Filosofía en español 
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[ Alberto Insúa ]

Del “Cine”

Las ideas de Canudo

Mi estimación por el cinematógrafo va en aumento. Cada día me interesa más cuanto se refiere a… Iba a decir “a este arte”; pero no me atrevo. Quien tuvo el valor de decirlo, de llamar “arte” al cinematógrafo, asociándolo al grupo de las bellas artes, acaba de morir sin que el cinematógrafo justificase su entusiasmo. Ricciotto Canudo, el poeta de Italia que se hizo –literariamente– francés, sentía por el cinematógrafo una pasión apostólica. Quería ennoblecerlo, perfeccionarlo, y cuando lo equiparaba con la pintura, la escultura y la música no se refería tanto a las realidades del cinematógrafo como a sus perspectivas, a sus horizontes.

Tronaba Canudo principalmente contra los autores de películas que siguen el rastro de los instintos y las bajas pasiones del público, en lugar de atraerlo, con vigoroso impulso estético, a las zonas más elevadas del espíritu. Tronaba Canudo contra las films de bandidos y busconas, contra las cintas de un sentimentalismo blando y una moralidad de folletín, contra cualquier producto cinematográfico que no llevase dentro substancia o intención artística. Platónico, veía el Bien en la Belleza y la Belleza en el Bien. Y con su verbosidad vehemente de italiano –que no perdió nunca– hablaba y escribía en defensa del “gran arte” cinematográfico. Autores y metteurs en scène, actores y fabricantes de películas, conocieron el sabor de los elogios y de las diatribas de un hombre que sólo aspiraba a engrandecer y dignificar el cinematógrafo.

No podía admitir Canudo que una fuerza de difusión tan extensa, tan abarcadora, como la del cinematógrafo, pudiera ser empleada en perjuicio de la verdad. Según él –y nadie podría contradecirle–, ninguna novela ni comedia, por grandes que sean sus éxitos respectivos, alcanza con tanta rapidez, intensidad y extensión como una película de importancia un número de espectadores universal. Las novelas –aun las que devora el público– no vencen jamás los obstáculos del iletrismo y el analfabetismo. El más estulto lector de folletines tiene que saber leer. Y en cualquier hombre que lee existe, más o menos rudimentario, más o menos perfecto, el amor a las letras.

El cinematógrafo no exige ningún elemento de cultura ni esfuerzo mental alguno por parte del espectador: entra por los ojos. Los letreros han substituido la explicación verbal, y esos letreros –¿quién no ha hecho la observación en el cine? – los lee a media voz y al oído del que no sabe leercualquier persona de su amistad o su familia. Si el teatro, plástico y movible, remedo de la vida, es arte para todos, arte que entra por la retina y por el tímpano buscando el corazón, arte que no exige –salvo excepciones contadísimas– preparación intelectual para ser gustado; si un Alcalde de Zalamea y un Hamlet interesan y emocionan, con grados y matices diferentes, a todos los espectadores, ¿qué no podrá decirse del cinematógrafo, esencialmente visual, y cuya índole especialísima le permite referirlo todo, salvando las dificultades de tiempo y espacio con que ha de contar el teatro? Más aún: el dificilísimo y engañoso estudio de las almas, que rara vez realizan los novelistas con eficacia, se facilita extraordinariamente en el cinematógrafo. Nada más obvio para el “cinemadrista” que la evocación, el ensueño y la fantasía. No quiere esto decir que la representación cinematográfica de un “estado de alma” determinado valga más que la representación literaria de un momento espiritual semejante en cualquier obra de Stendhal, de Meredith, de Proust… Sólo quiere decir que es más visible, más concreto, más al alcance de todo el mundo. ¿He hablado de Stendhal? Pues bien: de El rojo y el negro existen ya versión escénica y adaptación cinematográfica, ambas mediocres. Pues, así y todo, han servido para aumentar el número de personas que conocen –no se olvide que cada cual conoce a su modo– la figura del gran ambicioso, del “pasional reconcentrado”, Julián Sorel.

