigne es la sistematización arbitraria de la moral, la rigidez de sus reglas, las consecuencias generalizadoras y niveladoras de sus principios; en una palabra, la falta de aliento natural en la moral. A Montaigne le sobra ese aliento de vida amplia, comprensiva, salubre, que le permite abarcar considerables perspectivas humanas. Gracias a ello descubre en el alma regiones llanas y montañosas, fértiles y estériles, rientes y lúgubres, los más diversos elementos que se mueven guerra unas veces, prestándose a la larga armoniosa compensación.
En la naturaleza nada es inútil, ni siquiera la inutilidad misma. Nada se ingirió en este universo que no ocupe su lugar oportuno.
Ensayos, lib. III, cap. I.
Los vicios y las virtudes préstanse recíproca utilidad.
Los vicios ocupan su rango en nuestra naturaleza y su papel es el enlace de nuestra contextura, como los venenos sirven a la conservación de nuestra salud.
Ensayos, lib. III, cap. I.
¿Es un moralista o un químico el que así se expide? Es un químico de las emociones. La Rochefoucauld hace suyo el principio e integralmente lo asimila en una máxima celebrada por cuantos mencionan a Montaigne a oídas.
Los vicios entran en la composición de las virtudes, como los venenos en la composición de los remedios. La prudencia los combina y atempera, sirviéndose útilmente contra los males de la vida.
La Rochefoucauld: Máxima CLXXXII.
Poco espacio resta para que el determinismo psicológico de Taine establezca que el vicio y la virtud son dos productos, como el vitriolo o el azúcar…
Pero si Montaigne, propiamente hablando, no es un filósofo inmoralista, echa las bases y prepara los materiales con que han de servir otros espíritus en la adopción de esa disciplina. Cree, eso sí, a la manera de Goethe, que todo lo que pasa no es más que un símbolo. Somos creadores y destructores de símbolos. Apreciamos las cosas, no según ellas son, sino como logramos representárnoslas. Nuestra voluntad es relativa y engañosa. Se engaña a sí misma y de continuo le engañan los prejuicios seculares, los ídolos baconianos, herencia acumulada que transmitimos sin conciencia ni análisis. ¿Qué es lo que yo sé? –interroga Montaigne en el paroxismo de la desesperanza. Nada es cierto –afirma el alma gemela de Sánchez. El pirronismo es la verdad –responde el eco lejano de Pascal. Todos tres edificaron morada en el cruce de los cien caminos.
2
Gibelino para los güelfos, güelfo para los gibelinos
Fui despojado por todas las manos; para el gibelino era yo güelfo, y para el güelfo, gibelino.
Ensayos, lib. III, cap. XII.
Las pasiones, los fines del interés particular, la satisfacción del egoísmo son, en parte, lo más poderoso; fúndase su poder en que no respetan ninguna de las limitaciones que el derecho y la moralidad quieren ponerles, y en que la violencia natural de las pasiones está mucho más próxima del hombre que la disciplina artificial y larga del orden, de la moderación, del derecho y de la moralidad.
Hegel: Filosofía de la Historia, I.
Montesquieu establece un distingo entre las leyes de la naturaleza y las leyes civiles. Las primeras no andan siempre de concierto con las segundas. No se maridan ni se complementan, según de ordinario se cree. Como resultado de enmiendas sucesivas, las leyes civiles corrigen y desplazan a las leyes naturales, vertebrando un nuevo orden de cosas: el Estado, la sociedad, la familia, que han menester de una estructura jurídica para defenderse y conservarse. ¿Para defenderse de qué? Del retorno a la edad primigenia de la humanidad, al señorío de los instintos libres, al hervidero de las pasiones sin disciplina reguladora. Montaigne gusta de alejarse, en alas de la fantasía, hacia esos tiempos de moral selvática. Evócalos con facundia imaginativa en el capítulo De los caníbales, verdadero canto nostálgico de lo que pudo ser un mundo prístinamente inocente y venturoso:
Las palabras mismas que significan la mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, la detractación, el perdón, les son desconocidas. Cuán distante hallaría Platón la república que imaginó de la perfección de estos pueblos.
Ensayos, lib. I, cap. XXXI.
Es la edad de oro que por igual fascina a Shakespeare y hechiza a Cervantes con aquella su pintura que leíamos de niños, dilatado el corazón y balbucientes los labios: Dichosa edad, y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados. Es consuelo de presentes contrariedades el imaginarse pasadas venturas y perfecciones. Cada siglo ha tenido fatídico acopio de cuitas y miserias. Allá, como aquí, la lucha de contrarios –diría Gracián–. Allá, como aquí, el ir cada día muriendo de afanes irrealizables. ¡Vaya si la época de Montaigne es prodiga en afanes! Tantos y tan diversos son, que rebasan el alma desconcertada. Duelo y plañimiento por doquiera. Persecuciones, muerte, robo, sin ton ni medida. Los cárdenos crepúsculos confúndense con la tierra enrojecida de sangre fraterna. ¿Y las pretendidas leyes de la conciencia? ¿Y el imponente cuerpo de principios jurídicos y morales, de qué sirven y hasta dónde mejoran al hombre destinado a vivir en sociedad?
… Veo por nuestro propio ejemplo que la sociedad humana se sostiene y cose por cualquier suerte de medios. Sea cual fuere la manera como se los deje, los hombres apílanse y se acomodan removiéndose y amontonándose, cual los objetos dispersos que se meten en el bolsillo sin orden ni concierto encuentran por sí mismos medio de juntarse y emplazarse…
Ensayos, lib. II, cap. IX.
