Filosofía en español 
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Miguel de Unamuno

Sobre la dureza del idioma castellano


En el número octavo de esta misma Revista publiqué un ensayo “Contra el purismo”, que es más bien un programa razonado de cuestiones referentes al porvenir de nuestra lengua, que un trabajo redondo. Hoy quiero ahilar algunas reflexiones acerca de la dureza del idioma castellano.

Muchas veces se ha dicho que la lengua castellana es una lengua rígida y osea, sin matices ni cambiantes, poco flexible; una lengua que por su estructura misma propende a los vastos períodos oratorios, campanudos y resonantes, o a cierta concisión angulosa y seca; pero que resiste las caricias ondulantes, las veladuras penumbrosas, la sutil ironía. Carece de las elegancias del francés, de las flexibilidades del italiano y de los sugestivos cuchicheos del inglés. No caben en el castellano ni los refinamientos de la lírica sensual francesa, ni los giros sutilísimos de los profundos musings de la lírica inglesa. Todo lo que el castellano toca se cristaliza al punto; todo lo que él dice se hace dogma. Como en los vastos páramos castellanos o como en los cuadros de Ribera, no hay en él medias tintas; todo es claroscuro, todo adquiere ese relieve duro que da el sol al separar, con las sombras que les hace proyectar, a los objetos. Cada uno de éstos adquiere una individualidad decisiva y firme; no hay envolvente nimbo que los una y armonice en superior conjunto. Y así es la concepción castellana, todo en discreto, todo en orden social. Léanse nuestros romances y se verá cómo desfilan los sucesos que narran perfectamente definidos y distintos, destacándose cada uno de ellos del precedente y del subsiguiente.

Es como la música de nuestro popular género chico, música de notas martilleantes, sin continuidad real, música en que el ritmo se sacrifica a la cadencia. Y así es el verso entre nosotros, tamborilesco, machacón, intermitente.

De este modo de ser de nuestro idioma nacen como de común raíz el gongorismo y el conceptismo, vicios que lleva en potencia la lengua castellana en sus entrañas mismas.

Escritores hay, y hoy más aún en la América española que en España misma, que se proponen luchar contra estas condiciones del material mismo en que trabajan, como un escultor que se propusiese hacer en granito los floreos que consiente el mármol. Y por lo general se estrellan en su empeño por falta de conocimiento técnico, o si se quiere científico, del material que usan.

Con inundar la lengua castellana de vocablos imitados de otras lenguas o sacados de sus entrañas mismas, poco se consigue, porque todo nuevo vocablo se acomodará por fuerza a la índole del lenguaje en que ingresa. La raíz de esa dureza está más honda, en los elementos histológicos del lenguaje, así como la dureza del granito arranca de la estructura de sus moléculas mismas.

En la histología de nuestro idioma, en su sistema fonético, hay que buscar el fundamento de esas cualidades que le distinguen.

La lengua castellana es entre las latinas la más pobre en sonidos. No tiene más que las cinco vocales fundamentales, sin distinción de abiertas o cerradas, y en su sistema de consonantes le faltan entre las dentales y las guturales unos cuantos términos comunes en los demás idiomas.

Su acentuación es absorbente; el acento tónico principal ahoga a los secundarios, dando a cada vocablo una individualidad muy marcada, dentro de la frase. Y así sucede que no tiene la frase castellana la ondulante continuidad de la francesa, donde el acento secundario juega un gran papel y donde las palabras se ligan y enlazan. Y tanto nos cuesta comprender el fonetismo francés, que es frecuente oír en España que en francés todas las palabras son agudas, lo cual, tomado lo de agudo a nuestro modo, es inexacto. Aparte de la articulación de los sonidos, por lo que hace al acento, son muy diferentes la palabra francesa extension y la nuestra extensión, al pronunciar la cual parece tenemos prisa por llegar a la sílaba última para cargar allí con toda nuestra fuerza.

Me acuerdo, a este propósito, cuánto me costó hacer comprender a un castellano neto, hablándole del vascuence, que en este idioma puede decirse que cada vocablo tiene dos acentos. Preguntábame sí era Unámuno o Unamúno mi apellido, esdrújulo o llano, y hube de decirle que aunque yo lo pronuncio llano, en general en vascuence no son ni lo uno ni lo otro; ni se dice Zumárraga ni Zumarrága, sino algo que se acerca a Zúmarragá, y que es menester oírlo.

Así es que, en la frase castellana, desfilan bien individualizadas las palabras, resultando un agregado serial de éstas, y no como en francés, momentos las palabras de una frase unitaria. La nuestra es más sistemática; más orgánica la francesa.

En otra cosa se ve la rigidez de nuestro idioma, y es en que no tiene, como el italiano o el dialecto catalán, formas contractas junto a las distractas, lo cual constituye un enorme tropiezo en la versificación. Quien conozca el italiano habrá visto qué libertad concede a sus poetas el poder servirse de unas u otras formas. Entre nosotros nadie se atrevería, no siendo en composición jocosa, a emplear pa o naa en vez de para o nada, y mucho menos a escribir paece por parece. Yo estuve tentado una vez, escribiendo unos versos octosílabos, a decir:

Y en la eternidá’asentarte

formando sinalefa con la a final de eternidá –que es como de ordinario se dice– y la inicial de la palabra siguiente, pero no me atreví a hacerlo. Mal hecho. Todas nuestras licencias en este punto se reducen a do por donde, siquier por siquiera, entonce por entonces y cuatro o cinco cosas más, empleando formas, llamadas poéticas, que nadie usa fuera del verso, y rechazando otras de común empleo.

Resulta de todo lo susodicho y de mucho más que podría añadirse, que la rígida dureza de nuestro idioma es algo que tiene en él fundamentos íntimos y profundos, histológicos, y que como tales no se corrigen con la intrusión de nuevos vocablos, sino más bien con la influencia dialectal y de las hablas populares, cuyo fonetismo se aparta algo del que priva en la lengua literaria y oficial. Léanse poesías en cualquier habla regional, los Aires murcianos de Medina, por ejemplo, y se verá cuántos elementos de flexibilización guardan.

Pero esto merece capítulo aparte.

Miguel de Unamuno.