Eduardo Ovejero y Maury
¿Sómos nosotros un pueblo?
La introspección del espíritu social nos dice que sí; el análisis de los valores culturales, creados por nosotros sólo en parte, nos da una respuesta afirmativa. Hay una comunidad cultural española, impropiamente así llamada por su carácter cultural y por su carácter de comunidad; hay un grupo en estado de naturaleza, aunque con la vestimenta de la cultura, que tiene un ecumene de unos 25 millones de kilómetros cuadrados, siendo 15 millones de kilómetros menor, que la de los pueblos anglosajones y superior en más de 20 millones a la de los pueblos germánicos. Con una densidad de población igual a la nuestra, la población del ecumene hispánico podrá elevarse a 1.000 millones. El primer rasgo de nuestra comunidad es éste: un desequilibrio entre el área por nuestra comunidad acotada y el número de habitantes de ella, y si a esto se añade que somos más propensos nosotros a dominar en la tierra que a cultivar la tierra, este absentismo expone nuestra cultura al peligro de que desaparezca, porque sólo en un fuerte espíritu territorial puede encontrar la garantía de su conservación. Para dominar con el espíritu la tierra hay que evitar que el espíritu sea esclavo. Si hemos dado origen a una comunidad de pueblos que hablan nuestra lengua y llevan el sello de nuestra cultura; si hemos acotado para nosotros una parte del planeta y hemos vivido con fisonomía personal a través de los siglos y de las dominaciones históricas, soportando el yugo sin permitir que los aborígenes desaparecieran, bien podemos considerar que la característica del demos hispánico es el ser un núcleo celular de múltiples razas, un fundente, un crisol de sus caracteres antagónicos, una fuerza poderosa de atracción de sus actividades distintas, ¡Independencia y generosidad! El núcleo central de nuestra población es ario. Las inmigraciones e invasiones han determinado contactos con elementos camitas y semitas, siendo el territorio hispánico el teatro de la historia universal, más que el hogar y el solar de la propia historia, y el pueblo, no el agente personal, el protagonista, cuya vida dramática se desarrolla mansa o turbulentamente en la propia casa, sino el coro o el público, que soporta y paga escenas de una acción urdida por exóticos personajes. He aquí un pueblo condenado a la eterna servidumbre, desde que perdió por vez primera su libertad. Fue el que sintió con más ahínco su independencia; pero siempre la vio enjaulada en la adversidad.
Es paradójico pensar que, siendo nosotros el pueblo que tiene más sentimiento e instinto de independencia, seamos el pueblo que acusa una historia con menor independencia. Hemos soportado la hegemonía de todos los poderes del Mediterráneo: fenicios, cartagineses, griegos y romanos falsearon nuestra cultura original y primitiva y domeñaron nuestra independencia. Desde 414 a 711 –tres siglos– soportamos la influencia germánica de los godos, suevos y vándalos. El territorio los gastó, los enervó, hasta que, incapaces de sostener la organización aquí creada, se decapitaron a sí mismos, abriendo por el Sur las puertas de la traición, por donde penetraron a oleadas árabes, berberiscos, benimerines, almorávides y almohades. Este choque tropezó con los ganglios arios de nuestra nacionalidad en el Norte, en el Pirineo. La reconquista, que duró ochocientos años escasos, simboliza el proceso de nuestra emancipación nacional, en el cual se va creando lentamente la personalidad española, con un temple diamantino hecho a presión de ascética adversidad. La adversidad ha sido siempre la que nos hizo recobrarnos. La adversidad, madre de la perseverancia, nos ayudó a ser lo que fuimos, apoyándose en el sentimiento e instinto de la independencia, en nuestra libertad medular, que nos hizo grandes, heroicos, generosos y humanos. La adversidad será siempre la fuente inagotable de los ideales eternos. Tras un espléndido día de Mayo, eminentemente español, nuestro sol se eclipsó… ¿Para siempre?