Las leyes que el hombre dicta llevan impreso el sello indeleble de sus pasiones arrolladoras. Las hay tan bárbaras como las costumbres que las determinan. De ser justas, serían incuestionables y universalmente aceptadas, como la bondad del sol o la influencia bienhechora de la lluvia que remoza y fecunda las entrañas de la tierra. Las leyes mismas que defiende la justicia no pueden subsistir sin alguna mezcla de injusticia (lib. II, cap. XX). La multiplicidad de las leyes es el mayor de los males que pueden aquejar a un Estado, porque la justicia tórnase embarazosa, complicada, oscura, y los jueces encargados de aplicarla incurren en diversas y contrarias interpretaciones. El Estado ideal sería aquel que lograra gobernarse con un número reducido de leyes claras, precisas, intergiversables. Escasa es la relación que guardan nuestras acciones, las cuales se mantienen en mutación perpetua con las leyes, fijas y móviles; las más deseables son las más raras, sencillas y generales: y aun me atrevería a decir que sería preferible no tener ninguna que poseerlas en número tan abundante como las tenemos (lib. III, capítulo XIII). Francia es víctima de su legislación profusa… en Francia tenemos más leyes que en todo el resto del universo mundo, y más de las que serían necesarias para gobernar todos los mundos que ideó Epicuro. Las querellas humanas suben de punto cuanto más empeño se pone en aprisionarlas en la red difusa de los códigos. Bien que hombre de toga y miembro conspicuo del Parlamento de Burdeos, la jurisprudencia y los jurisconsultos inspíranle escasa confianza en su eficacia pacificadora. No dijera Platón –y en Platón se fundamenta–, que es para un país provisión detestable la de jurisconsultos y médicos. Si las leyes son de temer cuando pecan por fijas e inmóviles, no menos peligrosas resultan cuando continuamente sufren mutaciones. Nada como las leyes está sujeto a más continua mutación; desde que yo vine al mundo he visto cambiar hasta tres y cuatro veces las de los ingleses, nuestros vecinos, y no ya sólo las políticas, lo cual sería menos peregrino, sino las que tocan a lo más importante que pueda existir sobre la tierra, a la religión… (lib. II, cap. XII). Las leyes naturales son más constantes y seguras. Naturaleza las procura siempre más dichosas que las que nosotros elaboramos, como acreditan la pintura de la edad dorada de los poetas y el estado en que vemos vivir a los pueblos que sólo disponen de las naturales (lib. III, cap. XIII).
Montaigne no ha logrado salir del cruce de los cien caminos. Allí está algo más que indeciso, crucificado, acribillado de dudas. Puesto que las leyes morales, cuya mira es el deber particular de cada uno en sí, son tan difíciles de establecer, como por experiencia tocamos, no es maravilla que las que gobiernan el conjunto lo sean más aún. Unas y otras albergan desconcertantes contradicciones y errores. ¿Por qué se acatan, entonces, si son hijas de la humana debilidad? ¿De dónde les viene el respeto que inspiran con ser tan caprichosas y discutibles? …se mantienen en crédito, no porque sean justas, sino porque son leyes, tal es la piedra de toque de su autoridad. Es el principio de autoridad, suerte de obediencia dogmática, el que nos mueve a rendirles soberana pleitesía. El estado de vasallaje mental en que vivimos nos regula los movimientos, nos limita el espacio para la acción, nos quebranta la voluntad si queremos enderezarla hacia la rebeldía. Pero Montaigne, que no sabe de sumisiones indefinidas, ármase caballero y arremete contra ellas y sus autores. A veces fueron tontos quienes las hicieron, y con mayor frecuencia gentes que, en odio de la igualdad, despliegan falta de equidad; pero siempre fueron hombres, vanos autores e irresueltos. Si los hombres las hacen y los hombres las aplican, harto se comprende el desorden y la corrupción que vemos en su promulgación y ejecución. Se nos gobierna con errores codificados. Nada hay tan grave ni tan ampliamente sujeto a error como en leyes. ¿Cómo dudar que hay en Montaigne un rebelde de buena y divina pasta, un denodado combatiente en lucha perpetua y desigual contra las cadenas que le aprisionan los miembros? El sentimiento de la libertad es dinámico en Montaigne. La libertad verdadera es ponerlo todo sobre sí mismo. Pero la libertad del espíritu, grande en él, se le viene a menos sin el disfrute pleno de la libertad material: Tan loco estoy de libertad, que si alguien me prohibiera el acceso de algún rincón de las Indias, viviría en algún modo contrariado; y mientras encontrara tierra o aire libres por otras partes, no me estancaría en lugar donde me fuera necesario ocultarme. Que no le reglamenten el entrar y el salir; que no vengan a buscarle para que tome partido en favor de esto o en contra de aquello. Que no le pidan cuentas de lo que piensa, de lo que afirma, de lo que duda. Santa paz es lo que pide frente al misterio de su vida trabajada por tan diversas y torrentosas corrientes. Cuando logre la suprema serenidad que ahora le falta andará entonces con otro paso. No le ha dado cima todavía a la revisión de todos los valores. En trance de examen prolijo han ido derribándose todas y cada una de las construcciones que se creían perpetuamente estables. La ciencia, la razón, la vanidad del hombre, la moral, la estructura jurídica de las sociedades, los prejuicios cristalizados en verdades comunes, las verdades deformadas en mentiras universalmente compartidas, han caído ya envueltas en densas nubes de polvo. Los escombros se apilan en el terreno, dificultando la marcha: cúpulas, arcos, columnatas, capiteles, frisos, arquitrabes, vasos, estatuas, pinturas murales, armas y armaduras, libros descompaginados, todo se amalgama y se pierde como las osamentas de un pueblo en el anonimato de un camposanto… ¿Qué hará después, cuando tenga conciencia de la ruina total? Antes de poner nada nuevo tendrá que aplanar la superficie intransitable…
II
Las leyes adquieren autoridad con el uso y el arraigo. Es peligroso referirlas al punto de donde emanaron. Ennoblécense rodando, como los ríos.
