En 1844 domiciliábase Balmes en Madrid, para proseguir con nuevos bríos en su brillante labor periodística: concibiera un vasto y patriótico proyecto digno de ser divulgado y defendido desde la capital del reino y por medio de la prensa periódica. Al efecto, fundó el semanario intitulado «El Pensamiento de la Nación», en el que libre de apasionamientos y violencia sostuvo una seria e intensa campaña en pro de un sistema de gobierno sabio y honrado, y amante de la tranquilidad y bienestar patrios, acogió un excelente medio de acabar para siempre con la vergüenza y la rémora de las discordias civiles: el matrimonio de la Reina con el conde de Montemolín, cuya conveniencia defendió en todos los terrenos y desde todos los puntos de vista. Mereció este periódico tan singular aceptación por parte de la opinión pública, que justamente pudo felicitarse su ilustre director de haber influido en ella por el ascendiente de la verdad. Fuéronle ofrecidas altas dignidades eclesiásticas; mas él a nada quiso sacrificar su independencia de simple clérigo; sólo sentía ambición por pensar y escribir, halagábalo tan sólo la simpatía y la convicción que con su labor leal y razonaba excitaba. A medida que su escaso vigor físico se resentía, más sin tregua se abandonaba a los impulsos de una avasalladora pasión por la vida del pensamiento. Con tan constante ejercicio mental, natural era que su poderoso entendimiento y fino ingenio produjesen con soltura y celeridad sumas. Gozó en la Corte de extraordinaria popularidad, y en contacto con lo más distinguido de la sociedad madrileña, su carácter modificóse algún tanto y adquirió gustos y modales aristocráticos.
En esta época, la más brillante y gloriosa de su vida, pasara ya de la indigencia a la riqueza: las ediciones de sus obras agotábanse rápidamente; el semanario producíale un lucrativo beneficio de más de tres mil duros al año; he aquí a un hombre a quien la condición de sabio no impuso una vida de escasez y privaciones.
Segunda vez volvió Balmes a París, en la primavera de 1845, trabando entonces trato íntimo con el Arzobispo Affre y con el genial Chateaubriand, alma gemela de la suya, uno de los contemporáneos que más grande y sincera admiración le merecieron. Pasó a Bélgica, cuyas más célebres ciudades visitó, recibiendo en Malinas honroso homenaje de consideración del Nuncio apostólico Mgr. Pecci (el futuro glorioso Pontífice León XIII) y de todos los Obispos belgas, con quienes se sentó a la mesa del Cardenal de Sierks.
Las luchas candentes de la política, ni las tareas periodísticas, ni los viajes, no absorbían lo mejor de su actividad mental, que reservaba para las lucubraciones filosóficas; poseía en alto grado el don de pasar sin violencia de unas ocupaciones mentales a otras, las más heterogéneas e inconciliables; prueba de ello es que en 1846 imprimía una voluminosa obra sobre las abstrusas materias lógico metafísicas, no menos vasta y profunda en su clase que «El Protestantismo» en la suya, aunque por la índole de su contenido, interese y sea accesible, a un número mucho menor de lectores: la «Filosofía fundamental», que le dio merecida fama entre los filósofos europeos de pensador de sutil y vigoroso intelecto.
Encontrándose en Vich, en el verano de 1846, tuvo que coger, no sin repugnancia, la pluma, para rechazar ciertas calumniosas especies con que algunos periódicos de la Corte trataron de ofender su honra inmaculada. Da aquí la «Vindicación personal», alegato a favor de su conducta pública y privada, en que campea un legítimo orgullo de la propia dignidad, y breve y substanciosa autobiografía, escrita con gran sinceridad y mesura.
