El Estudiante. Semanario de la Juventud Española
Madrid, 6 de diciembre de 1925
 
año I (2ª época)
número 1 · página 2

[Alfredo Lorenzo Palacios]

A los Estudiantes españoles
 

Con extraordinaria satisfacción publicamos la carta que dirige don Alfredo L. Palacios, maestro de las Juventudes hispanoamericanas, a los estudiantes españoles, como contestación a un mensaje que hubimos de enviarle, entusiasmados con su labor de aproximación en los pueblos de habla española. Entre las voces que podamos recibir del otro lado del mar, es ésta del doctor Palacios, por su calor y aliento, una de las que más eficazmente puede alentarnos en nuestra labor emprendida. Como Vasconcelos, Alfredo L. Palacios representa para el mundo americano el educador abnegado, que tiende, en todos sus actos y palabras, a la unión de todas las Repúblicas de habla española y a un mayor acercamiento, por la cultura, de aquellas Repúblicas a España. La carta del doctor Palacios, tan atinada y hermosa en su intención, nos hace recordar la personalidad de este hombre admirable que, desde su cátedra, en la Universidad de La Plata, ha sabido extender su ciencia en beneficio de los ideales más puros de la Argentina. Así de fructífera vino a ser su labor como diputado socialista, e igualmente beneficiosa es su obra como escritor. Alfredo L. Palacios representa uno de los valores más extraordinarios de América, y, reconociéndole de esta forma, publicamos su carta, orgullosos al vernos favorecidos por la atención y afecto de un maestro tan ejemplar y culto.

Jóvenes universitarios españoles: Estamos en los albores de un nuevo día, en que nuestra raza deberá decir al mundo su palabra, portadora de un mensaje de justicia y de fraternidad, que eleve a planos más altos el sentido y el objeto de la vida colectiva.

Del uno al otro extremo de los pueblos en que se habla lengua ibérica corre un estremecimiento juvenil, se oyen augurales voces que anuncian tiempos nuevos y nos llaman a la unión y a la lucha por nobles ideales. América despierta y se dispone a conquistar nuevos lauros en los campos fecundos del espíritu. Yérguese la juventud, anhelando ensanchar los horizontes. A las voces sombrías de pesimismo, de amargo desaliento y homicida rencor que nos llegan de Europa, contesta el alma de nuestra América con un grito juvenil de fraternal esperanza y de anhelo justiciero. Empezamos a sentir la pujanza que alienta en nuestros pechos y las grandes posibilidades que a nuestros pueblos aguardan. Percibimos voces misteriosas que vienen de lo profundo de la tradición de nuestra raza y nos incitan a intervenir en los destinos del mundo. Habíamos vivido absortos en nuestras luchas, desconocidos y aislados, al margen de la historia. Pero la guerra mundial resonó cual violento aldabonazo en nuestras almas dormidas. Vimos al final de la contienda que en aquella hoguera se había inmolado a la humanidad en aras de la codicia. Comprendimos que estaban emponzoñadas las aguas de la cultura y que el veneno brotaba de las mismas fuentes del conocimiento.

Sobre el alma europea no ha impreso huella alguna la terrible lección y el mundo sigue marchando por los mismos carriles destructores, incubando en su seno otras contiendas. Si volvemos la vista al norte de este nuevo continente, observamos las mismas codicias y pasiones primarias que encendieron la conflagración del exterminio. Advertimos, asimismo, que avanza ya sobre nosotros el poder avasallante de este nuevo Moloch, unciendo nuestros pueblos a su carro de muerte; que aún antes de producirse otra nueva querella universal, en la que perecería la civilización de Occidente, puede ser subyugada nuestra raza y convertida en ciego instrumento del capitalismo, disfrazado con la máscara tentadora del progreso material. Y he aquí que surge en el alma de la juventud el ímpetu del heroísmo tradicional y en su espíritu clama la libre voz de América. Alzase en el corazón de la América española la augusta sombra de Alonso Quijano el Bueno, inspiradora de sus mayores, y entendemos que, por fin, ha llegado nuestra hora. Que ha llegado la hora en que debemos convertirnos en una sola fuerza incontrastable que tuerza los destinos inhumanos y suicidas a que nos arrastra la civilización materialista de Occidente e imponga al mundo un sentido más alto de la vida y restablezca los fines superiores de la humanidad.

Para esta nueva cruzada os llamamos, españoles. No es menos grande y transcendental que la hazaña del descubrimiento y la conquista del nuevo mundo. Bien merece que el alma de la raza despierte de su sueño secular y tome nuevamente entre sus manos la trama de la historia para tejer un destino que haga bellos, gloriosos y fecundos los caminos del hombre. Nadie en el mundo siente tan hondamente como nosotros el imperioso llamado de tan sublime ideal. Hace siglos que viene elaborándose en la recóndita entraña de nuestra vida común. Parodiando al Manco de Lepanto, podemos exclamar: «Para nosotros estaba reservada esa empresa.»

Alzad la vista, españoles. Levantad el corazón a la altura de las grandes resoluciones históricas. Romped el muro de sombra que os aísla. Poned vuestra alma en contacto con el alma americana, que encarna los ideales de la nueva humanidad, y sentiréis renacer vuestros ímpetus antiguos. Vuelvan de nuevo a correr las vivificantes aguas de gesta del Romancero.

Que un aliento de heroísmo y renacimiento humano por la libertad y la justicia circule sobre los mares y abrace dos continentes. Y lograremos trocar en realidad la profética visión de nuestro inmortal Darío, en su «Salutación del optimista»:

Un continente y otro renovando las viejas prosapias,
en espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua,
ven llegar el momento en que habrán de cantar nuevos himnos.

Seguimos nuestro camino hacia la nueva fraternidad y los grandes ideales que estamos elaborando, y aguardamos vuestros hechos, jóvenes españoles.

Alfredo L. Palacios.

Buenos Aires

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