Preguntad al conservador de las ideas, principios y usos recibidos cuál es el juicio que le merece la disección que Montaigne lleva a término con tanto desenfado y vanagloria. Interrogad al hombre de ciencia, al juez, al pastor de almas que rinde culto a la intangible verdad revelada, al político que admira la constitución de su pueblo, al filósofo que pregona la armonía cósmica, al profesor que enlaza la ética con las leyes de naturaleza…, interrogadles, y todos a una evacuarán la consulta de la misma manera: Montaigne es un escéptico, un rebelde, un desdichado sin Dios ni religión, un demoledor de la estructura social, un apologista del caos, un moralista sin moral; vale decir, un ser que devora sus propias entrañas. Montaigne presiente el destino que le aguarda, columbra los dicterios que se le reservan. Él, más que ningún otro, sabe de antemano que será motejado de gibelino por los güelfos, y de güelfo por los gibelinos, según vaya enfocando la diversidad de matices, de aspectos, de transformaciones a que los hombres y las cosas hállanse sujetos. No es radiante el optimismo que se forja sobre la suerte de su libro:
… Si estos Ensayos fueran dignos de ser juzgados, bien podría ocurrir, a mi parecer, que no gustasen mucho a los espíritus comunes y vulgares, ni tampoco a los singulares y excelentes; aquéllos no los entenderían suficientemente y éstos los comprenderían de sobra. De suerte que podrían ir tirando entre las gentes de mediana inteligencia.
Ensayos, lib. I, cap. LIV.
No se descubre las virtudes que aseguran el éxito: Yo no acierto a gustar, regocijar ni cosquillear… …es el mío un ejercicio del cual debo esperar escasa recomendación y alabanza (lib. II, cap. XVII). Quien llevara a la más elevada gradación el autoexamen descarría no pocas veces cuando se aplica a sí mismo la métrica de los valores. Más exacto, más dentro de lo real y de lo justo estaría en el campo de enmendar la premisa si dijera, verbigracia: gusto, regocijo y cosquilleo a los espíritus libres; pero no gusto, ni regocijo, ni cosquilleo a los espíritus gregarios. Estos últimos son los que encasillan a Montaigne con los pensadores de estirpe revolucionaria.
Hay en Montaigne, es verdad, un revolucionario en estado potencial. Le oímos claramente cuando se queja de cuanto le rodea. Le sentimos luchar contra las ligaduras que le oprimen. Le vemos lanzar nutridas andanadas contra los valores que en su tiempo estímanse irreversibles. Lo es cuando guerrillea contra el imperio abrumador de las costumbres:
Quien pretende desembarazarse de este violento prejuicio de la costumbre hallará muchas cosas que, a pesar de estar aprobadas e indubitablemente recibidas, no tienen otro fundamento que la nevada barba y faz rugosa del uso que les ha dado su autoridad…
Ensayos, lib. I, cap. XXII.
Lo es cuando aconseja arrancarnos la careta que nos imponen en la hora de nuestro nacimiento y que llevamos, resignados, humildosos, vencidos, hasta el momento liberador de nuestra muerte: …arrancada esta careta, sentirá su juicio como trastornado y, sin embargo, llevado a situación más firme. Lo es cuando arremete contra la obligación de acatar las leyes: que el pueblo no comprende ni puede conocer, puesto que no están escritas ni publicadas en su propia lengua. Sigue siéndolo, hasta culminar en la soberbia, cuando lanza denuestos contra la realeza. ¿Qué es un monarca? ¿Por qué se le admira y obedece? ¿De dónde le viene la autoridad que deslumbra? No es Montaigne de los que se sienten disminuidos ante la corona y el cetro. No es mi razón la que se pliega, son mis rodillas. Y por eso, porque no se le pliega la razón, juzga a los hombres por el contenido espiritual, nunca por el continente envuelto y empaquetado. La exterioridad es engañosa y suele ocultar horrendas fealdades morales. Lo que se busca es el valor de la espada, no el de la vaina que la cubre… El pedestal no entra para nada en la estatua. Cuando la arrogancia guía los puntos de la pluma, Montaigne juégase todo entero. La persona del rey no vale más que la suya, ni vale más que la del oscuro labrador de los campos:
… si comparásemos un rey y un campesino, un noble y un villano, un magistrado y un particular, un rico y un pobre, preséntanse a nuestra consideración por extremos diferentes, y no obstante podría decirse que no lo son más que por el vestido que llevan.
Ensayos, lib. I, cap. XLII.