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En definitiva, a más de propagador de cultura, el cinematógrafo puede y debe ser un preparador del gusto estético, un a modo de aperitivo –tolérese la imagen–, que suscite la apetencia de la literatura. Y, naturalmente, depurado, elevado hasta las cumbres que le señalaba el poeta Canudo, puede ser por su parte un nuevo género artístico.

Hasta ahora sigue más al caduceo de Mercurio que a la égida de Minerva. En lo cual, desgraciadamente, no hace sino entrar por los caminos más transitados de la dramaturgia y la novela. Si estos dos géneros, de tan noble origen, han llegado al punto de mercantilismo que todos conocemos, ¿como asombrarse de que el cine sea predominantemente comercial?

Una cosa es indiscutible: que no es nada fácil hacer arte puro con preocupaciones o necesidad apremiante de dinero. Un novelista y un dramaturgo pueden adaptarse a una vida de sobriedad casi monástica, dedicada al arte. Pero una Empresa constituida para “montar” comedias o para “hacer” películas tenderá matemáticamente a reunir las mayores ganancias. Y aunque muchas veces las mayores ganancias las proporciona el mismo arte –la obra noble, nueva, personal, inesperada–, es lo cierto que Mercurio, pasándose de listo, tiende a satisfacer los apetitos del público, a mantenerlo de los tópicos, leyendas y amaneramientos a que está acostumbrado, haciendo “oídos de mercader” a Minerva cuando le aconseja la novedad, la dignidad, la idealidad.

La novela y el teatro tienen una repercusión limitada –como nos explica Ricciotto Canudo– y un público restringido. Admitamos que el libro bajamente afrodisíaco de Víctor Margueritte haya tenido dos millones de lectores. Eso no es nada al lado de los pueblos enteros, de todas las latitudes y todas las razas, que han visto Judex, Forfaiture y Los tres mosqueteros en la pantalla.

Pues bien: imagine el lector una película española dando la vuelta al mundo. ¿Qué valdrá más para la patria: unos episodios, de los más pintorescos y simbólicos, del Quijote, bien filmados; una hermosa y característicamente española novela de Gáldós, o una de esas españoladas en que todo es convencional y todo denigrante para nosotros? Canudo, el idealista Canudo, en una explosión de latinidad profunda, escribió una página vengadora contra cierta españolada que –¡ay!– está dando la vuelta al mundo, proporcionándole bastante dinero a su autor y calumniando a España.

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Dos hechos recientes –la inauguración de una monumental sala cinematográfica y el estreno de una magnífica película que hace evocar los nombres de dos maestros de las letras españolas: Pedro Antonio de Alarcón y Joaquín Dicenta –me han sugerido el tema de esta crónica. Desearía yo que la leyesen y meditasen las personas –en su mayoría, demi amistad– que están formando la cinematografía española. De ningún tropiezo tienen hasta ahora que avergonzarse. Pero como ya salen del período del aprendizaje y las tentativas y entran –con resolución y fuerzas económicas– en el de las realizaciones, nosotros seguiremos su obra –con atención crítica–, deseando que la realicen noblemente.

–Vamos a filmar unos capítulos del Quijote… Queremos llevar a la pantalla algunas novelas de Galdós –me decía el más audaz, apasionado y adinerado, de nuestros “cinegrafistas”.

Tan pura como acertada intención autoriza el optimismo: un optimismo vigilante. Ya veremos… Ya veremos si el cinematógrafo español prescinde de esa España negra y esa España de pandereta que explotan –¡todavía!– unos cuantos y mantiene en el Extranjero el tópico de una España semibárbara, agitanada, incivilizable…

Ya veremos… Aquí estamos para aplaudir todo triunfo o todo intento artístico y patriótico del cinematógrafo español.

Alberto INSUA