Cristóbal de Castro

El túnel político

Retrato de Stalin por León Trotski

«Alvar Fáñez de Minaya,
tu eres mi mano derecha…»
(Romancero del Cid)

Entre todos los desterrados políticos destaca universalmente León Trotski, el Alvar Fáñez de Lenin:

Alvar Fáñez de Minaya,
tu eres mi mano derecha…

Eso fue León Trotski: mano derecha de Lenin, brazo ágil y robusto de la revolución bolchevique. Su biografía, empañada por los dicterios de Martof, sucia por las calumnias de Kautsky, aparece diáfana, nítida, en la realidad de los hechos. Trotski es el último abencerraje de la Dictadura proletaria. El único marxista en pie.

Ante la desbandada medrosa, que comienza en Zinoviev y sigue en Kamenev, Krasin y Boroschilof, el perfil enjuto, anguloso, todo fibra, de este semita impávido, tiene la dureza del mármol y la perennidad de la estatua. Se podrá condenar su ideología: pero hay que glorificar su conducta. Entre la turba de peleles, es el solo con dignidad de hombre.

Espíritu organizador, se encuentra, tras la paz de Brest-Litowsky, con un ejército guiñapo. Es la vena abierta por donde se desangra Rusia. ¿Qué hace entonces este político de mitin, este articulista de periódico, este gran detractor del tolstoísmo, del «no hacer»? Irrumpir como una tromba en los campamentos; vociferar en los cuarteles; gritar, no sólo «¡En pie los muertos!», sino «¡En pie los abatidos!», que son muertos sin sepultura… Y he aquí que, en dos años, aquel ejército guiñapo es un ejército temible: el Ejército rojo… Y he aquí que, en dos años, aquel periodista nervioso, mano derecha de Lenin, es el ídolo de las muchedumbres soviéticas…

A esto, Lenin enferma gravemente. Trotski, señalado como sucesor, despierta entre las medianías del Instituto Smolny todos los rencores humanos. Y Stalin, secretario del partido, pone en juego sus artimañas. Este «técnico de la intriga» sólo tiene ya un ideal: acabar con Trotski. Todos los organismos soviéticos –el Politbureau, la N. E. P., la Checa, la Semiorka, el Consejo de Economía– son azuzados contra el «desleal judío». Stalin, corrompiendo o aterrando, logra que izquierdas y derechas formen «el frente único» contra Trotski…

Iniciase el ataque por varios terribles artículos en la «Pravda». Siguen los registros domiciliarios, las cárceles, el destierro. Los amigos de Trotski son perseguidos con ensañamiento y crueldad. Pero Trotski, sereno, impávido, no se abate. Al traidorzuelo y farisaico dictador opone su fe de ideólogo y su desdén de hombre leal. «Nitchevó.» –¡No importa!– Como nuestro Quevedo al conde-duque, Trotski repetía a Stalin:

No he de callar, por más que, con el dedo,
tocando ora la boca, ora la frente,
silencio avises o amenaces miedo…
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?…

Al cabo, Trotski es desterrado. Veintidós días de viaje. Cuarenta grados bajo cero. Un cuchitril por camarote. Fiscalización de papeles. Centinelas de vista… Pero él, digno y firme, sin flaquear… Y cuando el ostracismo lo acoge en brazos, menos colérico que irónico, comienza su defensa ante el Mundo por un retrato magistral del «técnico de la intriga».

La gran medianía

«Dos preguntas –exclama– se hará el lector extranjero: «¿Quién es Stalin?» «¿Cómo pudo adueñarse del Poder y esgrimirlo contra sus adversarios?»