A consecuencia del enlace de la Reina con D. Francisco de Asís, hubo de sufrir uno de los más hondos disgustos de su vida, quien con tanto acierto y perseverancia defendiera patrióticos ideales de pacificación nacional, que desdichadamente no se hallaron sus coetáneos en disposición de secundar; y considerando que la razón de ser de «El Pensamiento de la Nación» había cesado en diciembre de 1846, y sin escuchar los ruegos de sus amigos, arrojó para siempre, altivo, su aurea pluma de periodista. Apeló al porvenir; este porvenir era ya poco halagüeño presente; y para que la opinión juzgase del valor de su obra y comparase sus pronósticos con el estado de cosas consiguiente a aquel suceso, quiso reunir en una colección, como con aire de triunfo lo hizo, las «Consideraciones sobre la situación de España» y sus artículos políticos sueltos de «La Civilización», «La Sociedad» y «El Pensamiento». A la vez que esta colección de «Escritos políticos», publicó la «Filosofía elemental», obra destinada a la enseñanza de los rudimentos de las ramas clásicas de la filosofía.
Su salud comenzó a resentirse; tenía que dedicar algún tiempo al descanso. En compañía de D. Pedro de la Hoz, ilustrado director de «La Esperanza», marchó, en efecto, al balneario de Ontaneda y a otros pueblos de la Montaña, donde pasó parte del verano de 1847, entregado a la grata y apacible vida del campo. En octubre regresó a la Corte, no sin antes hacer su último viaje a París.
Al advenimiento de Pío IX al Solio pontificio, toda Europa dirigió a Roma sus miradas, impaciente por conocer el rumbo que el nuevo Pontífice emprendería. Después, ante su programa de reformas políticas, cobraba alientos el partido revolucionario, en tanto que los elementos católico-monárquicos disimulaban con dificultad su disgusto y repugnancia. En circunstancias tan difíciles para el prestigio de la Santa Sede y hasta para la paz interior de la Iglesia, a un hombre de las convicciones y de la autoridad del autor de «El Protestantismo» en las materias político-religiosas, no le era permitido callar su parecer. Y Balmes habló, y a la general ansiedad con que se esperaba el dictamen de sabio tan prestigioso, respondió con el breve y primoroso folleto apologético «Pío IX». Es este opúsculo un modelo de belleza literaria y un tesoro de erudición e ingenio; pero por su fondo fue objeto de general reprobación, motivó las más vivas polémicas, y una recia tempestad de insultos y calumnias descargó sobre el insigne escritor. Atacáronle ruda e implacablemente, no sólo sus antagonistas, sino también muchos de los correligionarios que en más respeto y estimación lo tenían; hasta sus más íntimos y sinceros amigos calificaron de inoportuno el folleto. Era tan resueltamente hostil a la conducta política de la Santa Sede el común parecer de la inmensa mayoría de los católicos, y tan opuestos al común sentir resultaron los juicios y las apreciaciones del «Pío IX», que a todos parecieron indignos del juicio seguro y perspicaz del aventajado talento de observación que en Balmes se reconocía; y al que se le viera desdeñar las más propicias y decorosas ocasiones de ascender rápidamente a los altos puestos de la jerarquía eclesiástica, decíasele ahora que había escrito un memorial para vestir la púrpura cardenalicia; y al que a nadie cedía en pureza de doctrinas y en acatamiento a la autoridad del romano Pontífice, y cuyas obras merecieran las mayores alabanzas de la censura eclesiástica, se le motejaba de apóstata, apellidándole «el Lamennais español». Nada le molestó tanto como semejante inculpación; y antes de que, por misteriosos designios de la fatalidad, llegara quizás a verse al temido borde de la apostasía, como sus detractores vaticinaban, impetró del cielo la temprana muerte que en efecto le sobrevino. No faltó quien volviese por el buen nombre del sabio; éste se abstuvo, con altiva entereza de hombre convencido, de contestar en forma a tan malignas imputaciones; apeló al fallo de la posteridad, y la posteridad le ha vindicado cumplidamente, en punto a la rectitud del propósito.
