Filosofía en español 
Filosofía en español


Luis de Zulueta

Soliloquios de un español
El nacionalismo catalán

Periódicamente, con intermitencias agudas y recargos febriles, resurge en nuestra vida pública el llamado problema catalán. Y a cada reaparición nueva, nos preguntamos todos si, durante el intervalo, el catalanismo ha ido creciendo o ha ido menguando en intensidad y en extensión.

Evidentemente, desde el punto de vista material, quienes funden la unidad de la patria española sobre la unidad oficial del territorio, mantenida, en último término, por la fuerza de las armas, el problema catalán ha perdido toda su virulencia, desplazado por el problema social de Barcelona. No cabe una posición menos firme y, por tanto, menos peligrosa, que la tomada por la burguesía nacionalista conspirando contra el Estado y, a la vez, pidiendo máxima eficacia al apoyo y al poder del Estado; despreciando al «Gobierno de Madrid» y, a la par, reclamando del odiado Gobierno medidas de excepción, el uso y el abuso de facultades discrecionales y extraordinarias.

Pero quienes, por el contrario, sientan la unidad de la patria desde el punto de vista moral, basándose en una interna comunidad de espíritu y de ideales, observarán con dolor que cada vez resucita más agravado el problema catalanista. Del regionalismo a la autonomía, de la autonomía al nacionalismo, del nacionalismo al separatismo, es siempre la misma vieja melodía, pero transportada cada vez a un tono más alto. Los que ayer hablaban de libertad para Cataluña, hablan hoy de soberanía, por no atreverse aún a hablar de independencia. En Barcelona misma se hallan en discordia dos generaciones, y en no pocos hogares acomodados cada sobremesa familiar es una disputa entre el padre, educado en la famosa «escola de la Lliga», con su pedagogía de transigencias utilitarias, y el hijo de veinte años, partidario de romper ciegamente aquellas amarras que nunca vio mantener por sus mayores más que en un desnaturalizador «tira y afloja».

¿Por qué ha ido acentuándose y empeorando el problema? Oiréis dos explicaciones bastante contradictorias. Porque no se han hecho a tiempo –os dirán unos– las concesiones que eran de justicia frente a las demandas de un saludable y fecundo sentimiento regional. Porque se alentó a los catalanistas –argüirán otros–, fomentando artificiosamente su fuerza con todos los favores del Poder y todas las claudicaciones de la autoridad del Estado. Ambos razonamientos, aunque ello parezca un tanto paradójico, pueden ser juntamente verdaderos. Las concesiones jurídicas honran y atan, a la vez, a quien las recibe; porque ésta es la virtualidad del Derecho. Las debilidades y complacencias rebajan a todos y suelen desligar los demasiado humanos instintos del egoísmo y la ingratitud.

De que el problema es hondo no cabe duda. No importa que sólo episódicamente revista aspectos de apremiante actualidad. ¿Cómo no ha de ser grave para una nación, la existencia de grandes núcleos de ciudadanos moralmente divorciados del alma común, de sus leyes, de sus instituciones, de su voluntad, de su pasado y de su porvenir? ¿Qué importa que entre los mismos que repudian como cosa extraña la cultura española, la espiritualidad española, los haya que luego soliciten, ante la lucha social, la mera fuerza coactiva del maltrecho Estado español, y aun se adelanten, presurosos, a calzarle las espuelas a algún general, llámese Polavieja, Milans del Bosch, Martínez Anido o Primo de Rivera?…

Problema vital, problema difícil, es verdad. Pero habrá que darle solución. No es menos importante porque hoy esté planteado, sobre todo, en la esfera interior y moral, en las conciencias de los ciudadanos; sin que por ello quepa decir, no obstante, que no influye constantemente en la vida pública de Cataluña y de toda España.

¿Cómo resolverlo? La Geografía y la Historia nos dicen de consuno que esta Península Ibérica es el molde natural de una nación, de una nación privilegiada, vía de enlace entre dos grandes Continentes y puerto entre dos mares, los dos grandes mares de la civilización. Mas la Historia y la Geografía coinciden también al añadir que esa nación será una nación varia, compleja; sí unida, no uniforme; integrada por muy diversas comarcas; poblada por gentes muy distintas; enriquecida por una espléndida multiplicidad de tierras y de almas, de paisajes y de costumbres, de productos y de caracteres.

Fue un bien la unificación nacional de España. Obra fue de Naturaleza y de Espíritu. Pero fue, sin duda, un mal el hecho de que nuestra nacionalidad, por circunstancias históricas, derivase al tipo de centralista y unitario, en vez de estructurarse, como tantas otras naciones modernas, en el tipo descentralizado y federativo. ¿Cabe todavía el remedio? No será sincero el español que no se pregunte con inquietud si, a estas alturas, el débil organismo de nuestro Estado soportaría, de golpe, sin riesgo de su propia existencia, una transformación tan profunda, y si una reforma de tamaño alcance, que, oportunamente emprendida, pudiera ser el principio de nuestro renacimiento, no podría ser, imprudentemente realizada, el comienzo de la disolución definitiva.

Para ir por ese camino, para iniciarlo siquiera, hace falta, ante todo, la preparación psicológica, el estado de ánimo que corresponda a ese concepto de patriotismo. «Pedimos para Cataluña –decía antaño Cambó en el Parlamento– aquella autonomía que tiene cualquiera de los Estados del Imperio alemán o de la Confederación norteamericana…» Bien. Pero, ¿ofrecen ustedes, en cambio, a España, patria total, aquella adhesión sin reservas ni límites, aquel amor, aquel entusiasmo que el ciudadano de Pensilvania o de Alabama siente por la República de los Estados Unidos, o que siente el ciudadano de Mecklemburgo o de Sajonia por la común Alemania?

Sin ese sincero y doble patriotismo, la doctrina del «Estado compuesto», predicada por Prat de la Riba, que reducida a una ficción abstracta. Si toda la efusión lírica del corazón se guarda para Cataluña, y se reserva a España la recelosa frialdad con que se mira la organización oficial del Estado, aquella doctrina federativa es sólo una construcción intelectual o un subterfugio oportunista, tras de los cuales una generación más joven, más audaz, buscará fatalmente en el separatismo la última, inevitable consecuencia. Para que el «Estado compuesto» no sea un monstruo, incapaz de vida, hace falta aquel desdoblamiento leal del patriotismo que hace, por ejemplo, del patriota escocés un patriota de la Gran Bretaña o del patriota ginebrino un ferviente patriota de la Confederación Helvética.

No podrá haber para la cuestión catalana soluciones de concordia sin que antes se produzca, en la esfera ideal, una recíproca corriente de comprensión y de simpatía. Los espíritus unitarios han de habituarse a pensar que las diversidades comarcales o regionales no deben ser anuladas ni absorbidas, ni simplemente toleradas, como un mal inevitable, sino amorosamente respetadas y favorecidas, como un fruto exquisito de la vida y de la Historia. Más grande es la patria cuando en su seno cobija a muchos y muy diferentes pueblos. Pero, por otra parte, las mentalidades regionalistas deben, a su vez, comprender que si quieren una España que sea nación de naciones, no basta concebirla como una mera entidad legal, administrativa, el antipático Estado, ante cuya necesidad hay que resignarse, sino que es preciso sentirla y amarla como la gran comunidad fraterna en que todos, cordialmente agrupados, extendiendo también el pensamiento hasta las Españas de América, tejernos juntos, con hilos diversos, la trama indisoluble de un porvenir fecundo.

Luis de Zulueta