Filosofía en español 
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[ Rodolfo Gil Torres ]

España y el panarabismo


Entre los numerosos acontecimientos políticos que han sacudido el Viejo Continente en los turbulentos días de la post-guerra, se destaca con singular relieve la reciente abolición del Jalifato turco, decretada por el gobierno kemalista de Angora.

Acontecimiento es éste que ha producido una honda sensación en los centros políticos europeos –ya bastante avezados a la contemplación de los más extraños cambios político-sociales– y, al mismo tiempo, ha suscitado los más vivos comentarios por parte de la Prensa occidental.

En realidad –y esto lo saben de sobra todos los que siguen con alguna atención la vida pública en el cercano Oriente– el jalifato de Estambul había muerto ya. Fue una víctima de la Gran Guerra. Mientras el cañón rugía en los Dardanelos y la inmensa cortina viviente de los jinetes del desierto cubría la vanguardia de los ejércitos aliados de Asia, allá, en la vieja Estambul, la hierba cubría lentamente los viejos patios del Serrallo, mientras resonaba en las calles el gutural acento de los gigantes rubios del Norte.

Luego... cuando una muchedumbre internacional y guerrera sustituyó a los germanos en el dominio de los Estrechos, Kemal-Pachá y sus bravos asiáticos supieron restablecer el equilibrio oriental a espaldas y aun en contra de sus pasivos compatriotas de la orilla opuesta.

Por último, el triunfo del ejército anatolio trajo consigo la sustitución del jalifa, que hasta entonces regentara los destinos del caduco Imperio, por otro más grato al partido vencedor.

Sin embargo, no por eso pierde su importancia el hecho reciente de la supresión del Jalifato. Esta es la ocasión indicada para resolver definitivamente la delicada cuestión de la jefatura religiosa musulmana, cuestión que trae consigo una serie de problemas no menos interesantes, entre los cuales destaca el del Panarabismo, tema principal de este artículo.

En segundo término vemos una serie de cuestiones de importancia secundaria para nosotros, como son el ponturanismo, nacionalismo turco, problema indio, &c.; pero que son cuestiones que interesan, no sólo a las muchedumbres que pueblan el próximo Oriente, sino también al mundo occidental, que no puede desentenderse de una cuestión que afecta a doscientos millones de almas y que cubre toda la zona de las primitivas civilizaciones.

Además hay que tener en cuenta la estrecha relación que existe entre los mundos islámico e industaní, para colocar este problema en un lugar preferente entre las grandes cuestiones políticas del momento.

Y no por eso debemos limitarnos a estudiar el aspecto actual de aquellas viejas comarcas, sino que es necesario tener siempre presente el pasado milenario de aquellos dilatados territorios que, tras de haber dado a la Humanidad una guía que encauzase sus pasos vacilantes en la consabida y desacreditada noche de los tiempos, aún tiene poder para crear nuevas formas de civilización.

El momento actual, en que se juntan las ultramodernas teorías indias de la no cooperación con los trascendentales descubrimientos del faraónico valle de los Reyes, nos invita a dirigir los ojos una vez más hacia la vieja madre de la civilización: Asia.

Mustafá-Kemal-Pachá, Mahatma-Ghandi, Zaglul Bajá, hijos todos de razas orientales esclavas o dormidas, crean formas políticas que encuentran rápida adaptación en las más modernas nacionalidades europeas. Entre tanto Persia, la arcaica nación sintética del Oriente, duerme y espera; la India busca su equilibrio político, y el mundo árabe empieza a sacudir el polvo de los siglos que le tapaba vista y oídos.

El semita, sol del mundo y viejo como él, aún no ha subido al puesto a que tiene derecho; pero subirá, y muy en breve. Las naciones que como España –que tantos paralelos geográficos ofrece con la Arabia– tienen una tradición oriental tan pujante y carecen de un imperio colonial que pueda cegar su influencia en Oriente con el fatal resplandor de la codicia, deben apresurarse a ocupar puesto preferente en el magno espectáculo que se avecina. La honda transformación que actualmente se opera en la vida política española puede facilitar esta labor.

Los árabes fueron los creadores del Islam, y el problema político del Jalifato no puede resolverse sin ellos. El estudio del panarabismo se impone como una realidad viva.

Su extremada complejidad le impide ser tratado en estas columnas con toda la atención que merece. Hoy sólo diremos que el hecho de poseer España un pequeño grupo de territorios islámicos le proporciona una magnífica ocasión para ensayar en ellos una política arabista digna de su brillante historia y nobles tradiciones.

Dos territorios de índole muy diferente forman el dominio musulmán de la nación española. La faja Norte del Protectorado marroquí y el conjunto árido de territorios que se extiende por la costa atlántica, constituyendo la prolongación natural del hermoso archipiélago canario.

