Alma Española Madrid, 7 de febrero de 1904 |
Año II, número 14 páginas 4-6 |
Rodrigo de Acuña |
Alma granadina |
El año 1492 es una fecha que siempre debe recordar con tristeza el que sea buen español y buen granadino. En aquel año dio Colón a España un mundo nuevo, lleno de tesoros y riquezas, imperio poderoso que hemos visto deshacerse en nuestras manos y que nos ha causado lágrimas y dolores. En aquel año también entregó Boabdil las llaves de Granada a los Reyes Católicos, bañadas con sus lágrimas de cariñoso enamorado, de avaro que da las llaves del cofre donde guarda su tesoro. El 2 de Enero de 1492 perdió Granada su vida propia y su aspecto peculiar, y una ciudad que era entonces de 200.000 habitantes, ha ido viendo disminuir su población hasta la mitad. Los Reyes Católicos ganaron una ciudad y un reino para su corona y su religión, pero fueron crueles haciendo desaparecer uno de los más grandes imperios del saber, de la riqueza y del arte. Desde entonces no han funcionado más sus famosos telares que tejieron las más hermosas y ricas sedas de la Edad Media, ni sus fraguas, competidoras de las de Toledo, donde se han bruñido miles de alfanjes y gumias que son hasta ahora tesoros en manos de los anticuarios. Ya no hay esperanzas de que vuelva a nacer otro genio que haga levantarse una Alhambra, un Generalife, una Madrazza o una Mezquita. Dejad que la solitaria Alcaicería llore rememorando sus glorias pasadas; dejadla que se desborde en torrentes de lágrimas que no han de marchitar sus laureles ni borrar su poesía tierna y melancólica. Yo os invito a que recorráis conmigo las estrechas calles de esta ciudad en miniatura, donde os figuraréis ver dentro de cada portal a un mercader árabe, envuelto en su jaique. No lo creáis, que aquel o pasó para siempre y nada queda de ello: ni siquiera un recuerdo de envidia. Estamos muy contentos de la hazaña de los Católicos Reyes, hazaña que se celebra todos los años con funciones cívico–religiosas y tres representaciones teatrales de una inocente comedia que se sospecha escrita por el rey Felipe IV; nos alegramos de no ser árabes ya, sin sospechar lo que ahora valdríamos de continuar siéndolo, y sin considerar ni lamentar lo que hemos perdido por no serlo. Mas no todo el carácter árabe se ha perdido; nos queda todavía un rasgo principalísimo y característico que nosotros hemos exagerado hasta convertirlo en nuestro principal distintivo: la indolencia. Nosotros hemos, como digo, exagerado esta indolencia hasta convertirla en pereza, esa malhadada pereza que nos desgasta, que ha merecido ser elogiada irónicamente por el ilustre filósofo granadino Ángel Ganivet, no por modesto menos grande. Esa pereza, que es nuestro principal defecto, nos lleva como de la mano a no ser ambiciosos, ni siquiera con esa noble ambición, que es virtud, no pecado, y el no ser ambiciosos a rodearnos de una modestia exagerada. ¡Cuántos de aquellos granadinos ilustres de la célebre cuerda han muerto desconocidos por ser modestos! ¿Fernández Jiménez-, Álvarez Guerra, Riaño y muchos otros, han sido lo elogiados que han merecido? Y de los que son más jóvenes hay que decir lo mismo, pues tenemos gente que vale mucho contando escultores, literatos, pintores y poetas, que hay muchos, notabilísimos en todas las artes, algunos que llegarán, otros que ya han llegado. Larrocha, Marín, Gómez Mir, Latorre, López Mezquita y Almodóvar, son pintores granadinos conocidos y elogiados por toda España, que es donde menos se sabe lo que valemos. Y en literatura, ¿quién no ha leído y admirado a Méndez Vellido, Gayo, Afán de Rivera, Valladas, Nicolás María López y Melchor Almagro? Tampoco es lo suficientemente conocida la magna obra de las Escuelas del Ave–María hecha a fuerza de constancia y trabajo por Manjón, digno de una estatua, pedagogo admirable digno de ser colocado, por lo menos, de los que figuran en primera línea, como Giner y Cossío. Sin embargo, sus trabajos andan ocultos y escondidos en libros, y periódicos granadinos que nadie lee, sin dar un solo destello a la luz madrileña, conocidos tan sólo de los paisanos, que han sido los únicos que han saboreado los primores del grandioso drama de Ganivet, El escultor de su alma, drama que produciría en el público y la crítica madrileña profunda sensación si se representase en algún teatro de la corte. Más esto no se hará, pues nadie se acuerda de Granada, la buena y la grande, y si alguien recuerda que existe tal ciudad en el mundo, es con el recuerdo de la Granada de pandereta, con las gitanas y toreros, las manolas y contrabandistas de botas de caireles. En el país de los sueños que han pasado, viven tan sólo esos tipos exóticos, y ya no nos queda más que un ejemplar que vino rezagado, Chorro e jumo, gitano de pacotilla que ha tenido la suerte de ver su efigie grotesca pintada por todos los pintores que han estado en Granada, y que ahora pasea su neurótico spleen por las avenidas de la Alhambra, esperando, que algún extranjero dé unas cuantas monedas a cambio de un retrato. Y como nosotros somos indolentes, no hemos intentado siquiera desvanecer la leyenda con que nos han adornado, y si a alguien se le contara que en la ciudad del Darro hay calles anchas de grandiosos edificios modernos, fábricas de modernísima y complicada maquinaria, adelantos y progresos de la vida actual, negará en absoluto que allí haya otra cosa que callejuelas de estrecha y laberíntica planta y zaquizamís o aduanas de zoco marroquí. Más nada menos cierto. Tánger y Fez están a muchas leguas de nosotros, y cada paso que damos hacia adelante –y damos muchos– nos separa más de la Granada de pandereta, de esa que se han imaginado los que no nos conocen, y que nosotros –¡para qué molestarnos!