Filosofía en español 
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La cuestión del cinematógrafo y la de la moral de la calle

José Lleonart

Contestación al cuestionario sobre la moral del Cinematógrafo

La invitación de “Cataluña”. Esta revista ha abierto una información sobre la moral pública en su doble aspecto: la moral de la calle y el Cinematógrafo. Las excitaciones de índole sexual o criminal de algunas películas, carteles terroríficos u obscenos, canciones callejeras, &c., son los puntos que propone la redacción a los que, interesándose por la cuestión, entiendan intervenir en ella con ánimo reformador.

Una observación preliminar. En conciencia, no puedo abstenerme de una respuesta; pero tampoco, ya que de buen grado la doy, pretenderé ser juez en más de lo que de los hechos se me alcanza.

Para llegar a la moralización pública, es bueno ir a la reforma del ambiente, de los objetos, y seré el último en negar la parte de complicidad que pueda tener en una acción inmoral todo cuanto de origen impuro o provocador entra por los sentidos.

No obstante, suponiendo por un momento que la ciudad ha quedado limpia en lo posible, de excitaciones externas: teatro libre, crueldad y lascivia en películas y carteles, paréceme que no se habría arrancado aún de cada alma de ciudadano un peligro inminente, que yo aseguraría tener, respecto a la integridad moral del mismo, una influencia más decisiva que la de cualquier excitación material externa.

Sí; yo estoy cierto de que este niño a quien, sea en buena hora, anhelamos sustraer a la inmoralidad del ambiente objetivo, el día de mañana tiene que hallar otros riesgos mayores dentro de sí mismo: el joven rico, en la muelle facilidad de su condición; el menos afortunado, en la atracción al rebajamiento o a la rebelión que lleva apareada la indigencia o la mediocridad en dinero o en talentos; el que llega a una posesión o a un mando en lo difícil que es, según los pueblos y los tiempos, mantenerse en el poder o en la riqueza sin olvidarse de que los hombres tienen un valor por encima de los fines materiales y de las ideas. Y estos peligros centrales a la honradez, a la templanza, al orden, no solamente en su condición los hallará el joven, sino además en la misma esencia de su profesión de negociante, de pensador, de político; quiero significar en lo difícil que le será mantener íntegra su personalidad moral a través de la contienda entre la ocasión y la conciencia.

Reformar las cosas, el ambiente, sanear éste hasta un grado de pureza que lo haga respirable al sentido de la más cándida de nuestras hermanas, es una empresa laudable; pero yo, sin vanidad de amonestador, creo que a la campana emprendida a favor de la moralización del ambiente debe seguir necesariamente en pró de una reforma en las conciencias, porque esos peligros que los ojos no ven y los oídos no perciben, esos que llevamos dentro y tienen que ponerse en acción fatalmente al simple contacto del negocio con los hombres, creo que son más funestamente determinantes para la personalidad de cada uno y de un pueblo en el orden moral, que cualesquiera sensación objetiva que nos entre por los sentidos.

El Público. En el ataque en cuestión que los objetos ejerzan sobre la moralidad pública, conviene atender: lo uno, al espíritu con que la gente se pone delante los objetos de inmoralidad, y lo otro, a las consecuencias que la vista de éstos pueda influir a sus acciones.

Yo tengo mis sospechas de que el público se llena de cinematógrafo y de teatro ligero, casi diría inopinadamente, por costumbre, por gusto de diversión económica, para cambiar de postura, para reírse, para ver al novio, como pretexto de encontrarse con los amigos.

Los que deliberadamente buscan en en el espectáculo lo cruel o lascivo aseguraría ser muy pocos; júntese a estos el coro de sátiros villanos que con el beneplácito de los empresarios se regalan con sesiones íntimas para hombres solos; ambas categorías de espectadores aún el día que el aire quedara purificado de la canción obscena y del género bajo y del terror de los ojos.

Pero, volviendo al público en general, creo que este no suele preocuparse en analizar la calidad de lo que agrada a su apetito, o le es un pretexto de voluptuoso escalofrío, o un entremés divertido de su encuentro con el novio o con la familia amiga.

La despreocupación y la rutina y la moda no se entienden de examen de conciencia, y no digo ya del niño, pues a este le llevan, lo cual atenúa su responsabilidad.

Pedir que los asiduos al espectáculo reaccionen contra lo que de tanto tiempo viene siendo su aperitivo y su digestión, sin que hayan notado molestia, sería excesivo. Un público así reacciona si acaso por el cansancio natural, que viene a ser como su rudimentaria conciencia. Con todo, los que aspiran a ser jueces en este pleito, quizá no deberían aguardar a que la naturaleza se rinda por decaimiento del humor natural. A la gente que no entiende de su gobierno interior le conviene para su mayor bien el ser gobernada.

He dicho que el segundo punto que tomaré en consideración por lo que atañe al público es la culpa que en los actos individuales o colectivos; crímenes, adulterio, perversión moral, rebeliones, puedan tener las excitaciones de índole cruel o lasciva que le entran por los sentidos en el teatro, en el cine o en la calle.