Mas con ser tantas las rebeldías de Montaigne, no dejan ellas de ser verbales. Su extraordinario temple de revolucionario –de no conformista sería más justo– altérase sustancialmente en la hora de la acción. Si alguien, luego de leerle y aceptarle al pie de la letra los más avolcanados preceptos, se atreviera a decirle: Mi buen señor, puesto que las leyes son tan malas como injustas, tan inmorales como bárbaras, ¿no cree usted llegado el momento de mudarlas?, de fijo que respondería malhumorado e inquieto: ¿Mudarlas a cambio de qué? Las leyes de mi tiempo no armonizan con los dones que Naturaleza prodiga, pero ¿qué legislador puede dárnoslas mejores y más sabias? El escepticismo le aconseja prudencia y moderación. Los pueblos viven siempre en estado pueril. No adelantan, ni se perfeccionan, ni se acuerdan sobre la mejor manera de vivir placenteramente. ¿Quién se inclina ante la cordura de Licurgo y de Solón? ¿De qué han servido las leyes de Platón y la medicina política de Aristóteles? ¿Cuál es la filosofía que sacamos de la experiencia de Roma, de su grandeza y decadencia que deberían sernos ejemplares? Somos incapaces de aprender en los demás nada que pueda contribuir a cimentar la dicha que en vano buscamos. Montaigne se repliega entonces sobre sí mismo. Las guerras civiles, cuyas vicisitudes sigue con el ánimo atribulado, acaban por madurarle la idea respecto de la falacia de las transformaciones sociales. Quien transforma, deforma, parece pensar. Cuantos buscan una existencia más llevadera en un nuevo orden de cosas, no meditan en los inesperados y nuevos motivos de pesadumbre. Los que alteran el orden de un Estado caen envueltos en su ruina; el fruto que el desorden acarrea no lo alcanza el que lo ha producido; unos baten y enturbian el agua para que otros pesquen a su sabor (lib. I, cap. XXIII).
Los hechos históricos de que es emocionado testigo dilatan el espíritu conservador de Montaigne. El misoneísmo sube de punto en razón directa con los horrores de la guerra. La novedad le estremece.
La novedad, sea cual fuere la manera como se nos muestre, me repugna, y razones múltiples me asisten para ello, pues he visto en muchas ocasiones sus efectos desastrosos. La que nos empuja de tantos años acá no ha producido aún todos sus efectos, pero puede asegurarse que ha ocasionado y engendrado las ruinas y males que después han acaecido y han pesado sobre todos. Sólo ella es la responsable.
Ensayos, lib. I, cap. XXIII.
En otra parte dirá: Este ávido capricho de cosas nuevas y desconocidas, como quien denunciara la pendiente resbaladiza, que se debe a todo trance evitar. ¿No lo siente él, acaso, en lo más recóndito ese ávido capricho cuando echa a andar por los caminos que llevan a Suiza, a Italia, a Alemania? Su amor de los peregrinajes, ¿no es amor de cosas nuevas o nunca reflejadas en sus curiosas pupilas? Claro que sí. Y aquella apasionada dedicación a los relatos de Gómara y de otros historiadores de Indias, ¿no obedecían al encendido deseo de penetrar en cosas nuevas y desconocidas? Desde luego. Pero Montaigne alude a la contextura de las instituciones políticas que, buenas o malas, no han de tocarse, por ser ellas un legado de la tradición. Hay duda grande sobre si puede cambiarse una ley recibida hallando en el cambio mejora, o si el mal aumenta con la reforma. He ahí nítidamente reflejada la mentalidad conservadora. Se basa en un temor y se atina a justificar con una verdad de substancia refranera: que el mal más añejo y mejor conocido es siempre más soportable que el reciente e inexperimentado (lib. III, cap. IX). ¡Cómo se vuelve güelfo para los gibelinos! ¡Cómo muda de piel el intrépido derribador! Después de habernos llenado de escombros la ruta que habíamos de seguir sin tropiezos se amedrenta, vacila y calcula las consecuencias de echar por tierra el edificio político: …un gobierno es como un edificio que se compone de diversas partes unidas y amalgamadas de tal suerte, que es imposible sacar una de su lugar sin que las demás se resientan (lib. I, cap. XXIII). Cuidado entonces con la mano que gusta de quitar y poner. Empero, el símil es de peso baladí, pues que nada envejece tanto como un edificio. ¿No reparaba Montaigne las torres, los ventanales, los puentes, las vigas de su castillo? ¿No le agregaba nuevas dependencias para acomodarlos al bienestar de sus moradores? El temor de perecer bajo las ruinas de la propia vivienda venida a menos por obra del tiempo, de igual suerte cabe experimentarlo cuando se trata del edificio social y político. Nada trastorna tanto un Estado como las innovaciones –tornará a decir–. El cambio da ocasión a la injusticia y a la tiranía. Lo más que en su sentir puede hacerse es apuntalar la estructura que amenaza desplomarse:
Cuando alguna parte del edificio se conmueve puede apuntalarse; podemos oponer nuestras fuerzas a fin de que la adulteración y corrupción natural a todas las cosas no nos aparte de nuestros comienzos y principios; mas el intentar refundir una masa tan imponente y el cambiar los fundamentos de un edificio tan enorme corresponde a aquellos que, en vez de limpiar, despedazan a los que quieren enmendar los defectos particulares con la confusión general y curar las enfermedades matando.
Ensayos, lib. III, cap. IX.