«Stalin –continúa– es el individuo «medio» más destacado del partido. Está dotado de sentido práctico, de prudencia, de perseverancia para lograr sus fines. Mas su mentalidad política es muy limitada. Desde el punto de vista teórico es «un primitivo». Su libro de compilaciones «Las bases del leninismo», con el que intentó rendir homenaje a las doctrinas soviéticas, esté plagado de errores. No conoce ninguna lengua extranjera, y esta ignorancia lo reduce a seguir la vida internacional «de oídas». Es un empírico, privado de imaginación creadora, y sus horizontes mentales no van más allá de su grupo. Entre los intelectuales no tiene la menor resonancia.

El hecho de que un hombre así, que parecía destinado a ocupar siempre puestos subalternos, haya llegado al primer puesto, es señal cierta de que Rusia atraviesa un periodo de transición, de equilibrio inestable.

Como todos los empíricos, Stalin está lleno de contradicciones. Procede por las impresiones del momento, sin otear las lejanías. Su línea política es una serie de zigzag. Para justificar sus defecciones inventa disculpas banales o encarga que se las inventen. Carece en absoluto de escrúpulos, en las cosas como en las personas. No halla dificultad alguna en decir hoy «blanco» y mañana «negro». De sus monstruosas mistificaciones podría darse una lista inacabable. Citaré un solo ejemplo, pidiendo perdón porque me atañe. En estos años últimos, Stalin ha concentrado todos sus esfuerzos en la llamada «anulación de Trotski». A este fin hizo redactar una «Nueva historia de la revolución de Octubre, del Ejército rojo y del partido comunista». Y ha dado la señal de la «revisión de valores», declarando, en Noviembre del 24: «En el partido y en la revolución de Octubre, Trotski no tuvo, ni podía tener, intervención que merezca registrarse…» Y, sin embargo, en el primer aniversario de la revolución, el propio Stalin había publicado un artículo en el que decía, textualmente, que «toda la organización práctica de la revolución había sido realizada bajo la dirección de Trotski; que el partido debía gratitud, sobre todo, a Trotski por la adhesión a los Soviets de la guarnición de Petrogrado y por el hábil esfuerzo del Comité revolucionarlo».

Alguien le recordó este artículo. ¿Cómo salió Stalin del atolladero? Recargando la dosis de injurias y calumnias contra mí.

Ejemplos como éste podrían aducirse a centenares. De Zinoviev y Kamenev ha dicho antes lo contrario que ahora. Y es seguro que hará lo propio con Rikof, Bucharin y Tromski, el día, no lejano, en que tengan que separarse de él.»

El «pastelero» audaz

La pincelada más feliz del retrato se consigue por estas líneas:

«¿De qué deriva su audacia? Del hecho de que habla o escribe únicamente cuando el adversario esté imposibilitado de replicar», dice Trotski.

Es un método que no falla. Por disparatados o absurdos, todos los cargos quedan en pie. Cuando el adversario no replica, casi nadie cae en la cuenta de por qué no replica; casi todos exclaman, inconscientemente: «¡Caramba, pues cuando no replica, por algo será!…»

Stalin fue nombrado secretario general del partido en 1921. Lenin, que siempre receló de él, cedió a la propuesta del Politbureau, no sin recordar que el nombrado «era un pastelero político». Pasó, pues, por el nombramiento a regañadientes. Cuando enfermó Lenin, el secretario tomó la dirección del partido, «sólo a título provisional, naturalmente –añade Trotski–, porque nadie pensaba otra cosa». Pero ello fue bastante para que «el pastelero» maniobrase febrilmente, colocando parientes y adictos en todos los puestos, en términos que cuando Lenin hizo testamento –4 Enero 1923– insistió en revocar el nombramiento de Stalin, «por deslealtad y abuso de poder»; son sus palabras textuales.

Pero, muerto Lenin, Stalin se alzó con el santo y la limosna. Corrompió a Zinoviev y a Kamenev, halagó a Rikof, pasteleó con Bucharin y Lunatcharski. Y lanzó a todos contra Trotski, única oposición seria, incorruptible y temible, cuyo ejemplo quedará en la Historia para gloria de caracteres políticos y baldón de pasteleros audaces…

Cristóbal de Castro.