Escribió Balmes este célebre folleto poseído de firmísima convicción, obediente al mandato imperativo de su conciencia y de lo que juzgó que era su deber, lo escribió con sana intención y nobleza de miras, cuales fueron justificar las reformas proyectadas por el Papa y prevenir las inminentes protestas de los fieles contra las mismas. Pudo equivocarse en sus apreciaciones y vaticinios; hay quien todavía no le ha absuelto del todo de cierta nota de precursor del modernismo religioso, condenado en bien reciente Encíclica; seguramente fió con exceso en la constancia y consecuencia de la opinión pública, a cuyos halagos tan acostumbrado estaba, y no tuvo bastante en cuenta que en el campo de las luchas políticas, en que con tanta destreza combatiera, infinitos émulos y envidiosos acechan un momento propicio para intentar derribar por cualquier medio la fama mejor cimentada; pero por eso mismo, es más incuestionable que procedió de buena fe y que dio un alto ejemplo de firmeza de carácter y de elevación de espíritu.
Los ultrajes inferidos a la dignidad del hombre y del sacerdote, ni las críticas apasionadas contra la obra del escritor, no pudieron empequeñecer los grandes méritos ya contraídos por el pensador sabio y profundo y por el hablista elegante y correcto: proclamólos muy alto la patria a la sazón, inscribiendo en lápidas su preclaro nombre y señalándole un puesto en la Real Academia Española, del que su temprana muerte no le dejó posesionarse. Pero lo que sí consiguió la maledicencia fue lastimar el amor propio y herir la delicada sensibilidad de la víctima, amargar con intensa y concentrada pesadumbre sus últimos días y acelerar, en fin, el término de tan preciosa existencia.
Una grave enfermedad ataca, en efecto, a Balmes. Convaleciente, marcha a Barcelona, al lado de su hermano Miguel y de amigos entrañables, donde con redoblado empeño reanuda sus habituales tareas. Tenía casi terminada la versión latina de la «Filosofía elemental», que muchos Seminarios adoptarían por libro de texto, cuando repentinamente le abandonaron las fuerzas y la pluma se le cayó de la mano. Por consejo de los médicos, trasladóse a su ciudad natal, en mayo de 1848, donde su linajudo convecino D. Mariano Bojona deparóle digno y cómodo alojamiento. Logró un pasajero alivio; más en vano soñaba con viajar a Italia y a Londres, para conocer a Pío IX, a Montemolín y a Cabrera; vanos fueron los recursos de la ciencia y los solícitos cuidados de parientes y amigos, para sostener aquella de suyo poco vigorosa organización, gastada por un trabajo mental intenso e incesante: Balmes sucumbía irremisiblemente, víctima de la tuberculosis pulmonar. Sufrió sus dolencias y esperó la muerte con la paciencia, resignación y tranquilidad que cumplen al cristiano sin tibieza, al justo sin remordimientos y al filósofo sin apego a lo mudable y efímero; y a las tres de la tarde del día nueve de julio de 1848, adorando a Dios en las bellezas de la campiña vicense y en las altas cumbres del Monseny, expiró cristiana y ejemplarmente, a los 38 años escasos de edad.
Solemnes y grandiosos, dignos de un príncipe de la Iglesia fueron los honores póstumos que se tributaron al ilustre muerto. Su inanimado cuerpo depositóse en un modesto nicho del cementerio general de la ciudad. Hoy guarda sus preciosas cenizas un sencillo y severo mausoleo, erigido a su memoria en el claustro de la catedral ausetana. La noble Vich se ha mostrado siempre digna de la honra que le cupo de ser cuna y sepulcro de este varón esclarecido.
Recibióse en todas partes con demostraciones de vivo dolor la nueva de la prematura muerte del sabio filósofo, del político perspicaz, del sin par apologista, del brillante literato; la prensa nacional, en competencia con lo mejor de la extranjera dedicó unánime al gran periodista sentidas y encomiásticas necrológicas; elocuentes oradores enaltecieron desde el púlpito o desde la tribuna de las academias la labor del sabio y las virtudes del hombre, en tanto que D. Antonio Soler, D. Buenaventura de Córdoba, D. Benito García de los Santos y Mr. De Blanche-Raffin escribían sendas biografías del insigne filósofo, gloria de su patria y luz de su siglo. Propagóse al mismo tiempo el rumor de que Balmes había muerto envenenado; mas el dictamen de los cuatro o cinco competentes facultativos que le asistieron durante días y sin descanso de su incurable enfermedad, desmintió categóricamente la especie.