Revolucionario en lo moral, conservador en lo político. Esta duplicidad enervante, que nadie mejor que él reconoce y acusa, débese a los dos hombres que alientan en su espíritu y que continuamente le aconsejan las más diversas y dispares actitudes. Si el uno quiere la guerra, el otro busca la paz. Y como nunca aciertan a comprenderse ni a tolerarse, deciden, finalmente, encenderle un velón al diablo y otro a San Miguel… Con todo, en lo político, es San Miguel quien le gana la partida al diablo. Dejemos las cosas como están –opina resignadamente Montaigne–. No perdamos el tiempo con discusiones ociosas. Estas grandes y luengas discusiones sobre la sociedad ideal, y sobre los preceptos más cómodos, para sujetarnos, solamente son propias para el ejercicio de nuestro espíritu. Hay una verdad filosófica y una verdad práctica. La verdad filosófica nos remonta hacia concepciones ideales, inmaterializadas, de alba pureza imaginativa, sin maridaje posible con la otra, subalterna, grosera, terrena. Por esta última se decide cuando debe optar por el mejor gobierno: No por la opinión admitida, sino conforme a la verdad más estricta, el más excelente y mejor gobierno para cada pueblo es aquel bajo el cual se ha mantenido: su forma y comodidad esencial dependen del uso (lib. III, cap. IX). Presume Montaigne con ello que el gobierno responde a la íntima naturaleza de cada pueblo. Los pueblos que están habituados a la libertad y por sí mismos a gobernarse estiman monstruosa toda otra forma de gobierno, y entienden que va contra naturaleza (lib. I, capítulo XXIII). Filosofía política que cimenta el más rudo determinismo: la costumbre y la dificultad de cambiar los usos recibidos imponen la sumisión a las reglas que se nos transmiten. Inclinarse, no erguirse. Obedecer con paciencia oriental: …en los casos extremos, en que todo se agita en el mayor desorden, quizá fuera mejor bajar la cabeza y resignarse un poco al golpe… valdría más acomodar las leyes a lo que pueden, puesto que no pueden todo lo que quieren. Las transformaciones violentas se condenan implícitamente. ¿Y la libertad que tanto ama Montaigne? ¿Y la crítica que ejerce en grado superlativo? ¿Cómo conciliar la libertad con la obediencia, y de qué sirve la crítica que no se condensa en actos trasmutadores de lo existente? …el verdadero filósofo guarda su libertad en su fuero interno para juzgar libremente de las cosas; mas cuanto al exterior, sigue ciegamente las maneras y formas aceptadas. Otra vez el velón para el diablo y el velón para San Miguel. Estarse en casa recoleto. Huir de las agitaciones externas para salvar la paz interior. ¿Pero acaso tuvo Montaigne paz interior durante las guerras civiles? No, no la tuvo, no la pudo tener. La serenidad viene de fuera hacia dentro, tanto como de dentro hacia fuera: son inseparables y se condicionan hasta la muerte.
3
El soberano sin soberanía
Tampoco enmiendo mis primeras fantasías con las segundas; si alguna vez me ocurre cambiar alguna palabra, lo hago para modificar, no para suprimir. Quiero representar el camino de mis humores para que cada parcela sea vista en el instante de su nacimiento…
Montaigne: Ensayos, libro II, capítulo XXXVII.
Por el camino de sus humores venimos siguiéndole. Tan de cerca llevamos el rastreo, que nada o poco se nos escapa, con ser huidera esta alma tornadiza. Asistimos a un reiterado desposorio de luces y sombras, de afirmaciones y negativas, de rebeldías y obediencias. Él lo sabe, lo ve, lo siente. Montaigne es un ser perfectamente inestable. Caleidoscopio, camaleón o Proteo, rara vez se reconoce a sí mismo. Ningún espejo le devuelve su silueta, porque al tiempo de mirarse ha cambiado ya. Es un mago para contradecirse. Lo dicho en cierta circunstancia le tiene sin cuidado si ha menester sentar una premisa opuesta. Y no se avergüenza por ello. ¿Por qué ha de avergonzarse? La contradicción es humana, saludable, renovadora. Es fruto de los espíritus ricos en antagonismos interiores. Los que jamás llegan a contradecirse son como las tierras pobres, de las que no es dable obtener más que de un cultivo. La obstinación y el ardor de la opinión son las más seguras muestras de estupidez: ¿hay nada tan resuelto, desdeñoso, contemplativo, grave y serio como el asno? (lib. III, cap. VIII). Y, sin embargo, vivimos entre obstinadas gentes que nos miran con ojeriza por el crimen nefando de no pensar como ellos. Antaño cortábase una cabeza en nombre de la Santísima Trinidad o en obsequio al examen de conciencia. Nos amenazan hogaño con otras torturas si perseveramos en la fantasía de creer que el hombre sirve para otra cosa fuera de la obediencia. Obstinados son los que mandan: obstinados en mandar hasta el trance supremo de obstinarnos a obedecer…
Acaso por ello domina Montaigne sus rebeldías y por el efecto corrosivo del hechizo pirroniano que le mueve a pensar si hay, en efecto, alguna idea divina o humana que merezca el holocausto de una vida humilde o altanera. El sacrificio de Sócrates, de Séneca, de Jesucristo, de Miguel Servet, son cuatro iniquidades que rebajan hasta el cieno la condición de hombre. Mas para la moral desencantada de Montaigne, en tanto error incurren los sacrificadores como los sacrificados. Unos y otros obstínanse en grado superlativo. El hecho de que las víctimas sean éticamente superiores a sus victimarios, exímeles de toda indignidad en la renuncia. No claudica quien, como Galileo, mantiene intactas sus convicciones. Si le obligan con el terror de la hoguera a renegar de sus postulados científicos, no por ello deja de creer que la tierra gira en torno del sol. Montaigne no llega a esta conclusión cobarde: no lo dice ni recurre a los ejemplos mencionados, pero culmina irremisiblemente en ese corolario, cuando pregona que una vida vale más que una idea. Si la verdad de hoy es la mentira de mañana; si lo que damos por cierto es oculta mentira o el más insignificante aspecto de la verdad multiforme