[ Francisco Carmona Nenclares ]
Andanzas sentimentales
El veraneo en la Sierra
Hendiendo la noble Sierra de Guadarrama en estos días de Julio lujuriosos de sol, he hecho yo –Silvestre Rey– una larga y áspera caminata. Lentamente atravesé el gran espinazo de esas montañas que son azules desde Rosales, y que han conocido mi prisa por acercarme a las cumbres y luego mi lentitud de última hora, harta ya la retina de lontananzas.
La seducción de la lejanía guiaba mis pasos. Un motivo desinteresado –gozar de soledad en un rincón de universo– me conducía. El afán amoroso de poner la planta en tierras heroicas –esta Sierra es un nervio de España, aquí nace el viento que busca, más abajo, el duro corazón de las Castillas– disparó mi voluntad hacia el camino. El primer paso, después de una imagen señorial de las cumbres altivas, me trajo un intenso y perfumado goce de mí mismo. Me sentía libre, indomable. Mi espíritu y el espíritu de la Naturaleza coincidían. Eran una sola y misma cosa. Algo de la valentía de mi vida, todavía indomada, sorprendí en aquellos picachos recortados duramente, con perfil guerrero, sobre el cielo matinal de un maravilloso azul joven.
Alrededor mío las cosas ostentaban un vago gesto de espera. La soledad de cualquier paraje dejado a la espalda –camino entre zarzamoras y finos álamos–, debía aguardar mi presencia desde remotas edades geológicas. Se me iban despertando, en una latitud ignorada, amplios ecos familiares de la Naturaleza. Acercábanse sonrientes al tablado habitual de mi espíritu. Adoptaban ya sobre él posturas plasmadas en un perfil de eterna simpatía. Enfrente del recuerdo de la vida ciudadana, confesada allí con timidez, colocábase entonces dominante la nota agreste, henchida de paternidad. El panteísmo heroico de la hora y el paisaje habíanme convertido dulcemente en muda prosa amorosa. Y yo –Silvestre Rey, romántico humilde– me encontraba, no sólo semejante a la Naturaleza, sino expresión suya, como uno de aquellos gentiles álamos que ponían en la soledad del camino cansado su rumor de hojas.
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Llegué a la cima del puerto. Sobre mí había el cielo. A mis pies, la tierra se alejaba, ondulándose. Me detuve un momento. Un silencio y una quietud como de Naturaleza recién creada habían caminado constantemente junto a mí. Los horizontes que desde el primer paso contemplé –altivos acompañantes también de mi paseo–, pusieron en mi retina su persistente voluptuosidad. Comprendiéndome vagamente fraterno de todo lo que vi hasta acercarme a la cumbre –el arroyo claro, el viento misterioso–, pensaba que el espíritu acerca a la Naturaleza. Nuestra alma y el contorno coinciden en un punto que sueña eternidades. Un momento en el campo muestra que espíritu y Naturaleza son dos idénticas expresiones de una incógnita maravillosa. En el hombre de ciudad, la Naturaleza es un eco paternal.
Veía a lo lejos alcores de un azul de mar. Más cerca, el ocre de altozanos calcinados por el sol. La Sierra surgía bruscamente, en duros contrafuertes, sobre las lomas amarillas. Los pinos esbeltos –las ramas surgen del tronco recto con crispaciones de rayos– parecen otear a lo lejos ansiosos de infinitudes. Envían a los horizontes, en sus copas verdes, un saludo de gravedad cósmica.
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De las tierras que se atraviesan velozmente –en tren, en automóvil–, queda en la retina un paisaje rectilíneo, sintético. No espera al contemplador en esas travesías el erotismo del viaje, hecho de voluptuosidad de lontananzas. Cualquier trayecto se resuelve entonces en monotonía. Se despoja a la distancia de su sentido ideal.
La velocidad requiere, para guardar de ella un recuerdo amable, cerrar los ojos, dejando que la tierra huya anónima a nuestro lado. En tales momentos de ceguera voluntaria, se piensa que todo el encanto de un viaje está esperando con los brazos abiertos –perdón– en las pequeñeces del contorno que la rapidez consigue hacer invisibles. Los meandros plateados de un río, el giro inesperado de un camino –he aquí detalles–, pueden ofrecer intensa emoción al espíritu viajero. Mejor dicho, reúnen parte de la amorosa emoción viajera.
La alegría del detalle se nos entrega en el paseo a lo largo de un camino. La lentitud hermana a la Naturaleza. Esta fraternidad alborota el limo quieto de nuestro ser cotidiano. Sobrecoge, en la soledad del caminante, una visión eterna de nosotros, de la vida, a la que pertenecemos; de la Naturaleza, de quien somos un detalle. La vida ciudadana recuerda allí una pesadilla de tigre. Entonces se piensa con denuedo –a solas con lo que es más fuerte que nosotros, la vida y la Naturaleza: el Espíritu– que únicamente lo que encierra un corazón espiritual está al lado do los hombres amigos de Platón, en aquello de apasionados de contemplar. El hecho de un viaje a pie, semejante a un paseo de amor, puede orientar hacia otro norte una ideología, que es el arco con que el Espíritu dispara sus dardos a las cosas vivas.
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En las postrimerías de la caminata atraviesa Silvestre Rey –inquieto amigo de lo dyonisiaco– ante un paraje de historia romancesca: el monasterio de El Paular. Es el capricho, hecho piedra y misticismo, de un rey que entre los reyes es un capricho de la historia.
Hace al llegar más lento el paso. El paraje es melancólico. La carretera bordea, perezosa, un calvero. Y sobre el calvero, frente al monasterio, hay una cruz de piedra... Meditando en sueños medievales, entre la cruz y la espada, lleva su andar. Pausadamente se aleja del paraje romancesco. Queda en la soledad la torre monacal, que es como un rotundo desafío místico al paganismo heroico del contorno.
F. Carmona Nenclares
El Paular, Julio 1926.