Filosofía en español 
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Los últimos conquistadores de América

¿Qué españoles quedan ya en América, para defender y conservar, en las tierras descubiertas por nuestros gloriosos conquistadores, los frutos más legítimos de la conquista? ¿Es posible que nuestro pueblo abandone a otras gentes la herencia de un continente? ¿Ha terminado por ventura nuestra misión histórica en América, y con ella deberá cesar en absoluto la influencia de nuestra raza en aquellas naciones, hijas de España? ¿Dejarán de ser hispánicas por haber nosotros renunciado, cobardes, a la empresa secular, razón de ser de nuestra nacionalidad en la Historia? ¿Podrán pasarse del todo sin nosotros? ¿Qué piden de nosotros y qué podremos darles si no es la vida, el material humano? ¿Que vale lo demás que otros pueblos puedan darles?

El genio de la estirpe vigila; desde las costas atlánticas otea infatigable la extensión infinita del misterio rasgado por las carabelas españolas. El verano anterior hemos visto en Vigo, puerta principal de nuestra expansión hacia América, la corriente humana que va y viene todos los años. El ancho mar de Vigo, cantado ya por los trovadores de los Cancioneros, se abre como un gran camino de pavimento azul hacia Occidente, señalando las rutas de la gloria. En el paseo marítimo, sentados o apiñados a lo largo del pretil, está la turba de emigrantes con los ojos fijos en el lejano horizonte, abismados en la atracción fascinadora del Océano. Su espíritu sueña en el más allá; en la misteriosa lejanía alumbrada por el globo de fuego rojizo que se derrumba lentamente tras la cresta granítica de las islas Cíes. Sus miradas acompañan a los trasatlánticos que salen del puerto y navegan a las tierras americanas, envueltos en la inmensa cabellera que el astro rey tiende sobre la ría, quebrando en sus olas centelleantes fragmentos de sol. Su pensamiento está dominado por los argonautas que los precedieron al país del oro y de la felicidad; si vuelven la cabeza a tierra, su mirada tropieza con la mole blanca del teatro Barbón, el emigrante que volvió millonario. Algunos cronistas, más poetas que sociólogos, los han visto llorar; nosotros sólo hemos podido distinguir en su faz la preocupación y la energía concentrada del que se lanza a una empresa de vida o muerte; la empresa secular de las gentes ibéricas, que ellos continúan con la intrepidez y la tenacidad características de los instintos raciales, que no escarmientan nunca.

¿Debemos lamentarlo? ¿Debemos felicitarnos? Por fortuna o por desgracia, ahora son menos que antes. Si disminuyen mucho, ¿qué será del alma ibérica en aquellos países, que se verán privados de los elementos humanos más asimilables? Al fin y al cabo, estos emigrantes son los que continúan la obra de los que descubrieron, civilizaron y poblaron el Nuevo Mundo. Sea por la despoblación europea producida por la guerra, sea por el aumento de bienestar, sea porque han podido alumbrar nuevas fuentes de riqueza en el propio terruño, el hecho es que la emigración española a las Américas ha disminuido hasta un cuarto de lo que era antes de la guerra. En efecto, los 161.000 emigrantes de aquellos años han descendido a 43.000. De éstos, 15.000 salieron de Vigo y casi otros tantos de la Coruña. Pero esta disminución de conquistadores anónimos, ¿será porque la América no los atrae ya con la promesa de sus riquezas? ¿Será más bien producida por el pesimismo, por la depresión del espíritu audaz, intimidado por los riesgos de la aventura? Verdad que casi todos los países europeos han reducido también su emigración; pero no tanto como nosotros. Aparte de que ellos tienen graves razones para hacerlo así y en cambio nosotros tenemos móviles históricos y raciales para hacer lo contrario. Lo que para ellos fuera sangría, para nosotros es transfusión de sangre; expansión nacional hacia nuestros legítimos dominios.

