Adolfo Bonilla y San Martín
Se necesita un gobierno
Esta frase se oye hace días por todas partes, y late hace mucho tiempo en la conciencia de la mayoría de los españoles.
Nos hallamos convencidos de que España viene siendo mal gobernada, y de que en Instrucción pública, en Guerra, en Marina, en Hacienda, en relaciones internacionales, en organización judicial, en obras públicas y en muchas otras cosas, nuestra situación ofrece defectos gravísimos, que dificultan el progreso nacional, a pesar de que esto último, contra viento y marea, sea perfectamente ostensible. No tenemos una sola Universidad bien establecida ni organizada, ni Ejército ni Marina útiles y preparados para cualquier contingencia de alguna gravedad, ni hacienda ordenada, ni tributación justa y bien repartida, ni previsión de conciertos político-económicos con otras naciones, ni se ha pensado eficazmente en nada verdaderamente transcendental para la prosperidad del país.
Sabemos todo eso hasta la saciedad, y sabemos también, en parte, a qué atribuirlo: a la notoria ineptitud de ciertos políticos, en cuyos programas (cuando los tienen, que ya van pasando de moda) no constan sino frases hueras, o propósitos de adelantamiento no acompañados de indicación alguna que revele estudio profundo de los problemas gubernamentales. Semejante estudio huele a tecnicismo, y los políticos suelen aborrecer a los técnicos, porque les estorban o les sonrojan.
Sospechamos igualmente que, en cuanto a otros políticos, el fracaso no debe consistir en falta de condiciones de aptitud mental o de reflexión, sino en la imposibilidad práctica de llevar a efecto ninguna reforma beneficiosa. Marchan por horas, como los coches de punto: se les alquila para salvar momentáneamente una situación; apenas tienen tiempo para preparar los Proyectos de Presupuestos; si meditan alguna reforma más o menos importante, antes de llevarla a la Gaceta se ven obligados a dejar el Poder, o, si aparece aquélla en el periódico oficial, no tarda en ser anulada o modificada por el sucesor. Toda iniciativa es estéril, todo encauzamiento imposible: entre elecciones y cuestiones de personal (que viene a ser lo mismo), transcurre rápidamente la vida de los Ministerios. Todos nuestros gobiernos, desde hace largo tiempo, son de tránsito, y nunca llega la estabilidad anhelada.
Por otra parte, hace muchos años, asimismo, que el régimen parlamentario está en litigio, y aun, en ciertos respectos, condenado a muerte. Sabemos que las Cortes no sirven para legislar, por su falta de continuidad y de preparación; que apenas sirven, tampoco, para discutir seriamente los Presupuestos; que su organización descansa en la más conocida y vulgar de las ficciones… y, sin embargo, no hemos pensado en la manera de sustituirlas.
Sólo resulta claro, entre todos los anhelos [2] sociales que de mejor o peor manera se manifiestan entre nosotros, cierto deseo de moralidad pública y de autonomía, que no representan sino el asco, cada vez más profundo, respecto de los desaprensivos, y el intento de sustituir una dirección central que no oprime, pero que no sabe dirigir, por iniciativas más técnicas y mejor vigiladas.
Es preciso renovar, destruir, cambiar todo esto; sustituirlo por gente nueva y por procedimientos nuevos. Pensar que de la asociación personal de los caudillos de agrupaciones arcaicas y fracasadas, puede resultar algo provechoso para la prosperidad nacional, es lo mismo que creer que, reunidos diez individuos, ninguno de los cuales tiene particularmente cinco céntimos, surgirá, por arte de encantamiento, la posesión de un capital considerable.