La cuestión del cinematógrafo y la de la moral de la calle
Juan Moneva y Pujol
Contestación al cuestionario sobre la moral del Cinematógrafo
I. Contestar es fácil; dar solución eficaz es difícil; opto por fomentar el apartamiento, pero esa medida no es eficaz; un día lluvioso hace argumento más fuerte a pro del Cinematógrafo que muchas lecciones morales, su baratura es gran seducción; su aptitud para ilustrar, constituye el doble fondo con que pasa su contrabando.
Es vano proyectar negaciones: la gente no deja el Cinematógrafo sino para ir a otra diversión más atractiva de igual o menor precio; más barata, en igualdad atractivo. No conozco ese substitutorio.
Buen clima, vías públicas bien cuidadas y tradición, hacen espectáculos al aire libre: sardana, jota, muñeira; pero no siempre ni en todas partes es apacible la temperatura, ni hay un parque, ni la Plaza Mayor está llana y limpia; y, cuanto a la tradición, la moda es su enemiga y la lleva muy derrotada; como que la moda vale para dar de comer a muchos –principalmente intermediarios– quienes, si la tradición imperase, venderían menos. La sardana es siempre igual. El Cinematógrafo permite, cada día, uno o más estrenos sensacionales.
¿Control? ¿Cuál? ¿Una previa censura en defensa de la moral pública? Entonces precisaría comenzar por el periódico, por el libro y por el teatro; sin esto, la represión del Cinematógrafo sería cebar la crueldad en el débil, por falta de valor para más arriesgados empeños. Puestos a reprimir, habríamos de comenzar, cuanto a plasticidad, por la inmoralidad de tres dimensiones –varietés, cupletistas–; cuanto a poder infeccioso, por la prensa y la novela.
II. No; a todos; los niños resultan los menos contaminados, a no ser que llamemos niños a los adolescentes; lo sexual les impresiona menos, por la falta de apetencia; lo criminal, más puede asustarlos que atraerlos.
Es frecuente ver personas que lloran leyendo una novela, mucho más viendo un drama; que toman afectos de amor o de odio a respectivos personajes de la farsa novelesca o teatral: para estos es un peligro el Cinematógrafo, pero aun más lo es una novela por entregas o por folletines; y no las de Trigo, más las de Fèval y Montepin. A estos adultos desmoraliza el Cinematógrafo; no sólo, ni principalmente, cuando exhibe pornografía o hemofilia, mas en las escenas patéticas de cualquiera fábula muy moral en donde al fin sale el vicio castigado y la virtud triunfante.
¿Conocéis “Cuore” de Amicis? Está hecho para fomentar el sentimiento en los niños; yo lo tengo por un libro de perversión: perdonadme esta imagen vulgar; ese libro, en España, produce el mismo efecto que estirar las narices a un niño que ya las tiene muy largas al nacer. La ortopedia española debe inspirarse, ante todo, en este postulado fundamental: frenar el sentimiento.
Quienes aspiran a regir, y quienes ya rigen los altos destinos de los Estados, se ríen interiormente con sarcasmo de esta verdad imperiosa, y procuran embriagar de sentimientos a la masa, porque esto es más fácil y más rápido que fortalecerla de convicciones. Y enseñan a gritar ¡Libertad! ¡Patria! y otras cosas semejantes con que hacer secuaces de una conmoción social, o dóciles al que, por tiempo, impera. ¿Cómo hemos de pedir con éxito a empresarios sin conciencia que practiquen la conveniente ortopedia social suprimiendo esos ejemplos pasionales, cuando de arriba nos viene el ejemplo de aprovechar el sentimentalismo de la raza para bastardos fines? Si nadie se molesta en infundir la “noción” de la Libertad y la “convicción” de la Patria, sino que se limitan a excitar esos “sentimientos” ¿cómo de un espectáculo barato y pasajero podremos hacer un instrumento reflexivo de cultura?
Pero conste que el peligro del Cinematógrafo no está tanto en su inmoralidad como en la revulsión del sentimiento ineducado; y que sus daños alcanzan más a los jóvenes y a los adultos que a los niños.
III. No lo sé; y me refiero a lo dicho en el número I. Creo, además, que, utilizando el Cinematógrafo como instrumento de trabajo en las Escuelas, y enseñando, en sesiones públicas, el modo de artificiar películas de fingidos sucesos, ese espectáculo perdería mucho atractivo entre la gente que hoy le halla, entre otros méritos, el de la autenticidad de las escenas.
IV. Contestar a esta pregunta sin protestar –con respeto y cordialmente– su redacción, sería consentirla. A quien menos corrompe la coacción de inmoralidad de la calle, es al niño; a éste lo desmoraliza más coger nidos o pegarle a un caballo de cartón que ver una colección de retratos de mujeres en postales al uso.