En esta soberbia bahía desemboca el torrente de vidas humanas que van a sostener la vida de la raza en aquellos países. Vigo, cabeza de mil ojos asomados con inquieta curiosidad al océano americano, los recibe gozosa y con sus faros les señala el camino por donde sus padres se lanzaron a la conquista del bienestar y de la gloria. Basta verlos para comprender que no van tan afligidos como hacen suponer los inevitables desgarros y separaciones, sino estoicos y decididos a crearse un mejor porvenir, a fecundar con su sudor las ricas tierras españolas de América, a repoblar las regiones pobladas a medias por sus antepasados, a sustituir a los que caen en lucha por el progreso. La riqueza imaginada les sirve de acicate; con ella los atrae el genio de la raza que mueve sus músculos y enciende su imaginación. En realidad se trata de algo más que hacer dinero; ellos lo ignoran, el genio de la raza lo sabe y los empuja a que continúen la misión histórica de las gentes ibéricas. Muchísimos soldados de estos ejércitos han de sucumbir antes del triunfo. ¿Qué guerra memorable se ganó sin buen número de muertos? ¿Cuántos gérmenes llegan a madurez en la naturaleza? Los fuertes, los audaces triunfarán allá; y después de realizar su parte del destino racial, volverán vencedores a construir la escuela, el asilo, la iglesia y el teatro de su pueblo. Vemos que en realidad es la raza que los envía, porque hay entre ellos hombres maduros, niños, ancianos, hombres, mujeres: muy pocos tienen traza de menesterosos o de analfabetos; lo que pasa es que todos son audaces y sienten la inconsciente obsesión de aventuras del hombre atlántico. ¿Adónde van? Tal vez no lo saben en concreto, ni les importa tanto el saberlo como lanzarse a la vida grande, a extender, o por lo menos a consolidar, el imperio de su raza.

Sin embargo, para ellos no son los de América países extraños; su nombre y sus características les son tan familiares como los de las otras regiones de España que no han visto; son gentes de su idioma, de sus costumbres, de su religión y de su cultura. Allí los esperan los parientes, el padre o el novio; los indianos, los que van y vuelven, les han dado toda clase de informes; tienen ya de aquellas tierras mejor concepto que de su propia región; después de todo, aquellas es la Nueva España más rica, más fecunda en aventuras, más remuneradora del esfuerzo que la vieja, más amada, pero más empobrecida. Muchos de ellos volverán, como las golondrinas, con el cambio de estación, a ver el antiguo nido, dejando allá otro, tal vez para la temporada sucesiva; otros se quedarán allá, satisfechos con el cambio de domicilio, aunque no de familia; también muchos caerán sin haber triunfado. ¡Loor a los héroes desconocidos! ¡Coronas y riquezas para los vencedores afortunados! ¡Pues qué! ¿Todos triunfan acá? Desde la alta acrópolis viguesa, a la sombra de estos agrietados baluartes del Castro, los vemos despedirse de la tierra madre; se agitan los pañuelos a lo lejos como manos blancas; sobre nuestra cabeza, la bandera de la patria, siempre amada, ondea blandamente, como contestando al saludo de los hijos. Las casas de Vigo, trepando por entre el verdor espeso de los montes parece que se paran y vuelven sus fachadas al mar para decirles adiós con las lindas bocas abiertas de sus puertas y ventanas. La sirena del vapor lanza a los aires su ronca despedida, y el buque resbala majestuosamente sobre la planicie azul, sobre aquel trozo del Océano, aprisionado en el maravilloso marco ondulante de colinas, bosques y viñedos, arenales blancos y maizales verdes. Allá van las legiones obreras de la transmigración nacional. El trasatlántico se aleja con su carga humana y se pierde en la inmensa catarata de luz que cae deshecha, a disolverse en las aguas argénteas del mar; del mar, que afuera brama convulso y terrible, y allí palpita de júbilo rumoroso, abrazado por la mimosa y bellísima tierra gallega.