y cambiante, ¿qué valor pueden tener los sacrificios que se consienten por ideas que ellas mismas nos abandonan, cuando nosotros no las abandonamos a ellas? Con un temperamento saturado en la duda universal, en la duda de lo que somos y seremos, en la duda acerca de la perdurabilidad de lo que pensamos cada día no caben esperarse construcciones definitivas. Montaigne lo presiente con profunda agudeza. Para optar por algo hay que definirse, clarificarse, disciplinarse. Los partidos políticos, las sectas religiosas, los sistemas filosóficos, son otras tantas disciplinas que el hombre busca con apremio irresistible. Mas para alistarse al servicio de tal o cual causa, de este o aquel sistema, urge trazar límites de separación. Montaigne siéntese incapaz de trazar el menor límite entre él y sus semejantes, porque siempre descubre rasgos propios en la ajena idiosincrasia. Tiene tantas opiniones, y tan contrarias y enemigas entre sí, que nunca le faltan medios para comunicarse y reconciliarse con los que militan en opuestos bandos: no odio las fantasías contrarias a las mías… poseo maneras de ser y opiniones en tan gran número como para desagradar a mi hijo si lo tuviese…
La tolerancia es fruto del concepto relativista según el cual la verdad no es patrimonio exclusivo. Lo que sentimos, lo que pensamos, lo que nos conviene, es nuestra verdad, sin que lo sea, sin que pueda serlo para el vecino venido al mundo con otra visión interior y exterior. Si la verdad fuera una, incuestionable y convincente como las leyes físicas y matemáticas, no cabrían las múltiples interpretaciones que de ella hacemos. Alumbraría para todos, como el sol, cuyo imperio existe hasta para los ciegos. En este sentido, la tolerancia de Montaigne es infinita. Acepta a los hombres como son y no como él quisiera que fuesen. Los acepta, es decir, filosóficamente los tolera, ante la imposibilidad de tallarlos a su semejanza o de meterse en la piel de los demás. Pero tolerar no significa claudicar, según lo creen los espíritus dogmáticos y unilaterales. …cuando mi voluntad me entrega a un partido, no lo hace con tal violencia que mi entendimiento se corrompa. El entendimiento se corrompe cuando le asigna todas las virtudes al amigo y todos los vicios al adversario:
En los presentes disturbios de este Estado el interés propio no me llevó a desconocer ni las cualidades laudables de nuestros adversarios ni las que son censurables en aquellos a quienes sigo.
Ensayos, lib. III, cap. X.
Un tal pensamiento elevaría moralmente al hombre político que se atreviese a expresarlo y practicarlo. Daría muestras de una capacidad de comprensión ilimitada, de una hidalguía ejemplar, de un fondo límpido y generoso, difícil de hallar en las vidas segundonas. Pero no sería político, claro que no sería político, por los riesgos incalculables que correría en los sombríos avatares de las luchas cotidianas. Para la masa amorfa de sus legionarios sería un blando, un complaciente, un experto en debilidades y traiciones. Sería gibelino para los güelfos y güelfo para los gibelinos. El político se expide de muy otra manera. No admite la inteligencia, la nobleza de miras, el temple acerado fuera de sus propias filas. Rendirle homenaje al adversario valdría tanto como suicidarse ante la mirada estupefacta de sus corifeos. Sólo Montaigne, en plática serena con su conciencia, puede derramarse en esa suerte de extravagantes preceptos…
Todos adoran lo que pertenece a su bando: yo ni siquiera excuso la mayor parte de las cosas que corresponden al mío: una obra excelente no pierde sus méritos por liquidar contra mí…; me entrego resueltamente al más sano de los partidos, pero no deseo que se me señale especialmente como enemigo de los otros y por cima de la razón general.
Ensayos, lib. III, cap. X.
De fijo que no se le conocían estas particularidades cuando sus paisanos le llevaron a la Alcaldía de Burdeos. Si le hubiesen husmeado que no se estimaba –y tampoco a los suyos–, por cima de la razón general, habríanle dejado en Venecia o en Roma con la suma de sus placeres egoístas. Impolítico a carta cabal. Hombres de semejante contextura deben quedarse en casa para decir y hacer cuanto les venga en gana. Ya se ha visto lo que se atreve a decir de las leyes, injustas, inmorales, malas, y lo que no es capaz de hacer con ese legado de iniquidades. Sí, son deplorables, pero que nadie las toque, porque nadie es capaz de enmendar la humana condición: Aquí tornamos el enredo de las opiniones contrarias que aletean en el espíritu de Montaigne y que por el abigarrado número de ellas no sólo disgustarían a su propio hijo, en el caso de tenerle, sino que también a cuantos exigen consecuencia, determinación y enlazamiento lógico entre el pensamiento y la acción. La época que le ha tocado en suerte es de las peores, en su concepto, que ojos de mortal hayan logrado contemplar. El desquiciamiento es desconcertante. Las costumbres desconocen reglas reguladoras y no hay exceso que no se cometa ni licencia que no se tolere. Vivimos en un mundo donde hasta la lealtad de los propios hijos se desconoce. La guerra civil, contrariamente a las finalidades políticas y religiosas que los combatientes le asignan, encubre pasiones que repugnan a fuer de subalternas. En el paroxismo de la anarquía desaparecen los derechos primarios: la inviolabilidad de las personas y de los domicilios, el respeto de los bienes ajenos, el honor de las familias. La embriaguez de sangre es sólo comparable a la sed de codicia. La crueldad alcanza alturas de inhumana expresión. Montaigne sabe de adversarios a quienes se les han arrancado los ojos o que han sido enterrados vivos. Quien en nuestros días no es más que parricida y sacrílego, júzgase como hombre de bien y de honor. En cuantos le rodean, en la cumbre o en el llano, no encuentra rasgos diferenciales: estupidez bestial y asnería funesta. Con tales hombres no puede esperarse un estado de cosas apetecible.