Al llegar a este punto, creo que es donde debemos ser más parcos en afirmaciones, porque, ¿quién se atrevería a determinar el residuo, la cantidad que en el crimen de fulano o en la conducta relajada del otro, o en su hablar innoble pueda haber de consecuencias de cosas vistas, y la otra cantidad que aporte a tales desórdenes la inclinación mal gobernada por dentro, o los móviles personales, o la genialidad? ¡Hay además tantas personas en las ciudades cuya inmoralidad nace no de la índole de lo que perciben, sino de que lo perciben todo con igual ligereza de ánimo!

Y hablando de otro aspecto de lo mismo, ¿quién se adelantará a juzgar, cuando vemos que tal persona que creíamos la más diáfana, guarda un fondo de misterio dentro del alma? Yo mismo he oído afirmar a una joven toda bondad y educación, pero sin asomo de pretensiones filosóficas, como, generalizando, el desnudo en pintura producíale un efecto que vulneraba su sentimiento de la pureza, mientras que el desnudo en escultura le dejaba tranquilo el espíritu y agradado el sentido. Id luego a sentar afirmaciones totales.

No quiero aparecer sospechoso de llevar la contraria sistemáticamente a los iniciadores de la información. Veo claramente la existencia del objeto en sí mismo inmoral: películas, zarzuelas, coplas, propaganda por el cartel. Pero de los efectos que de estos objetos se sigan en las acciones de la gente debo confesar que no he alcanzado a comprobar lo suficiente para sentar afirmaciones.

Puedo dar fe de que algunos niños son asaltados en sueños por las visiones recientes de películas terroríficas, y que estos sueños son contrarios a su bienestar, pero al escuchar luego las conversaciones de estos mismos muchachos, y las de otros, me apercibo de que, más bien que de temas sentimentales o de crímenes, suelen discutir de mecánica y de estrategia, de guerras y dignidades, del dinero o de las proezas de sus padres, o de lo que hallan censurable en el compañero, cuando no de cosas indiferentes. Y lo mismo se repite en las conversaciones de las niñas, sobre temas propios de su sexo, naturalmente.

Quizá la influencia de las excitaciones externas en cuestión, sea máxima para la conducta futura de los niños incultos o de una sensibilidad enferma, y que encima de uno de esos datos no conozcan más distracción que el cine y la zarzuela. Pero esos otros atraídos por variedad de centros de interés, de las ciencias, de la naturaleza, de la sociedad, sino invulnerables, hallará menos espacio en su espíritu el veneno que la inconsciencia y el interés elaboran en la ciudad. Estas son, de todos modos, puras suposiciones.

Concluyendo: se me alcanza la inmoralidad de los objetos, y la repruebo, pero dejo para otros el determinar la parte de culpa que esos tengan en el acto criminal, en la vida liviana, en el adulterio, en la rebelión.

Paréceme que el público en general peligra en su alma principalmente por los móviles que se originan dentro de ella misma, y más que por lo externo, que el desconocimiento y no la perversidad le hacen reo de inmoralidad en este particular del cine y del teatro. El amigo Rucabado dijo muy bien, que no es que la Moral nos huya, sino que todavía no la hemos conquistado.

Los empresarios. Aquí estaría en su lugar la frase de uno que al cabo de cualesquiera lamentaciones a propósito del arte de la política de la lucha por la vida, solía poner punto a lo que en los demás eran planes o protestas, con este breve fallo que pronunciaba en tono sentencioso, al través de una sonrisa: “Desengañarse, Barcelona es de los empresarios; a ello debéis conformaros y fuera de esto, es todo gasto por demás de palabras y de esfuerzo.” Por esta vez, hago mío ese fallo del regocijado sujeto, y creo más, que la moralización del espectáculo y de la calle o nos la traen los empresarios o durará muy poco.

En oposición al público que se abandona a su natural humor y costumbre, ellos no ignoran la calidad de las curiosidades que despiertan, y además de ese par de películas inmorales que suelen exhibir un tipo de película extra, que cuida de que reaparezca siempre a través del último programa, y en este tipo de película que es como patente suya, ofrece cada empresario el halago o el aperitivo adecuado, según que su vecindad sea de gente obrera, o de gente acomodada, o de artesanos, o centro de aventuras mujeriegas.

El empresario es el que por cálculo da la misma zarzuela unos días en verde y otras en blanco y a ciertas horas lícitas, para salvaguardia de honestas familias. Y la purificación de dicho espectáculo consiste en dar lo mismo que los demás días con un par de coplas finas, en lugar de las usuales.

El empresario es el que, aun en las salas de cine que tuvieron por divisa la moralidad íntegra, no se le ha ocurrido mejor solución, más de una vez, que poner lo sucio en lugar de lo sensual, porqué en alguna forma tenía que dar complacencia a las ganas de reírse de sus asiduos, quienes, opinando tal vez que la porquería no va contra ningún mandamiento, encuentran en ella su placer. Y el empresario lo ha tenido en cuenta y ha dado lo suyo a los que, más recios de estómago que de espíritu, se escandalizarían de un beso en película y aguantan sin asco una historieta cochina.

