«Vivió de fe y murió de amor...» De fe y de abnegación. No he olvidado jamás aquellas palabras con que Néstor Carbonell traza, sin proponérselo, un retrato de cuerpo entero, una biografía completa del apóstol, del poeta, del maestro, del tribuno, del revolucionario, del guerrillero hispano que se llamó José Martí. He escrito hispano, que parece designación vaga, más relacionada con la raza o razas habitadoras de la Península que con el propio territorio peninsular, y debí decir: español. José Martí, español, como Bolívar, como San Martín, como Carlos Manuel de Céspedes, como Valdés Domínguez, como Luz Caballero, como Mendive... Españoles por su origen, por su cuna, por su idioma y su pensamiento, por su cultura, por la fe de que vivieron y por el amor en que se sacrificaron con temple de abnegados héroes no forjado en bravuras de la fuerza, sino en ensueños de ideales, que son como agua cristalina que emerge en nuestra Historia; temple en que parecen confundirse el anhelo de vivir para morir de Teresa de Jesús y el anhelo de Don Quijote de vivir para imponer la justicia, el derecho y libertad de los humildes y los forzados... Negar esta estirpe, ¿no es negarnos a nosotros mismos?... Llegará, tarde o temprano, la revisión histórica de ese período infausto que comienza con el advenimiento de Carlos IV al trono de España y sus Indias; acaso antes, con la boda del ingenuo e infantil príncipe Carlos y María Luisa de Parma... Fue en el espectáculo de aquella Corte donde Miranda y Bolívar sienten la necesidad de alzarse contra aquel Estado; donde advierten irredimible su tierra natal y desesperanzada de toda justicia, como no se la lograra en la rebelión y en la independencia, esto es, en una nueva hispanidad... En verdad, en una revisión histórica que redujera a sus ciertas proporciones y calidad el alzamiento de España contra la invasión napoleónica, provocada por los propios reyes y por el valido, así como la complaciente acogida al invasor Angulema, traído también por demanda real, y precisara los estímulos de las revoluciones y guerras civiles encendidas en América y en España desde entonces se advertiría claramente que no más ni menos españoles, que ese regateo es absurdo, sino que mejores españoles, más acendrados, iluminados de ideales nobilísimos, son Bolívar y San Martín y Céspedes que los Cabreras y los Zumalacárreguis y los Savalls, que no vacilan en desgarrar España, en arrasar su propio territorio, en saquear e incendiar ciudades, en matar hermanos por un minúsculo y ridículo pleito sucesorio o por una ceguera de fanatismo religioso o por una codicia de encumbramiento personal y de mando. Sólo el embrollamiento, ya que no el falseamiento de la Historia de ese período; sólo esta absurda confusión de lo que es obra del Estado y lo que es alma de la nación pudo inculcar en nuestras generaciones el prejuicio, el falso concepto de que habían dejado de ser españoles, de que no eran españoles ya precisamente los creadores de nuevas Españas, cuando aquí, en el solar originario de la estirpe, todo parecía entregado a extranjeras manos y a merced, sin defensa, de las tormentas que se desataban en Europa.
Así, no fue ardua tarea convencer a todos de la hispanidad de Bolívar, que proclamé yo en La Esfera y en ABC; hispanidad que el Estado español aceptó y consagró con actos oficiales. Está Bolívar incorporado a nuestra Historia, como lo estuviera en vida a nuestra nación por su sangre originaria, por sus amores bendecidos en una iglesia madrileña, por sus arrestos heroicos, por su elocuencia, por su genio, por su idioma...
Y sin duda Martí es todavía más hispano. Su padre fue natural de Valencia; su madre, natural de la isla de Tenerife. Hogar humilde de un funcionario del Estado español... Martí, el padre, sargento primero del Real Cuerpo de Artillería, procuróse en La Habana el destino de celador de Policía. Aunque vivía pobremente, y aunque en aquel hogar repercutía, sin duda, acaso con más prolijas informaciones que en ningún otro, el desafuero impune de la administración colonial, no puede creerse que el niño Martí respirara allí ambiente de rebeldía contra el Estado que pagaba la soldada paterna.