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Según los biógrafos del insigne vicense hacen constar, era Balmes de estatura elevada, delgado y de escasa musculatura; tenía la faz pálida y fina, ligeramente sonrosada en los pómulos, un tanto gruesos los labios, muy blancos los dientes, bien conformada la nariz, los cabellos de color castaño-oscuro; era su frente lisa y espaciosa, sus ojos rasgados, negros y vivos, con la mirada penetrante y expresiva del genio. Su presencia era simpática y majestuosa, sin petulancia ni afectación; su porte severamente distinguido, en medio de su sencillez. Predominaban en su temperamento las modalidades del nervioso y bilioso. De constitución delicada, alimentábase frugalmente, digería con dificultad, dormía poco e interrumpían su sueño fuertes sacudidas nerviosas.
Este inconsistente y débil elemento corporal envolvía un espíritu dotado de sensibilidad exquisita, constante y enérgico, tan desdeñoso para con lo pequeño y vulgar, como osado en acometer lo difícil y entusiasta por todo lo grande y extraordinario; ansioso de la verdad, insaciable en el conocer, pronto en el percibir, fiel y tenaz en el recordar, ardiente en el imaginar, abundante en recursos del más agudo ingenio; envolvía una inteligencia sagaz y penetrante, segura y precisa, varia en aptitudes, inmensa en poder analítico; envolvía un genio de la especulación.
En el orden práctico, ofrécesenos un modelo de moralidad tan perfecto como es posible, dado lo imperfecto de la humana condición. Fue de ánimo inflexible y recto, intachable en la observancia de los preceptos morales de obligación común, y rígido y austero en el cumplimiento de los privativos y estrechos de la clase sacerdotal a que pertenecía. Desinteresado, exento de ambición por los honores mundanos, huyó de ciertos elevados puestos que se brindaron a su genio y sus virtudes. Jamás hipotecó la libertad de su pluma, jamás la ejercitó sino a impulsos de una firme e íntima convicción, jamás la dirigió contra las personas, aunque tantas veces la empleó en desprestigiar doctrinas. Fue un ardiente patriota; las glorias tradicionales de su pueblo tuvieron en él un admirador entusiasta, su prosperidad actual y futura un promovedor incansable, el honor nacional un denodado defensor.
Cierto es que, aunque no vivió sin la decencia y comodidades que a su posición y rango debía, ni dejó de practicar sin ostentación, la virtud de la caridad, se le imputó cierta propensión a la avaricia, acaso porque su vida sencilla y morigerada y sus hábitos de previsión y economía le permitieron dejar, al morir, un caudal no despreciable, honrado producto de un talento y de una pluma que tan bellos libros produjeron y en tan noble independencia se mantuvieron; cierto que, por más que huyese del público aplauso y no gustase de vanas exhibiciones, en su inclinación a defender tesis difíciles, en la obstinación con que en ocasiones mantenía el dictamen propio, hasta con cierto menosprecio del parecer ajeno, en su habitual reserva y alguna aspereza en el trato, con que fuera del círculo de sus amistades parecía a veces conducirse, hallaron muchos manifiestas señales de que el sabio que en bellísimas páginas desentrañara los recónditos secretos del orgullo y de la exageración del amor propio, no lograba substraerse enteramente al influjo de tales pasiones; mas las ligeras imperfecciones que más o menos fundadamente le sean imputables y de que, a fuer de hombre, muy bien pudiera al cabo adolecer, no llegan a empeñar el brillo de sus eminentes virtudes públicas y privadas, ni obstan para que resueltamente se le reconozca y proclame adornado de una de las menos comunes y más estimables cualidades, cual es la de que su conducta en el orden práctico no desmereció en nada de su excelso talento en el orden especulativo.