Cuesta creer, y entre otros Sainte Beuve (Causeries du lundi, t. IV, págs. 84-85), que en esa época no alentaran almas superiores. El contemporáneo suele ser mediano juez de las actitudes de sus coetáneos. Acaso débase esa deficiencia a la falta de perspectiva que los hombres, como las obras de arte, han menester para su cabal valoración. Montaigne presiente la probable falla de sus juicios, cuando confiesa:
Quizá el continuo comercio que mantengo con el espíritu de los antiguos y la idea de aquellas hermosas almas de los pasados siglos me haga encontrar repugnancia en los demás y en mí mismo…, o también puede ser la causa lo que en realidad acontece: que vivimos en un tiempo que no produce sino cosas bien mediocres, de tal suerte que yo no conozco nada que sea digno de grande admiración.
Ensayos, lib. II, cap. XVII.
El hombre integral es lo que busca Montaigne en Francia, la síntesis de las cualidades arquetípicas, el héroe o el santo, el artista del Renacimiento, el Leonardo de Vinci que todo lo sabe, lo resume y anticipa. Lo único que encuentra son seres fragmentarios, grandes en un rasgo, ricos en un aspecto. Conozco bastantes hombres a quienes adornan algunas prendas dignas de alabanza: quien tiene un espíritu lúcido, tiene un corazón generoso; quien está dotado de habilidad, otro de conciencia sana; en otro es el lenguaje lo más estimable, en algunos el dominio de una ciencia y en otros el de otra; mas hombre grande en todo, que posea juntas tan hermosas prendas, o una en tal grado de excelencia que merezca admirársele o comparársele con los que del tiempo pasado honramos, la fortuna no me ha hecho ver ninguno. El paralelismo con el tiempo pasado le obsede y anubla el juicio en la misma intensidad y proporciones que a los moradores de Grecia y Roma. De seguro que los jueces de Sócrates no vieron en su alma el dechado de virtudes que a Montaigne conmueven. Las vidas biografiadas por Diógenes Laercio y Plutarco no son tan impolutas como a través del tiempo se nos aparecen. Abundan en ellas las miserias e imperfecciones propias de todo hombre y de toda edad. La endeblez de Montaigne cuando entra a opinar sobre las personalidades de su siglo, destácase bien a las claras en el ditirambo que hace de La Boëtie: el más grande que haya conocido a lo vivo, el mejor nacido, fue Esteban de la Boëtie. Era éste, a no dudarlo, un alma enteriza, que mostraba un semblante hermoso invariablemente, un alma a la vieja usanza que hubiera realizado grandes empresas si el destino lo hubiese consentido… ese juicio de Montaigne me hace sonreír, observa Sainte Beuve. El crítico trae a cuenta de seguida algunos ejemplos de personalidades representativas, notoriamente superiores a la de La Boëtie y que no le van en zaga a la del propio Montaigne. Pero ¿hasta cuándo puede dársele crédito al empedernido en la contradicción? Sainte Beuve no repara que a hojas vuelta, en el mismo capítulo, Montaigne modifica el aserto sobre la mediocridad. Es él quien nos dice que los hombres más notables… en lo tocante a la guerra y a la capacidad militar fueron el duque de Guisa y el mariscal Strozzi. Es él quien rinde tributo, entre las personas superiores y de ejemplar virtud, a Olivier y L'Hospital, cancilleres de Francia. Y agrega:
Paréceme también que la poesía ha gozado buen renombre en nuestro siglo; hemos tenido numerosos y buenos artífices en ese arte… Creo que la poesía francesa ha subido al grado más preeminente a que jamás llegará; y en los géneros en que Ronsard y Du Bellay sobresalen, entiendo que apenas se apartan de la perfección antigua.
Ensayos, lib. II, cap. XVII.
No faltaron, en consecuencia, hombres de reconocida capacidad para organizar los asuntos de la vida pública con inteligencia y moderación. Les conoció Montaigne, supo frecuentarles y en más de una circunstancia tomó el partido político de aquéllos. Empero, no todos los acontecimientos que la historia registra son frutos de la voluntad. Hay hombres que hacen historia, aunque, con más frecuencia, son circunstancias inesperadas las que logran templarlos y encumbrarlos. Abundan los hechos que se producen por obra de un fatalismo o determinismo imperativo, con múltiples agentes y factores extraños e imprevistos. Se les sigue sin resistencia, como se sigue la corriente caudalosa de las aguas. El espíritu parece no pocas veces en esa marcha a ciegas, a saltos en la noche, a tontas y a locas. El determinismo es para el siglo xix lo que la fortuna para los pensadores del siglo xvi. Según eso, los hombres son hijos del acaso, y llevan a término una ínfima parte de lo que el azar, fuerza oculta y generadora, realiza por sí mismo plena, copiosamente. No sólo en la Medicina, sino en otras artes más seguras, la fortuna tiene siempre una buena parte… En cuanto a las empresas militares, cualquiera puede ver cómo la casualidad tiene en ellas buena parte (lib. I, cap. XXIII). Las invocaciones a la fortuna, independiente de la voluntad y de la inteligencia, sucédense a manera de leit motiv en los Ensayos.
