El Estudiante. Semanario de la Juventud Española
Madrid, 6 de diciembre de 1925
 
año I (2ª época)
número 1 · página 1

Al reaparecer
 

Después de un silencio de tres meses, aparece nuevamente El Estudiante, ahora en Madrid. Viene de Salamanca. En ésta comenzó a esparcir nuestra Revista esperanzas y entusiasmos, y como quiera que para la propia vida de este semanario precisábamos buscarle lugar adecuado, emplazamiento conforme a la intención de sus voces, decidimos asentarlo en Madrid, donde aquellos nuestros más fervientes deseos pudieran irradiar, con favorable viento, a todos los lugares de España y América. Se trata, pues, del mismo semanario de antes, robustecido ahora por una labor tenaz, enérgica y apasionada. La misma voz, pero más recia, segura con el aplauso que le prestaran las propias juventudes americanas y españolas.

Si hubiéramos de definir la intención de este semanario, en atención a sus más hondas ambiciones, concluiríamos por afirmar, en último término, que El Estudiante vuelve a la publicidad con el deseo explícito de crear necesidades. Siempre hemos observado cómo las tres cuartas partes del espíritu de cada español, como filtradas, se pierden sin remedio. No caben en el español otras preocupaciones que las que no vengan a favorecer su medro terrícola. Aparte las necesidades comunes, así al sabio como al labriego, el español parece ajeno a otras inquietudes que debieran serle tan torturantes, por lo menos, como las que le obligan al propio medro personal. Diríase que el español es, en el fondo, un hombre sin necesidades, espíritu de vida estrecha, corta, limitadísima, que arroja una mirada indiferente sobre todo aquello que no cae, con favorable celeridad, sobre el plano de sus crasas conveniencias sensoriales. España, país del Quijote, es el país más sanchopancesco del mundo, precisamente, y el español naufraga allí donde comienza la pura vida espiritual. Estamos por asegurar que, en la mayoría de los casos, naufraga mucho antes. Cuando se trata de un ideal social, por ejemplo, es seguro que un hombre corriente no ha de ver en aquél, sola y exclusivamente, una pura ilusión, es decir, un conjunto poético, una bella exaltación de justicia –abstracción ésta no saldría del plano puramente espiritual–; no, cuando el hombre corriente se coloca frente a un ideal social, observa y sopesa, primeramente, las conveniencias de aquella norma, su utilidad. Sobre ésta se eleva, acaso, a exaltación frenética, que le empuja, a la postre, al acto arriesgado y temerario. Hay, pues, de una parte, deseo de mejorar, de pasar a mejor situación, y de otra, como consecuencia de aquel deseo, exaltación, espiritualidad, anhelo que llega a perder de vista, a veces, la propia fuente de conveniencia de que nace. Pues bien: tratándose del español, no es que éste haga alto a la sola proximidad de aquella exaltación, es que no llega siquiera a observar y sopesar los materiales intereses de una norma, y ello porque no le interesa, y no le interesa, en último término, porque no siente necesidad de otra clase de vida.

Esta ceguera y sordera del español para aquellas cuestiones que debieran tenerle alerta, se nos ofrece mucho más lamentable cuando venimos o observarlas, con frecuencia desdichadísima, en nuestros propios compañeros, los estudiantes. El estudiante mira a su Universidad, por ejemplo, de la misma manera que miró cuando niño, hace años, al Instituto; es decir, con indiferencia e ignorancia pueriles. Pasa por las aulas con un infantil y desapoderado deseo de «aprobar». Vive, en realidad, el estudiante, ajeno a la Universidad, al maestro y al libro. Cierto que el maestro y el libro son en España –salvo admirables excepciones– como para vivir ajeno a ellos; pero es cierto también que si el estudiante no fuera tan infantil como es, y se allegara a la Universidad con otras intenciones, acaso hubieran comenzado a cambiar las cosas –al menos, en el terreno que más de cerca le interesa al estudiante: en el de la enseñanza universitaria. Aquel espíritu indiferente, visible en la mayoría de nuestros compañeros, muéstrase idéntico ante todo lo demás que rodea al estudiante, pequeño o magnífico. Se trata de una como nativa inconsciencia que viene a eludir, por propia quietud, todo cuanto puede contribuir a hacer rica la vida, hermosa y noble. El español apenca a lo primero que a mano viene, y asido a ello como a una tabla de salvación, cierra los ojos con instintivo egoísmo, para no ocuparse de nada más.

Y, sin embargo, en este campo lamentable se alzan dispersas, a derecha e izquierda, algunas voluntades excepcionales. No es todo indiferencia. Existe hoy día en España, en algunos, un poderoso deseo de vivir. Llegamos a adivinar en nuestro país una nueva dirección, divergente, en todo, de la consuetudinaria. Adivinamos salud y agilidad desconocidas hasta ahora. Presentimos un orto magnífico en este horizonte que nos circuye. Y El Estudiante, lector, aspira a ser algo más que la anunciación de ese orto. El Estudiante recoge aquellas voluntades excepcionales dispersas, de que hablábamos, y dándoles semanalmente fluencia y continuidad, ofrecerá al público ideas y sentimientos que no deben faltar en el haber íntimo de cada hombre. Si España, a lo que parece, es una nación sin necesidades, la creación de éstas viene a constituir la más perentoria necesidad de España. Si la mayoría de los estudiantes, por ejemplo, no experimenta el deseo de una mejor Universidad, procuremos los medios para dar al estudiante una sensibilidad más fina, al punto que llegue a sentir aquél comezón insoportable. Tenemos fe en la inquietud cuando ésta proviene de nobles necesidades insatisfechas. El Estudiante encierra la más legítima desazón. Si ésta prende en cada uno de nuestros lectores, lo más inasequible de hoy día se nos dará de gracia.

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