… ¡Ocho siglos para forjar el diamante, la nación, que en el tálamo nupcial de una loca generosa se convirtió en adorno de una corona imperial! Después, dos siglos uncidos al carro del Imperio austriaco y otros dos al de la dominación borbónica, para entrar en el siglo XX con la personalidad hipotecada a esos heraldos de la europeización, que durante tres siglos están enervando nuestra casta, más que como poderes, como símbolos de extranjería. ¡Ocho siglos para forjar la personalidad española! ¡Un idilio para esclavizarla! ¡Cuatrocientos años para descastarla! ¿Qué pueblo ha resistido más la adversidad? ¿Quién ha vivido con más intensidad, con más seriedad y con más grandeza el estoicismo, sin filosofar sobre él? ¿Cómo es posible que con un instinto tan acendrado de independencia hayamos llegado a perder tan pronto lo que tan caro nos había costado? Fuimos demasiado generosos, muy hidalgos, harto nobles, para permitir que los huéspedes de corazón se nos colaran en la despensa. Fuimos demasiado crueles con el gusanillo de seda, por ser demasiado glotones con las moras. Hemos forjado una personalidad y la perdimos en el mismo instante en que más la precisábamos para defendernos. Por basarla solamente en el sentimiento y en el instinto, por no haberla dado contenidos mentales propiamente españoles, entramos en el siglo XVI, en el siglo del renacimiento europeo, siendo medioevales hasta la medula, desconociendo el valor de la conciencia y de la libertad interior, que es el contenido vivo, espiritual y profundo de los valores eternos y humanos de la nacionalidad. Siendo señores del mundo no pudimos llegar al señorío de nuestras pasiones ni al de nuestra conciencia. Por eso rigieron nuestros destinos, quienes se valieron de nosotros como instrumento para sus propios fines, adjetivando a ellos los del más genuino españolismo. ¡Qué diferencia tan grande entre el renacimiento español del siglo XVI y el alemán del siglo XIX, entre Nebrija y Winckelman, entre los ergotismos escolásticos, que disputaban a Colón en Salamanca un Nuevo Mundo y la concepción copernicana! El Renacimiento nos puso traje nuevo sin quitarnos la roña de la piel. ¿Que no hubiese sido nuestra lengua sí hubiese sufrido el verdadero influjo del inspiraculum vitae de las brisas del Renacimiento? Con fuerte esqueleto espiritual y férrea musculatura afectiva, habría adquirido fuerza radiante, impulso dinámico, movilidad, complejidad, amplitud, viva organización sintáxica. En manos de literatos de profesión, de clérigos y de guerreros, de ociosos sin espíritu se hizo amena, enfática, pedantesca, empalagosa, conceptista, trivial, fría, amanerada, de carácter barroco, insoportable, muerta. Pero la lengua, para vivir, necesita coeficientes mentales propios y genuinos, es decir, una cultura espiritual característica, basada en la libertad de la especulación y en el apego entrañable a ella. Para que una lengua vibre con máxima musicalidad es preciso que la garganta no se sienta enjaulada. Las notas más sonoras, las armonías más profundas, [2] aun duermen en la entraña de nuestra lengua, víctima hasta hoy de una profunda ignorancia popular y de una falta de libertad de espíritu. La lengua lleva dos evoluciones bien distintas: la del pueblo y la de los eruditos. Esta disociación es funestísima para ella. Ya existía en el siglo XVI. En el XX, las instituciones educativas de carácter popular son las únicas que garantizan el consorcio de las clases que elaboran reflexivamente la lengua y de las que espontáneamente la viven. Un pueblo con un 50 por 100 de analfabetos no puede garantir una evolución lingüística normal. Este factor acusa, por consiguiente, que en la psicología del pueblo español se ha estancado una evolución cultural por haberse esterilizado el germen vivo de toda cultura: la libertad espiritual. La lengua acusa que hemos comenzado a ser un pueblo; pero que dejamos de serlo porque la raíz y razón de ser de una comunidad histórica es la soberana de sí misma, sin la cual todos los valores del espíritu objetivo y todas las cualidades del espíritu subjetivo se falsean. Energía, grandeza e hidalguía son las cualidades psíquicas más salientes de nuestra lengua nacional, que revelan el espíritu eminentemente aristocrático de nuestra cultura, que no es, ni mucho menos, incompatible con el carácter democrático de las costumbres.