Conviene medir el valor de las palabras, y no usar adjetivos hieráticos a voleo. La misión del Maestro no es sacratísima ni aun sagrada; es un arrendamiento de servicios, ¿muy delicados? concedo, para no extremar la resistencia; nunca tanto como los del médico; nunca más que los del boticario, los del arquitecto, los del abogado; enseñar a conjugar, a dividir o a recitar los países de Europa con sus capitales, no es grave cometido; no creo en la educación de la escuela; lo más que ésta enseña son reglas de urbanidad, inestéticamente practicadas. No creo en la eficacia educativa del actual censo de Maestros; quien quiera, cátela en sus periódicos profesionales; allí se muestran tales como son.
Nada de jurisdicción al Maestro para esas ni otras funciones de policía; ¡horror! ¿quis custodiat ipsos custodes? Además, ¿quién es el Maestro? ¿sólo el oficial? ¿sólo el titulado? No: maestro es todo el que enseña; ¿y a todo el que enseña habíamos de darle esa participación en el nuevo y mixto imperio?
V. Para la definición del orden moral no hay sino el Sacerdote; para la afirmación y la defensa de él no hay sino la familia y la Sociedad: por la familia, el padre y la madre, sin que los suplanten ni los avergüencen educadores de alquiler; por la sociedad, el Poder público, mediante su Magistrado; y, principalmente, mediante el Magistrado municipal, pues el Municipio es prolongación de la familia, y es institución natural, como ella.
Los Regidores de hoy no pueden entender de todo; ni el sufragio amorfo ni la misma representación proporcional hará al Ayuntamiento retrato ni aun cróquis de la sociedad de su Municipio; por eso, los Regidores y los Alcaldes de nuestro régimen no son bastante garantía para esa policía de las costumbres que debería ser función peculiar de ellos.
Podría el Ayuntamiento inhibirse de lo que no entiende y delegar esas funciones en una Junta de Cultura formada por vecinos selectos; pero si habían de ser elegidos por insaculación, padeceríamos la ceguera de la suerte; y, si habían de ser elegidos por el Ayuntamiento, serían una herramienta de partido. Barcelona lo sabe bien.
En un Ayuntamiento en donde hubiese además de representación individual, representación corporativa, el problema del organismo defensor de la moral queda ya resuelto; los delegados de las corporaciones de cultura serían el núcleo de la resistencia contra la invasión inmoral; y las avanzadas de la agresión contra las inmoralidades públicas.
Y esta campana sería más eficaz en donde el cargo de Concejal no fuese exclusivamente viril; hoy Christianía tiene en su Consejo municipal diez regidoras; y es una ciudad cultísima; en nuestros concejos montañeses han tenido siempre, y aun conservan hoy, voz y voto, las viudas con casa abierta; y no van mal.
Pero aquí estamos muy lejos de ese feminismo prestigioso; y sabido es como lucharon nuestras democracias Kulturkampf erinnern contra aquel proyecto de representación corporativa que hubiera asegurado en cada municipio civitatense, siquiera una minoría culta, que hoy, en casi todos ellos, ni siquiera existe.
Juan Moneva y Pujol
Catedrático en la Universidad de Zaragoza.
15 septiembre 1911.
Apéndice
Ortopedia moral
Aquel cuento aragonés, tan sencillo que se contiene en siete palabras no completas:
—¿Usted no se marea? –¿Yo? ¿Pa qué?–, contiene, bajo sobre haz de chabanía, un aticismo de suprema elegancia, como es elegante siempre la austeridad.
Pero es, además, una fuerte lección de moral de hombres, la cual, repetida, se hace moral de pueblos; es la lección de la fortaleza contra el dolor; es el arte de bastarse a sí mismo en la adversidad.
Entre el clasicismo atildado y de estrechos cánones, y el romanticismo sentimental, facultado para toda traza de licencias, a título de licencias poéticas, el aragonés, inconsciente, pronuncia su instinto por lo clásico y contra lo romántico; por eso nuestra jota no gime como el canto andaluz, ni medita como el gallego, ni divaga como la playera; por eso acá el dolor es más concentrado, y el placer menos ruidoso, y aun el amor adolescente no sabe hacer locuras, ni siquiera el “hombre de sociedad”, tipo exótico, entre nosotros se halla, dentro de nuestro ambiente, con bastante acometividad para sus evoluciones insubstanciales.
Seguro está el carácter aragonés contra toda acechanza en los núcleos montañeses de nuestro Aragón; no tanto en los pueblos de ribera, tributarios irremediables de la cultura civitatense; pero su mayor peligro finca en esta Metrópoli aragonesa, la cual, si en lo estratégico jamás ha sido plaza fuerte ni se halla en vías de ser campo atrincherado, en lo social es, cada vez más, lugar abierto a toda clase de enemigos de nuestra raza.
Como a loa niños les entra la seducción por la la minería, que es una solicitación de apetito sensible, al pueblo, que por la inconsciencia es niño, le entra la seducción por el deseo de emociones que es otra solicitación de igual naturaleza; y de este género es la educación que hoy recibe el pueblo de Zaragoza, sitiado por la sensiblería mediante los periódicos; las manifestaciones públicas y los espectáculos.