Respecto al primero, vemos la larga lucha entre el Majzén árabe, de origen hispanomusulmán, representante de aquella brillante cultura que floreció antaño, bajo impulsos andaluces, entre los espesos muros de Fez, Marraquex, Rabat, Tetuán y tantas otras ciudades mogrebíes, y elemento que es hoy día el más eficaz colaborador de la acción protectora de nuestra Patria, por un lado, y por el otro, la feroz y agreste gente cabileña, destructora un día de la divina Medina-Azzara, y manantial inagotable de pacos hoy día.

En cuanto al segundo, sólo una fuerte acción cultural hispano-árabe puede librarle de las presiones extrañas que por todas partes le ahogan. Bereberes del Glaui y demás grandes caídes feudales al Norte; Rezzus tuareg, al Este, y por el Sur, el apogeo creciente de las bárbaras muchedumbres senegalesas, son elementos que rodean y ahogan en un estrecho círculo de hierro a los hirsutos nietos de los almorávides que pueblan nuestros extensos arenales.

En ambos territorios, poblaciones bravas y profundamente religiosas, a las que importa librar de extrañas presiones producidas por elementos musulmanes influidos por otras naciones europeas. Por tanto, y aparte de la acción que pueda ejercerse con los jerifes de nuestras zonas, importa poner en contacto a sus naturales con aquellos focos islámicos libres que vivan de su propia sustancia. Este es el caso del Oriente árabe, cuna y centro del Islam, y dividido en infinitos fragmentos que le imposibilitan para ejercer una acción política en Occidente.

¿Qué medios habría que poner en práctica para lograr este fin? Cuestión es esa que no nos incumbe, ni cabe en los estrechos límites de este artículo. Hay en España personas competentes que podrían llevarlo a cabo con gran éxito.

Sólo diremos que en este problema se presentan dos aspectos: el interior de nuestras zonas y el general pan-arábigo.

En cuanto al primero, quizá fuera conveniente la intensificación de la educación primaria hispano-árabe y su difusión por la creación de escuelas rurales en las cabilas, escuelas que unificasen en la cultura a las distintas gentes que pueblan las zonas españolas; la creación de medarsas de enseñanza superior musulmana; la de escuelas de artes y oficios, donde se perpetuasen las tradiciones artísticas andaluzas y orientales; el envío a Oriente de algunos eruditos de la zona; la atracción de maestros egipcios, libios o musulmanes de las colonias árabes de América (Méjico, Argentina, Uruguay), gente esta última ya preparada por la convivencia en aquellas tierras con españoles e hispanoamericanos, y, por último, la creación de un centro en que pudiesen estudiarse estas cuestiones, algo semejante al Istituto Italiano per l'Oriente, que en Roma realiza una función tan provechosa para las relaciones islámico-italianas.

Esto en lo pedagógico, y en cuanto a lo político y militar, la agregación del elemento arabizado al ejército del Jalifa; la creación junto a éste de una guardia árabe oriental; la de un cuerpo de meharistas orientales que asegurase la policía del Sahara, o cualquier otra medida que aísle a los elementos cabileños en su irreductible rebeldía, hasta lograr su fusión con los demás indígenas.

La atracción y utilización de las familias árabes de la zona y de los elementos jerifianos de origen oriental sería también conveniente para el mejor resultado de estos fines.

En el aspecto exterior, una Exposición islámica en Andalucía; una feria permanente en la zona, y la atracción de los árabes e indios que pasan por la región del Estrecho o por la de Melilla; la creación de una línea de vapores entre la zona y los puertos de Levante y el Mar Rojo; muchas otras soluciones que algún día habrán de surgir y que la brevedad de espacio nos impide enunciar.

Aquí sólo hemos tratado de poner de relieve el hecho de que una nación que como España desarrolló en los albores de la Edad Antigua una amplia cultura de origen camo-semita, y luego en pleno periodo medieval dio asilo a los más puros principios de la ciencia y el arte orientales, puede y debe ocupar un lugar preferente en el campo de las relaciones entre Europa y el Oriente moreno.

Todo lo referente a aquellas comarcas adquiere hoy una gran actualidad e intenso interés.

Spengler, Frobenius, P. Adam Delafosse, &c., científicos, literarios, políticos, ponen sobre el tapete la cuestión de las influencias orientales sobre las más remotas civilizaciones. La vieja tierra ibérica, tan empapada de sustancia oriental, no necesita realizar grandes esfuerzos para abordar este problema. Sólo hacen falta competencia y voluntad. La primera la hay, la segunda la hubo y puede resucitar.

R. Gil Torres