El arte, como la lengua, acusa más bien las influencias extrañas que los valores propios. Lo característico del arte español en el orden psíquico, es la sobriedad, la severidad, la sencillez, la idealización parsimoniosa de lo real, la originalidad, la movilidad temperamental y la naturalidad. Las influencias exóticas, imprescindibles en un pueblo guerrero, que ha padecido mucho tiempo artistas mercenarios, para quienes lo nacional en el arte era lo de menos, fueron castrando poco a poco el contenido espiritual castizo de nuestros valores artísticos, engendrando una técnica cuyo denominador común para todas las escuelas y épocas está integrado por la imitación, un refinado savoir faire y por la mediocridad. Así como la lengua en boca de abogados, de teólogos y gente picaresca, degenera en un conceptismo bárbaro y en un culteranismo insubstancial o en charla soez, el arte de imitación degenera en artificio, cuando no en oficio propio de confeccionadores. ¿Dónde está lo hispánico, lo genuinamente hispánico en nuestro arte de los tres últimos siglos? Tal vez sean solamente la Escultura y la Pintura las únicas que se rediman de la nota de la influencia. La Arquitectura y la Música, artes propiamente sintéticos, acusan todo menos cultura castiza y nacional; todo, absolutamente todo, menos el españolismo. Y es de advertir, que ni en hablar somos parcos, ni en ingenio sobrios, por lo cual el Arte y la Lengua, como valores propios de la originalidad de un pueblo, en su espontaneidad, se dan con la mayor fuerza y pureza.
Así como el Arte y el lenguaje son expresión formal y externa del espíritu de un pueblo, la Religión y la Moral deben serlo del contenido íntimo de su conciencia, del estado total de ella, en las relaciones humanas y en las relaciones de transcendencia con Dios. La religión entre nosotros, con ser un pueblo profundamente religioso, se valora más por su contenido dogmático que por su eficacia ética. El sacerdocio degenera en profesionalismo, el fervor en beatería, el culto se estanca en el ritual. Sólo la mística, que es como fresca amapola en campo de trigo tempranero agostado por el sol, nos redime de esta falta. Se ha pensado más en el proselitismo de la causa religiosa que en la formación genuina de la conciencia cristiana, para un ideal de vida propiamente cristiana. Se ha preferido exaltar la fantasía con la visión trágica de la muerte, del infierno, del juicio y de la gloria, que domesticar el corazón para convivir humanamente y en Dios con el prójimo. Por eso, siendo el pueblo español un pueblo naturalmente religioso, no pudo estar hasta hoy peor educado para la verdadera religiosidad. Y siendo la religión el valor supremo de los valores culturales, el que da más profundidad, amplitud y elevación a la conciencia humana, como coeficiente cultural para nuestro pueblo, en lo que respecta a su conciencia íntima deja aún mucho que desear. Hay que transformar profundamente nuestra educación religiosa.
En el dominio de la moral ocurre lo propio. El pueblo español es, naturalmente, honrado. Pero la moral como aglutinante de convivencia social, falseada por la hipocresía, la mala fe, la sutileza, el casuismo, el formalismo, la mentira, la calumnia, la injuria, la blasfemia, el escándalo, el cinismo, el adormecimiento de la vindicta pública para castigar con la reprobación aquello para lo cual son indulgentes las leyes, no pudo quedar reducida a menos. También en esto, juristas y teólogos llevan su tanto de culpa. Así como la lengua se ha polarizado en conceptismo estéril y formalismo empalagoso y trivial, la moral de nuestro pueblo se desdobló entre el qué dirán y el ahí me las den todas, siendo su elemento de conjunción el histrionismo, y su trayectoria parabólica la osadía, basada en la debilidad o en el mayor decoro de las demás. En el fondo de todo, el mal emana de dos cosas: primero, falta de conciencia y sentimiento vivo de dignidad colectiva, y, segundo, excesiva ignorancia, credulidad o candidez, respecto de las intenciones y actos de los demás. Hay condenados por desconfiados, pero son más los que sufren castigo por crédulos. Aquí vemos también que la evolución natural de este valor en nuestra comunidad española se ha estancado, siendo el fin de la educación encauzarlo, estimularlo y garantirlo.