Y grande cuenta diéronse de ello los inquisidores del Santo Oficio romano cuando sometieron a examen el libro. Un cierto husmillo a fatalismo, a herejía, a pagana inclinación debieron de encontrar en la ausencia de hálito providencial. No es Dios el que guía nuestros pasos, el que nos depara dichas y desventuras. El Cosmos rígese por leyes ineluctables, ininteligibles, oscuras, que elevan o sepultan. Allá vamos, sin saber cómo ni adonde, inciertos, vacilantes, fantasmales…
Considera Montaigne, de igual modo, que el gobierno de la sociedad no siempre incumbe a los más esclarecidos valores. Las medianías cuentan, por anticipado, con el favor colectivo, porque el pueblo, cuando se le consulta, gusta de elegir ejemplares afines, es decir, busca símbolos que traduzcan su naturaleza llana y simplista. Nada sabíase por entonces del sufragio universal –el sufragio universal de la universal ignorancia, según la desencantada sentencia–; pero algo barruntábase en lo que concierne a gobernantes y gobernados. Erasmo, en los Adagios, deja escapar aquella impertinencia sublime de rebelde consumado e inconsolable ante la ausencia de jerarquías experimentadas. Compulsad la historia antigua y moderna –dice–, y apenas hallaréis dos príncipes que por su ineptitud no hayan atraído los mayores males sobre la humanidad… ¿Y a quién quejarse sino a nosotros mismos? ¡No confiamos el gobierno de una embarcación sino a un experimentado piloto, y el gobierno del Estado lo ponemos en manos de cualquiera! Montaigne sabe de esto tanto como Erasmo. Sabe que el gobierno no es asiento de omniscientes. Y lo expresa, no sin desgarrada amargura, como cuando el alma guarda malamente un rencor que rebasa hacia la superficie. Considérese quiénes son los más pudientes en las ciudades y quiénes los que mejor cumplen con su misión; se verá ordinariamente que son los menos hábiles. Sucedió a las mujerzuelas, a las criaturas y a los tontos el mandar grandes Estados al igual de los príncipes más capaces; y acierta mejor (dice Tucídides) la gente ordinaria que la sutil (lib. III, capítulo VIII). De no esgrimir la farsa con fines de enmienda moral –castigat ridendo mores– cabría señalar los dos despropósitos que campean en la sentencia. ¿Cómo aliar, en efecto, la mínima habilidad con la máxima eficiencia, y la ventaja, para el acierto, de la ordinariez sobre las cualidades sutiles? El hecho de que la política, por lo general, sea oficio de mediocres, y como ninguna otra empresa se presta a dorar las más pasmosas pequeñeces, no autoriza a la renuncia de la acción. Hemos nacido para la acción, proclama en otro momento, con mayor cordura y renovado optimismo. Pensaría en César, de seguro, o en los esclarecidos animadores de pueblos, cuyas vidas alaba y presenta a la pública consideración. Si los más aptos aíslanse, ¿cómo ha de extrañar que la humanidad se someta al gobierno vacilante de los ancianos o a la impericia criminal de los tontos? Abstenerse de participar en la vida política, si no es delito, culmina en una falla moral:
El mantenerse oscilante y mestizo o guardar la afección inmóvil sin inclinarse a uno ni a otro lado en las revueltas de su país y en las públicas divisiones, no lo creo bueno ni honrado.
Ensayos, lib. III, cap. I.
Así lo entiende y lo practica cuando se inclina decididamente a la causa de Enrique IV, su señor y amigo. Y tanto más valor tiene el precepto en quien, como él, reconoce que no son de mi cuerda las ocupaciones públicas. Esta vez, como siempre, dice verdad. Se ausculta, se atisba en el curso de sus arremolinados soliloquios. Fáltanle dones esenciales, dones y defectos, para destacarse con el volumen propio del hombre político. La multitud le corta las alas de su tardío entusiasmo. La multitud me empuja hacia adentro (lib. III, cap. III). A diferencia de otros que halagan al pueblo para ser halagados, Montaigne piensa que la buena estima del pueblo es injuriosa (lib. III, cap. II). Reminiscencia clarísima de Séneca cuando estampa en De Vita Beata: Tal es la opinión de la mayoría, pues por eso mismo es la peor de todas. Las cosas humanas no tienen la buena fortuna de que lo mejor plazca a los más; antes al contrario, la aprobación de la multitud es indicio de que la cosa es mala. Habituados a recogerse, los pensadores de la talla de Montaigne miran con ojos azorados a la multitud, habituada a desbordarse. El suave Spinoza, no obstante su tácito reconocimiento de ser la democracia el sistema más razonable de gobierno, no podía admitir que el número, por sí mismo, fuera capaz de engendrar la virtud ni la sabiduría: El humor caprichoso de la multitud lleva a la desesperación a los que toman contacto con ella, porque la multitud se gobierna con emociones, no con la razón.
La política de Montaigne es teórica, no práctica. Busca el orden y el respeto de las tradiciones. Desconfía de los retóricos, de Cicerón, en primer término, y de cuantos padecen de la comezón de hablar. No se le oculta la ficción de la soberanía popular: los pueblos presumen fácilmente de soberanos (lib. III, cap. VI). Un iluso, en suma, el pobre pueblo, una fuerza imaginativa y emocional, un candoroso soberano sin soberanía… O, para decirlo todo con las palabras del sombrío José de Maistre: El pueblo, niño incapaz, eterno ausente de las resoluciones y sólo presente para cumplirlas. Montaigne no tiene alma para engañar a ese niño, ni ese niño tendría razón suficiente para comprender la tragedia de la duda en el espíritu de Montaigne. Que se lancen a la acción, entonces, los que han nacido con la energía indispensable para enfrentar los obstáculos. Montaigne se limitará a dar consejos cuando el monarca navarro se encuentre bienhumorado. Y cuando no quiera saber nada de él, recogerase más en lo hondo de la soledad; desde ella contemplará el notable espectáculo de nuestra muerte política. Bello, bellísimo escenario, porque la muerte, para el filósofo, es el comienzo de nueva vida.