Eran numerosas las causas que engendraban el nuevo modo de ser, la nueva naturaleza hispánica de los hijos de los españoles. El mismo Martí, que vive, como buen místico, en un perpetuo examen de conciencia, nos revela muchas de estas causas, no ya materiales, económicas, morales, sociales, sino puramente ideológicas o espirituales... Era, mudados los tiempos y el medio, «la misma levadura rebelde, y en cierto modo democrática, del español segundón y desheredado...», escribe un día Martí. «El primer criollo que le nace al español –afirma en otro lugar– fue rebelde...» Y un escritor peninsular, M. Isidro Méndez, en un admirable estudio biográfico de Martí, impreso en Madrid aun no hace tres años, hace esta afirmación: «Todo lo han sabido y podido hacer los españoles en América, menos el que sus hijos tengan sentimiento español.» Y bien claro se advierte en lo demás del texto que Isidro Méndez se refiere al sentimiento de cohesión, de subordinación, de dependencia del Estado español. El criollo, el indiano, se sentía como el hermano segundón en la familia castellana o catalana; se veía postergado, desheredado no ya de los bienes peninsulares poseídos por el primogénito, sino de la propia tierra en que había nacido y en que vivía, esto es, de la patria. Y luego la visión de todo un Continente hermano, en que los segundones habían recobrado su plena personalidad de hombres. Un historiador español austero, Nicolás Estévanez, completa el cuadro escribiendo estas palabras: «Cuba prosperaba en lo perecedero, como las riquezas materiales; pero la libertad brillaba por su ausencia. Los que imaginaban que la opulencia, generadora de la molicie, basta a dar satisfacción al espíritu de un pueblo han tenido un costoso desengaño...»
Bolívar es el guerrero; Martí, el apóstol. Vidas paralelas que asombran; pero si en la acción, en la fuerza, en el caudillaje, en el genio militar, Bolívar se alza a las más altas cumbres a que puede llegar el hombre, lo supera Martí en el gustamiento del dolor, en el paladeamiento del sacrificio, en la abnegación de la vida austera que llega a renunciar las ganancias de abogado, que hubieran sido cuantiosas en su bufete, por no prestar falsamente el juramento que exigía la legislación colonial. Le supera, sobre todo, en la fe.
A los diez y siete años, por conceptos escritos en una carta particular a un amigo, carta no publicada que encontró la Policía en un registro domiciliario, se le condena a seis años de presidio. Y en presidio a este joven delicado se le pone, como a los asesinos, una cadena al pie y se le obliga a realizar duras faenas en las canteras de San Lázaro. Y luego la deportación a la Península, la vida pobre en Madrid en una buhardilla, entre recelos y desconfianzas, mirado como traidor y renegado, y la estancia triste en Zaragoza para graduarse de doctor en aquella Universidad... Y en tanto, Julio Burell, periodista novicio que lo encontró en el Ateneo, escribe: «...Me habló de su alma española, de sus gustos españoles, de su amor por aquellos libros que en la destartalada biblioteca infundían en su espíritu el espíritu de España...» Y cada día escribe páginas que son trasunto de este espíritu de España y de este intenso amor a España, que se descorazona cuando una larga entrevista con Cristino Martos tiene término en estas palabras del gran orador, esperanza entonces de la política liberal: «No cabemos en Cuba los dos juntos; o ustedes, o nosotros...» Y Martí sigue siendo español, de espíritu español, empapado de hispanidad, como una esponja absorbe el agua. Y en su prosa admirable y en sus versos ingenuos están Cervantes y Teresa de Jesús, Gracián y Saavedra Fajardo, Quevedo y Larra, Pi y Margall y Bécquer... ¿A qué proseguir para llegar a la triste hora de la muerte en una lucha de hermanos que supo justificar hidalgamente el general español Ximénez de Sandoval frente al cadáver del apóstol, en el cementerio de Santiago de Cuba?...
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En La Habana el Sr. Adolfo Franco, cubano, hijo de un militar español, ha pedido que se alce en Madrid un monumento a Martí. El cronista Jorge Mañach, de quien no digo elogios porque es mi compañero en una Redacción habanera, ha señalado las frondas del Retiro como sitio adecuado para el emplazamiento, y ha indicado que no sea la colonia española de Cuba quien lo costee, como ya se desea por muchos españoles, exaltados patriotas, sino la colonia cubana residente en España, para que no pareciese que los cubanos querían «reintegrarse» del homenaje rendido en Cuba al soldado español de las guerras coloniales.
No, no. Aceptada por nosotros y proclamada y enaltecida la hispanidad de Martí, no hay suspicacia posible que pueda enturbiar la rectitud del propósito. Martí, apóstol y poeta; Martí, doctor de la Universidad de Zaragoza, debiera tener un sencillo monumento en el Parque del Oeste, en las inmediaciones de la Ciudad Universitaria. Pocas vidas ejemplares semejantes podrán mostrarse a la juventud con tal fe en el alma, tal temple en el carácter, tal rectitud en la conciencia...