El pícaro, el canalla, el flamenco, el bandido, el usurero, el don Juan, el perdonavidas, el testaferro, el que tiene una ética para la casa y otra para fuera de ella y otros tantos tipos de nuestra fauna moral están pidiendo a voces una reforma severa de nuestras costumbres, una instauración de la ética española a base de sus virtudes cardinales: independencia, hidalguía, generosidad, humanidad y justicia. Nuestra ética actual es una corrupción producida por la incultura del pueblo y por la perversión de sus clases directoras, inoculadas con múltiples microbios de la inmoralidad exótica. Así hay, pues, un falso españolismo que degenera en españolada.
El Derecho y la Economía son al espíritu social lo que la moral y la Religión son al contenido interno de la conciencia colectiva. El malogrado Costa quiso beber en las fuentes del Derecho consuetudinario y de la Economía popular, para poner de relieve el contraste con el Derecho y con la economía actual. Nuestro Derecho, urdido con influencias exóticas, ha degenerado en un tejido de ficciones, siendo la verdadera maestría el saber burlarlas. Hecha la ley, hecha la trampa, se dice y es verdad; pero la primera trampa es la ley misma, y la primera ficción, la capacidad y función de legislar. Derecho y Economía son dos valores de nuestro espíritu objetivo, que revelan bien a las claras la mediatización de nuestra personalidad jurídica y de nuestros recursos económicos. Si en el orden de la economía colonial hemos degenerado en una colonia de Europa, en el orden del Derecho nacional e internacional hemos consentido una mediatización que, partiendo de afuera adentro, tiene su último órgano en el cacique rural. La justicia y el bienestar social son los dos elementos cardinales del Derecho y de la Economía como valores objetivos de un pueblo. ¡Y qué mal andan entre nosotros! Con tanta pobreza y miseria material y espiritual, la gracia se ejerce a expensas de la justicia; y cuando se hace justicia, aquel que la recibe tiene que aceptarla como gracia. Así como en el orden económico cada uno va a lo suyo y de economía nacional no hay más que el nombre, así también en el orden jurídico no se persigue más que conservar incólumes los formulismos, las apariencias, el procedimiento, buscando precedentes con cualquier pretexto para burlar la ley con la ley misma. En este sentido, el Derecho y la Economía, que debieran hermanarse con la Ética, se han divorciado entre sí y se han divorciado de ella. El vicio radical es la carencia de solidaridad jurídica y solidaridad económica. Sentir una común necesidad y sentir la necesidad de una ley común es la primera condición para vivir socialmente como pueblo. Pero para eso sería preciso que el espíritu jurídico y el espíritu económico respondiesen a un ideal radical y entrañablemente colectivo. El problema de nuestra Ética, de nuestro Derecho y de nuestra Economía es un problema fundamental de organización de nuestra vida pública a base de la nativa individualidad.