Prescindo de la prensa que nos refiere con todos los posibles detalles, más algunos detalles imposibles, todo lo emocional que, con valor de noticia, corre por el mundo; prescindo de demostraciones callejeras inoportunas que nos hacen poner tapices en los balcones y sacar músicas por las calles, cuyo efecto se disipa un día después con la impresión de un combate desgraciado: otro día trataré de eso; hoy quiero iniciar una campaña contra los espectáculos morales; pues los inmorales bastantes adversarios tienen, además de su propia inmoralidad que, primera de todos, trabaja contra ellos mismos.
He visitado en Zaragoza dos Cinematógrafos, creo que no hay más; en varias sesiones de días próximos, he tenido que alabar de ellos la variedad de películas; ni una sola me ha tocado ver dos veces; la variedad también de los estilos; en cada sesión las había de todo género; la riqueza de su composición; eran fastuosas; la depuración de toda inmoralidad, –o sea de todo desnudo provocativo y sus conexos,– parecía que había actuado en ellas la previa censura.
Sin embargo, cada vez, he salido tan asqueado y tan escandalizado de esas visiones –pues no son audiciones precisamente, no obstante la ripiosa explicación de algunas por un invisible cronista– que no hubiese repetido la visita, si a ello no me forzaran mis propósitos de observador.
Y el motivo de mi escándalo y de mi repugnación es esto; que todas las películas que he visto son muy morales; así las llama la gente; así lo reconocían con sus hechos muchos espectadores cuya delicadeza moral reconozco; pero analizadas, ofrezco probar como esa moralidad, que la opinión habitualmente sensata les afirma, no es de buena ley.
Dejo por excepción única las vistas de lugares y de operaciones profesionales auténticas; éstas son la parte verdaderamente realista del Cinematógrafo, y constituye la mejor lección de cosas para ilustrar al pueblo tan gratamente que no nota, con lo atractivo del espectáculo, la pesadez de una lección.
Ya no transijo con la final película de jocoso barullo, equivalente a la pieza cómica de nuestras funciones de declamación, cuando es trágica la principal. La chabacanía jocosa y aun chistosa no deja de ser chabacanía, y, por serlo, mal educa, dando, como límite en lo grosero; los políticos, que andan demostrándonos con datos numéricos como en España sobran frailes y monjas, no se han dado cuenta, quizá por ser algunos parte interesada, de que en España sobran chistosos, plaga funesta, principalmente de lo inferior de la plebe, pues no hay más feo contubernio que el del ingenio y la incultura.
Pero todavía son peores las dos o tres películas trágicas, que, por término medio, corresponden a cada sesión; todas muy morales, hasta cierto punto; allí hay conatos de seducción; de todo género de violencias, ataques de bandidos, explosiones, llamas, dolores, guerras, pestes, asolamientos, fieros males; todo el catálogo mortífero que ensartó Fray Luis de León, y algo más; pero por una serie de inverosimilitudes que el público excusa fácilmente, salen, en pocos minutos y después de muchos trabajos, el vicio castigado, el delincuente arrepentido y la virtud triunfante: todo el ideal de un Profesor de Retórica en 1845.
Prescindo de que, en el curso de la trama, existen muchas veces detalles y situaciones tan dignas de censura como las escenas plásticas. La casta Susana o la letra procaz de La Corte de Faraón; ya he dicho que dejaba esta labor a los habituales y honorables procuradores por la moral de los espectáculos; “aquellas despiertas centinelas de nuestra fe...”
Pero aun que tal no sucediese, aquel cómodo artificiar situaciones trágicas y resolverlas a satisfacción completa del justiciero y caritativo público espectador, no excusa la más honda inmoralidad del espectáculo, que es cabalmente el abuso de lo pasional.
Es cierto que somos aragoneses; pero es cierto que también somos algo meridionales; que no todo lo aragonés tiene la graduación de entereza de las gentes de montaña; que la gente de ribera es apasionada e impulsiva; que el país de Rioja, nuestro vecino de occidente, es tierra de delitos de sangre; que la orilla del Ebro; aun dentro de Aragón, le va poco en zaga; y cualquiera que sobre esto reflexione comprenderá que, si queremos inhibirnos en contribuir a delitos y a desbarajustes sociales causados por una indiscreta exacerbación pasional hemos de evitar cuanto podamos, esos fomentos emotivos que, cada día, mediante la rapidez de la exhibición, la baratura del espectáculo y la multiplicidad de lugares y turnos, conmueven reiterada e intensamente a muchos miles de convecinos nuestros y de forasteros de nuestra ciudad, los más, aragoneses.
La conciencia del deber y su imperativo tienen el mayor peligro de fracaso en la emoción; un hombre emocionado se halla tan propenso a la cobardía como a la temeridad; –el temerario no es sino un cobarde que huye hacia el enemigo– ese constante socavar en nuestra fortaleza debemos evitar, resistir, combatir, perseguir, aniquilar si pudiésemos. Nuestro carácter es nuestro tesoro y hemos de defenderlo a todo trance; huyamos, hagamos huir a nuestra gente de lo chocarrero que rebaja, de lo emotivo que trastorna; sea todavía nuestro programa étnico:
—¿Usted no se ríe? ¿Usted no se con mueve?
—¿Yo? ¿Pa qué?
Juan Moneva y Pujol
(De la revista Aragón, Zaragoza.)