El empresario es el que se anuncia en carteles y fotografías, a lo largo de las Ramblas precisamente y no en las demás calles, y, al revés del público en general, lo hace así por cálculo codicioso, ya que la Rambla es como el río grande a donde afluye la pesca más abundante y varia: el payés, el viajante, la mujer que va de picos pardos, el hombre de mar, la sirvienta, el estudiante y el curioso desocupado. Los carteles aludidos son de asunto terrorífico, los más, con algunos del género sicalíptico. Los kioscos de la misma Rambla, exhibiendo su par de libros de burdel, amén de las exhibiciones terroristas; y los aparadores de postales de algunas calles próximas, son como derivaciones del río grande, vedado de los empresarios pescadores, que reaparece luego más lejos, en el Paralelo. Sí, en este ramo de la propaganda los sitios son feudo de los empresarios.

Medios de moralización. Que se me otorgue ante todo, preguntar a los que patrocinan esta: ¿Creéis que el Cinematógrafo sea nocivo directamente al alma de los ciudadanos, y en particular de los menores, por el sedimento que deja en ella la vista de algunas películas lascivas o terroríficas, o bien, creéis que el Cinematógrafo sea nocivo en sí y en conjunto por deprimir físicamente el sistema nervioso, y que esta depresión pueda redundar luego en perjuicio de la energía moral?

En este segundo caso, aun cuando el mal sería menos grave en su aspecto moral inmediato, creo que debiera irse a la supresión total del espectáculo, por ser permanente la presencia del peligro; pero en el primer caso bastaría con suprimir las películas juzgadas inmorales.

¿Otros remedios? En la ciudad de Berna están vedadas las puertas del cine a los niños hasta cumplidos sus catorce años; esto además de que las películas pasan por una censura. En algunas escuelas de Norte América se ha introducido el Cinematógrafo como auxiliar de determinadas secciones. En Barcelona es ya un hecho el teatro para niños. En algunos colegios nuestros los jueves están dedicados a excursiones con finalidad científica, naturalista, industrial, arqueológica, geográfica, y en ellas se satisfacen los pequeños de lo que, bien pocos de nuestros padres y acaso de nosotros mismos, hubiéramos sospechado a su edad. He aquí algunos medios de abstención para los menores.

En lo que toca a la moral de la calle Cataluña inicia el plan de que los maestros de escuela obtuvieran jurisdicción única o mancomunada con los padres de familia o con la autoridad, sobre la moralización de la vía pública, cada maestro en las calles que circundan su escuela.

Me sea permitido preguntar: ¿esta jurisdicción, en qué sentido? ¿Quiérese convertir al maestro en verdadero agente de la autoridad o bien en amonestador o delator? Si lo último, ¿qué otra misión sino esta vienen ejerciendo el periódico, la institución de Padres de Familia y los párrocos en sus iglesias?

¡Ay de la ciudad que se viera obligada a remover, por ese estilo de orden las atribuciones!

Cada uno en su sitio, creo que conviene mejor: el maestro educando, y los que gobiernan la ciudad, con la ayuda de sus agentes, gobernándola, en el sentido de suprimirle objetos inmorales, ya que las gentes no aciertan a gobernarse por sí mismas.

El pleito en manos de los empresarios. El que ha pecado más, debe ser por hidalguía el primero en ceder. Que el negocio deje el paso libre a la moralidad objetiva; y de ella en el teatro, en el cine y en la calle es responsable el empresario, el único que en medio de la despreocupación, de la liviandad, de la costumbre, de la moda, del humor hidrópico de distracción, conserva el seso despierto para la especulación. Aquí, empresario, significa también, el literato que a sabiendas, y por codicia de dinero o de simpatía escribe las coplas bajas que luego se derraman por la boca del pueblo. Todos ellos son árbitros en este pleito de la moralización de los objetos, para el cual es un factor más funesto la codicia que el espíritu de lascivia o de crueldad.

Y si el negocio de los empresarios dependiera de ese par de películas sangrientas o de esa escena de bajo precio, o de esas coplas, cuya gloria viene a morir entre los pucheros o en la garganta de un golfo, que yo no creo que de ello dependa, saquen el pecho por esta vez los empresarios, y vayan contra corriente, imponiendo, no lo que pide la inconsciencia, sino lo que pide algo más elevado; y aunque fuera quebrando y debiendo cerrar las puertas de su sala... ¿Cabe mayor gloria para ellos que la de acreditarse como emperadores de la moral objetiva, puesto que como negociantes tienen ya hecha su fama? Aquel día por las calles y en el atrio de teatros y Cinematógrafos podrán grabar como a divisa de su victoria esta inscripción: Murió la codicia, y la moral amaneció con la frente un poco más levantada.

¡Empresarios, la inmoralidad de los objetos es cosa vuestra!

José Lleonart.