Analizando el espíritu objetivo, veamos ahora los elementos que integran el alma popular. En realidad, no puede hablarse de un alma popular única, sino de muchas almas. El espíritu peninsular es como la franja del espectro. Saber recoger los haces diferentes en un ideal común es la misión y el deber de las clases directoras. Formado nuestro pueblo por la asimilación de dos razas (celtas e iberos), sufrió después el enquistamiento de otras dos (árabes y judíos), y en vez de procurar asimilarlas al núcleo central (celtíbero) las expulsó, siguiendo, por razones de religión y de economía, en la Península una política contraria a la de nuestra colonización en América, basada en gran parte en el mestizaje. La expulsión de los judíos y de los moriscos es una de las causas más patentes de nuestra súbita decadencia. El capitalismo industrial y el progreso agrícola estaba vinculado en ellos. En franca y sincera comunión con sus propias creencias, el espíritu de libre examen no sería una novedad entre nosotros, la tolerancia no se ejercería meramente de labios afuera y el histrionismo no se habría instituido en nuestra enfermedad endémica nacional. La personalidad del demos se desarrolla a base de una perfecta asimilación y armonía de los elementos étnicos. Y sólo de una perfecta integración orgánica pueden surgir un logos, un ethos y un pathos, que traduzcan exactamente y genuinamente el españolismo. El proceso formativo de la personalidad del pueblo ha de iniciarse respetando su libertad intrínseca: la autonomía, la autarquía y la autoestesia de la casa, del solar, del pueblo, de la ciudad, de la región. La Metrópoli ha de brotar del consorcio de familias, de ciudades y de regiones. Sólo así podremos romper las fuertes ligaduras que [3] mantienen una mediatización secular del pueblo, vinculada en tres poderes, que obran en conjunción: oligarquía, caciquismo y tutela internacional. De esta última arranca todo. Todo procede: 1.º, de una gran falta de conciencia y libertad interior; 2.º, de la carencia de propiedad colectiva, familiar, municipal, regional y nacional, que hace posible la existencia en España de un régimen de economía cabileña y colonial; 3.º, de una pésima organización del trabajo, de la cultura y de las actividades sociales, que no responden a las exigencias del espíritu nacional. No se siente la necesidad común, no se vive en comunidad el ideal.
Al descentrarnos nosotros, en los albores del Renacimiento, del espíritu nuevo, pretendiendo nadar contra corriente, se hizo posible nuestro aislamiento del mundo. La leyenda negra fue un producto más bien que un factor de nuestro solipsismo. Los huéspedes que echamos del comedor se llevaron las llaves de la despensa, y cercándonos la casa de enemigos, nos fueron enjaulando poco a poco en nuestros propios vicios, haciendo que el fracaso quitase valor a nuestras virtudes. Y empezó la desconfianza de nosotros mismos. Quien comienza a dudar de sí propio, ¡qué cercano está de la muerte! Más nos valiera entonar un mea culpa fervoroso y sacar del arrepentimiento fuerzas para vivir nueva vida. Porque si el mal está en nosotros, la salvación ha de estar también en nosotros.
De este prolijo análisis se desprenden tres cosas: 1.ª, el carácter incipiente, rudimentario, primitivo, de la cultura española, castizamente española, afortunadamente para nosotros; 2.ª, la falta de evolución y asimilación de los elementos étnicos peninsulares en un demos nacional común; 3.ª, la disociación entre la masa social y sus clases directoras, sin cuyo maridaje no es posible una formación robusta y sana de la personalidad y de la conciencia nacional.
El Estado actual como ficción jurídica, que ampara múltiples y antagónicos poderes, ha de convertirse en un poderoso Estado nacional, que sea la síntesis de todas las energías nacionales y que sirva de tutor, propulsor y garantía de cada una de ellas, procurando armonizar la rebeldía intrínseca del individuo español con la simpatía, con la cordial fraternidad, que es la suprema garantía de la convivencia actual y de la supervivencia en nuestros hijos.
Ahora ya podemos responder a la pregunta que encabeza este ensayo, sintetizando nuestro examen. La naturaleza ha hecho lo posible para que seamos un pueblo original y característico en la Historia; pero nosotros, exagerando nuestras virtudes y encariñándonos con nuestros vicios, hemos pretendido detener el curso del sol cuando renacía, y nos hemos quedado a obscuras, en una noche glacial de tres siglos, fiel imagen de la muerte, donde si alguna vida vivimos fue de precario, y más extraña que nuestra. Volvamos a nosotros mismos y encarnemos nuestro espíritu en nuestra propia tierra, fija la vista en el ideal. A su calor y en su regazo cobraremos nuevas fuerzas para hacernos libres y para libertarla a ella, empezando la nueva reconquista del españolismo y de España.