Seguimos con la vista a los conquistadores anónimos; las dulces cañas de Cuba, los exquisitos cafés del Brasil, los numerosos ganados de la Argentina esperan su esfuerzo fecundo; el comercio, la industria, la cultura, esperan también el auxilio de su laboriosidad e inteligencia. Sobrios, tenaces, soñadores o supersticiosos, llevan en sí su destino, que confían al mar ignoto. Aunque la tierra se va alejando de su vista, y empiezan a sentir la inquietud de la soledad, en su mente se dibuja, como reacción vital, el hotelito que a la vuelta han de construir en la playa, frente al mar confidente de sus ensueños ambiciosos; el automóvil en que han de recorrer las carreteras floridas de Galicia, Asturias, Santander y Vasconia; las joyas con que han de ensortijar los dedos de la mujer amada y los de las hijas señoritas. ¡Sueña, raza descubridora de mundos y creadora de naciones! ¡Sueña al arrullo de estas olas que te revelaron tu histórico destino, y... marcha a realizarlo! España se agranda ante las proas de esos buques de emigrantes, como se ensancha el mundo ante las proas de las carabelas de los conquistadores. Emigrar es ir a vivir, a sembrar la semilla de vuestra estirpe en las tierras roturadas ya por vuestros abuelos. Lo que hace falta es que el Estado español os proteja y comprenda bien el servicio que a la nación prestáis; que no os abandone, desagradecido e insensato, a vuestras temerarias audacias; que os organice cívicamente, como hace Italia con sus hijos expatriados; tenéis tanto derecho, o quizá más, que los que quedamos aquí a la protección de la metrópoli. Vosotros vais a fundar las “Colonias” modernas, provincias de España asentadas en sus antiguas colonias.

No vais solamente por ansia de medro personal, como el vulgo cree; las estadísticas muestran al observador sinuosidades desconcertantes por lo inmotivadas. Tampoco es la miseria, digan lo que quieran las cornejas de nuestra decadencia; hay causas psicológicas; es el impulso inconsciente y terco de la raza; la voz del destino histórico, que acatáis con sublime estoicismo, yendo serenos y audaces a continuar allende el mar la aventura creadora de vuestra gloriosa estirpe. ¡Que Dios os guíe y ampare en vuestro destierro voluntario y heroico! Esta hermosa ciudad os espera vencedores, con sus brazos abiertos a la radiante luz del sol, sobre esta bahía maravillosa, que es mar, río y lago a la vez. Yo confío que os veré volver gozosos, como el ave emigratoria, a colgar vuestro nido cara a la América remota; vuestro soñado hotelito en estas ensenadas risueñas, donde las bravas olas del Océano, amansadas por la hermosura de esta tierra paradisíaca, se tienden apacibles y limpias sobre las arenas rubias tachonadas de nacarinas conchas y sobre los inmóviles peñascos tapizados de sedosas algas, con frecuencia a la sombra de los árboles y de los parrales. Estas ondas bulliciosas que ahora os despiden con rumores de promesa, os recibirán a la vuelta con murmullos triunfantes de victoria, e irán a reflejar en algún recoveco de la ría con su transparencia hialina, como habréis visto mil veces, las naranjas y las manzanas de vuestra huerta, las magnolias y hortensias de vuestro jardín y la silueta elegante de vuestro chalet; y entre las macetas de sus ventanas, como en marco de flores, el rostro agraciado de vuestras esposas y de vuestras hijas. A alguno de vosotros le espera Asorey, el escultor gallego, para modelar, con el arte que él sabe, el noble busto que perpetúe el gesto triunfante del último conquistador.

Y así de siglo en siglo, de padres a hijos, mientras España sea España, mientras las olas del océano llamen a sus costas con los ecos remotos y las palpitaciones fragorosas de las regiones ultramarinas, porque así lo quiso Dios.

Manuel Graña.