Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Rodolfo Gil Torres ]

Turismo africano
Marrakex, la Atlántida

Lo más bello de África son las ciudades moras de estirpe andaluza. Tierra rojiza y verdeante, salpicada de casitas blancas sembradas a voleo; cuadrados de apretados jardines encerrados entre altas murallas; multitud de cubos, todo iguales, geometría absurda de cerca y bandada de palomas desde lejos. Las ciudades están envueltas en blancura, y entre las líneas verticales que suben cortando el azul brotan de vez en cuando puñados de naranjos, higueras y olivos. En el interior una rica armonía de colores francos y alegres, deliciosa mezcla de belleza y tranquilidad, violento contraste de duros deslumbramientos y sórdidas profundidades. Muros impasibles que ocultan el lujo frenético de la decoración privada; callejuelas de suelo púrpura, paredes de nieve, tejados verdes y cielo azul. Silencio, olor a pereza, revoloteo de cigüeñas en el cielo y paso furtivo de una mora envuelta en velos por el fondo de un lóbrego callejón. Alrededor se extienden los campos teñidos de rojo, y en un rinconcillo de los arrabales, entre leyendas y carnes morenas de huríes, corre una humilde fuentecilla.

 
La capital del Sahara

Marrakex no es así. Es la ciudad del polvo violeta, la ardiente metrópoli del Sur, masa asfixiante de arena, donde la luz se quiebra y se deshace en extrañas tonalidades moradas. Ciudad de tipo babilónico, protegida y apretada por las murallas más feroces de todo el Medioevo.

En el interior todo es muralla, todo piedra y polvo, tapias que se desmoronan, galerías embovedadas, huertos de oasis, ausencia de pavimentación. Duro contraste entre las horas de verano (simún del desierto, aire saturado de arena, pardos dromedarios, polvo dorado, mendigos, abulia, olor a fieras) y de invierno (neblina a ras del suelo, viento helado del Atlas, borriquillos, saudade, calles desiertas y, sobre todo, fango viscoso imposible de imaginar. Yo entré en Marrakex un día de lluvia encaramado en los hombros de un negro sudanés, semidesnudo y con pendientes, que corría chapoteando hasta el muslo). Pero siempre, en toda época, lo mejor de Marrakex son los crepúsculos rápidos, donde todo se borra, se apaga, se seca en silencio. Hora en que la ciudad muere de muerte chiquita, y en el zoco grande sale una patrulla de alguacilillos para proclamar el cubrefuego; un pregonero lee la orden, los guerreros hacen una descarga de fusilería y los guardianes nocturnos cierran las puertas que separan unos barrios de otros. Mientras los turistas bailan el charles en el hotel de lujo, la ciudad mora se repliega y duerme en pleno siglo XII.

 
La huella de España

Pero en Marrakex, resumen del Marruecos africano, hay algo del Marruecos andaluz. Restos dispersos y aniquilados, pero esenciales para conocer plenamente la Edad Media española. Es la Kutubia, torre de piedra roja, construida por el sevillano Geber, autor de la Giralda. Aislada, gallarda y altanera, despliega su glorioso decorado por encima de los huertos, y se corona con un collar verde de azulejos esmaltados; su fuerza seria y ponderada contrasta duramente con la fragilidad de las casas populares, deshechas antes de terminadas; orgullosa de su estirpe andaluza, se alza junto a la mezquita-aljama del Sur, y es un altivo centinela del sevillanismo ante el África bárbara y obscura. Es la puerta Bab-Guenao, arrancada piedra a piedra de los muros de Sevilla y montada aquí por los pobres moriscos expulsados. Es la Alcaicería, barrio del comercio, con sus tiendecillas-armarios repletos de colorines. Son las tumbas suntuosas, los jardines, los ascetas iluminados y los artífices que bordan con oro y plata los cordobanes importados de la ciudad de Averroes (de Averroes, enterrado en Marrakex la violeta).

 
Jardines nuevos

El viejo Marrakex andaluz resucita en los jardines que el joven Marruecos va creando siguiendo las normas expresionistas de la estética musulmana actual. Jardines moriscos, que son la síntesis de toda belleza; recintos aislados, donde reina el silencio y los perfumes se derraman por todas partes. Jardines infinitos y secretos del Aguedal y la Bahía, con arriates que parecen enormes cajones hundidos en el suelo entre las avenidas brillantes y esmaltadas, junto a las fuentes, donde un pequeño chorro triunfa del silencio; los azulejos se multiplican hasta el infinito, el suelo desaparece bajo las flores y al fondo de las avenidas se abrazan las altas puertas pintadas bajo las cornisas de cedro policromado en azul, púrpura y oro. Los árboles, apretados unos contra otros, suben por las escalinatas floridas, donde hay manojos de rosas y jazmines, largos setos de arrayanes y enredaderas que trepan por la severa fronda de los cipreses. Todo parece preparado para deshacer el espíritu y hacer de él un perfume más.

 
El Zoco

Yemaa-el-Fua (“la Asamblea de los ajusticiados”) es la plaza mayor de Marrakex, capital del África bárbara, que viste de añil y se alimenta de sol. Yemaa-el-Fua, corazón de todo el cabileñismo, apoteosis de la mugre. El fuerte y anguloso pueblo marroquí desperdiga por la plaza sus puñados de guerreros, envueltos en recios capotones; aisanas con rebaños de feroces serpientes, regocijados narradores de leyendas; afeminados, voluptuosos y desarticulados equilibristas. Zoco polvoriento y bullicioso, hormiguero de tribus, ventana por la que Andalucía se asoma a la protohistoria. Aquí se entremezclan árabes y hebreos, cabileños y moriscos, ricos y pobres, aduareños de Rehamna y refugiados del Atlas. Polvo, muchedumbre, colores violentos, sonidos discordantes, olor espeso del Sur que marea y emborracha. Armonía de contradicciones, gritos excesivos que hacen nacer la impresión del silencio; ruido inmóvil de chirimías y tamboriles. Salvaje clamor de los campesinos, que se saludan arrojándose las desgarradoras cortesías del Islam, que rompen y agotan la garganta, convertida en piel de tambor. El populacho vende, canta, reza, disputa y pasea, mientras el pandero del narrador soslaya la milenaria historia del desierto. Pasión y harapos, polvo y color..., todo lo africano.

Gil Benumeya



[ No reproducimos, en solidaridad con los lectores invidentes, tres fotografías tituladas: “El oasis de Marrakex”, “Paisaje del Atlas” y “Marrakex. Tumbas de los sultanes soodianos”. ]