– no pretendemos siquiera borrar de su memoria. Tenemos sol a torrentes que nos tuesta, que nos alegra y caldea con sus besos adorables; podemos asomarnos cuando nos plazca a contemplar desde los Mártires o desde la Vela el paisaje más bello y más grandioso que han visto ojos humanos; tenemos a la mano los manjares que nos regala el suelo de la Vega, uno de los pedazos más fértiles de la feraz España. Pan barato, belleza regalada, sin frío, sin pesares y sin pensar en lo futuro: esa es la verdadera alma granadina; ese es el menguado ideal de mi pueblo. Verdaderamente el porvenir tranquilo y reposado convida a la holganza cuando se han encerrado en los graneros las fanegas suficientes para pasar la vida, y entonces el granadino descansa de sus faenas y de sus trabajos para lograrlas. Ha dicho Blasco Ibáñez que el valenciano, cuando a reunido en el transcurso de su vida un capital de veinte mil duros se considera dichoso y contento, renuncia a la lucha y se dedica a comerse durante la vejez el dinero importe del trabajo de la juventud pasada. El valenciano, si es tal como lo describe el autor de Cañas y barro, tiene una ambición desmedida si se le compara con el granadino, que se contenta con cuatro o cinco mil duros que emplea en tierras de la Vega, que da luego a labrar, o labra él mismo, no por virtud o hábito de trabajo sino para evitar que el huertano pueda engañarlo. Así, pues, nada menos extraño que con capital tan exiguo no puedan resistir los más, y el tinglado que logró armar el pequeño burgués, se venga abajo con triste algarabía. Allí, por tanto, se ven grandísimos capitales reunidos por el agio y la usura, pudiendo decirse que los que cuentan su fortuna por millones de pesetas, no bajarán de algunas docenas en toda la provincia, viéndose, en cambio, indigentes a montones. Las potentes fortunas, al lado de la desgracia miserable, son los extremos que se tocan, y que allí venios juntos con frecuencia, que molesta y que enfurece, producto quizás de aquel suelo fogoso, espléndido y exagerado a fuer de vigoroso, pues la naturaleza y el clima son allí hasta tal punto distintos y variables, que a la par que vemos constantemente blanquear por la nieve las cumbres del Veleta y Muley–Hacem, cultivamos al pie de esa misma sierra la caña de azúcar, las palmeras y los plátanos, la flora toda de los países tropicales. Y hablando de esto, no será inoportuno contar un sucedido que acabará de probar las cualidades extrañas y admirables del clima granadino: En un viaje que hizo a Granada el hoy cardenal Crettoni, a la sazón nuncio en Madrid, fue, como es natural, a visitar el palacio y jardines de la Alhambra en un día del mes de Enero, pero que lucía un sol esplendente capaz de tostar la sangre. Paseaba el mencionado cardenal por las moriscas estancias y se internaba por los bosques, sudoroso y molesto por el calor que se sentía, hasta el punto de que hubo de quitarse, entregándolo a un paje, su abrigo forrado de piel de armiño. Mas después de ver todas las afiligranadas labores del alcázar árabe, la tétrica construcción del palacio de Carlos V, fue a asomarse al balcón de los jardines de los Adarves para contemplar y admirar el incomparable panorama que desde allí se descubre. Estaba monseñor Crettoni ensimismado admirando tan grandiosa belleza, cuando, examinando el paisaje, dirigió su vista hacia la izquierda, viendo con mezcla de asombro y sorpresa la sierra nevada, que entonces estaba completamente, puesto que llegaba la nieve hasta la falda, produciendo su vista una profunda sensación de frío, a causa de lo próxima que está al sitio desde donde lo observaba. Miróla el cardenal italiano con una mirada melancólica, y como echando de menos las pieles del abrigo de que poco antes se había despojado, exclamó dirigiéndose a los que le acompañaban, recordando un antiguo refrán: –Bien dicen que quien no ha visto a Granada no ha visto nada. Y ved aquí cómo podríamos nosotros, utilizando un provechoso industrialismo, ofrecer a los tísicos sanatorios con los cuales no podrían competir por su situación sino los suizos; podríamos ofrecer a orillas del mar latino, de hermosa historia y de una poesía tierna y melancólicamente plácida, un pedazo de los trópicos con temperatura cálida y agradable, envidiada por la misma Cote d'Azur. Pero, ¿para qué acudir al anuncio o al reclamo? El buen paño en el arca se vende, y si los tísicos quieren una altitud considerable al lado de valles pintorescos, que vengan a nuestra Alpujarra; y si quiere algún triste huir de nieblas y nieves, aquí, junto al Mediterráneo, tenemos nosotros un rinconcito donde podrá guarecerse; que a nosotros nos parece demasiada molestia y exagerado trabajo el ir por vosotros. No, no iremos a buscaros, contándoos lo que aquí encierra nuestra poesía, que bien merece la lira de un Zorrilla, ni resucitará el granadino Pedro Alarcón para mostraros en las páginas hermosas de La Alpujarra, El niño de la bola y muchas más, los tesoros sin ver y sin gozar que tenemos dentro del arcón. Y ya cuando seamos viejos lloraremos el no haberlos poseído y gozado, lo lloraremos con lágrimas de coraje, como lloró Boabdil, la figura más poética e interesante de la historia de Granada. Rodrigo de Acuña |
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